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Lorelei

Niágara (Henry Hathaway, 1953)

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Si uno quiere ir a lo esencial, escribir sobre Niágara resulta tan difícil como hacerlo sobre cine experimental: no porque la película carezca de “contenido”, sino porque este tiene un interés muy limitado en relación con la belleza de sus imágenes. Quizá porque se mantiene en una especie de segunda división de la mitología hollywoodiense (por su importancia para la carrera de Marilyn Monroe y su combinación de respeto a las convenciones del género negro con un escenario natural y un colorido en las antípodas de aquel), pocos cinéfilos se han esforzado en su recuperación crítica –algo a lo que tampoco ha ayudado el prestigio ambivalente de Henry Hathaway, un cineasta sin carisma de autor.

La película sería más apreciada si la hubiera firmado Hitchcock (1) u otro director de mayor prestigio, pero la labor de Hathaway parece difícil de mejorar, lo que demuestra una vez más, si hiciera falta, la fertilidad del Hollywood de los años 50; en este caso hay que recordar al director de fotografía, el gran Joseph MacDonald, al que corresponde sin duda una parte del mérito –la composición de las imágenes parece mucho más trabajada que otros aspectos de la puesta en escena, como la dirección de actores. El plano inicial de la película nos conduce hasta la imagen del arco iris en las cataratas, a la que sigue una reproducción a escala irónica: el arco iris aparece en miniatura en torno a los surtidores de las fuentes que riegan los parterres en las proximidades del puente internacional “Rainbow Bridge”; luego, toda la película parece teñida con la viveza y la falta de profundidad de los colores del arco celeste.

El núcleo de la trama resulta algo trivial, tanto como lo es la comparación de la pasión destructiva del protagonista con el ímpetu con que el río se desploma en las cataratas; pero esa trivialidad no deja de ilustrar el subconsciente del varón americano de la época, ya que la película narra un caso de lo que ahora llamamos “violencia de género” narrado desde el punto de vista del marido –o de un hipotético abogado defensor. Marilyn Monroe, con su andar ondulante, interpreta el papel de Eva en un paraíso en el que, por desgracia para él, hay más hombres además de Adán; el personaje está visto unilateralmente, desde el punto de vista de Mr. Loomis (Joseph Cotten), e incluso la otra mujer protagonista, Mrs. Cutler, la contempla como una adúltera antes que como una mujer.infidelidad

En contraste con esa pareja descompuesta y atormentada, la película presenta como pareja “normal” a los esposos Cutler (Jean Peters y Max Showalter, quien resulta mucho más antipático que Mr. Loomis). Las “Rainbow Cabins” en que se cruzan sus caminos son uno de esos moteles que poco después recorrería Humbert Humbert con Lolita, en la más feroz parodia de esa América que, tratando de olvidar la guerra, se sume en el sueño de la prosperidad a través del turismo de masas, la publicidad, la música popular; un sueño que solo turba la amenaza de la infidelidad femenina, frente a la que el hombre resulta pequeño y débil.

Ella escogía en el catálogo (mientras yo la acariciaba en el automóvil estacionado en el silencio de un camino misterioso, sazonado por el crepúsculo) algún alojamiento junto a un lago, profusamente recomendado y que ofrecía toda clase de cosas magnificadas por la linterna que deslizaba sobre ellas –vecinos simpáticos, comida rápida entre horas, asados al aire libre–, pero que evocaban en mi mente odiosas visiones de malditos estudiantes de secundaria con las camisas abiertas y mejillas como ascuas apretadas contra Lo, mientras el pobre doctor Humbert, sin abrazar otra cosa que dos rodillas masculinas, enfriaba sus almorranas sobre el césped mojado”.

El trailer de la época compara al personaje de Marilyn Monroe con Lorelei; una criatura de las aguas cuya roca o castillo es, finalmente, la torre del carillón situada en el lado canadiense del “Rainbow Bridge”; el reverso del mito lo encontramos, tras las aproximaciones de Brentano, Heine o Apollinaire, en un poema de Sylvia Plath, que podemos recordar al ver la escena que muestra el silencio de las campanas del carillón: “Pero peor aún / que vuestro canto enloquecedor / es vuestro silencio”. A la mañana siguiente, cuando el empleado abre la puerta del vestíbulo de la torre, resulta impresionante el contraste entre el silencio interior y la agitación de los árboles movidos por el viento.

Pero lo esencial de esta película sin pretensiones culturales, que data de una época en que la fotografía “artística” estaba aún condenada al blanco y negro, es el placer irresistible de las imágenes: Niágara no solo se adelantó a Hitchcock, sino también, y en más de una década, al reflejo de los colores de los Estados Unidos que sacaron a la luz fotógrafos como Stephen Shore o William Eggleston, y muchas de sus composiciones no desmerecen de las de estos.

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(1) Algunas escenas comparten o adelantan tópicos del cine de Hitchcock: la amenaza en espacios abiertos (el ruido de las cascadas convierte las pasarelas en lugares amenazadores a plena luz del día, donde resulta imposible pedir auxilio), o la inutilidad de la policía (aquí manifiesta en la persecución final por el río), por no hablar de la escena en la torre, que parece una premonición de Vértigo.

Fuentes de las imágenes: iletaitunefoislecinema.com / dvdbeaver.com / ferdyonfilms.com / phaidon.com / ojoacromatico.blogspot.com / youtube.com

¿Cómo vive la otra mitad?

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Mi interés por las fotos de Jacob Riis se remonta a hace mucho tiempo, tanto tiempo como me gusta el cine, no hago ninguna diferencia. Siempre he visto películas y, en paralelo, he prestado atención a la fotografía. En cierta forma, la fotografía es siempre mucho más simple y bella que el cine, al menos que el cine reciente o contemporáneo, porque siempre vemos a la gente, la sociedad humana, nuestro mundo. Me refiero a la fotografía realista, el reportaje – los paisajistas o la foto «artística» y experimental no me interesan nada. Lewis Hine, Eugene Richards, Roy DeCarava, Robert Frank, Riis, me gustan mucho y desde hace tiempo. Hay fotos que te aportan mucho más que una película.

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Algunas viejas fotos de Jacob Riis abren Cavalo Dinheiro, la última película de Pedro Costa.

Fuente de las imágenes: poulwebb.blogspot.com

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Sueños americanos

El último plano de Pitfall es una panorámica que parte del coche en que los dos protagonistas acaban de tener una conversación sobre su futuro, que prevén en otra ciudad distinta de Los Angeles –donde ha transcurrido la acción. André de Toth vislumbra ese futuro abierto acompañando la inmersión del vehículo en el paisaje urbano de la California de finales de los años 40: en vez de un entramado de calles y plazas al estilo del viejo mundo, grandes anuncios, naves de una altura al lado de rascacielos, solares vacíos, todo ello unido por una carretera de muchos carriles.

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Americanos medios como ellos –que han perdido sus ilusiones y valoran más la estabilidad y la conveniencia provisional que cualquier pasión duradera, incluida la venganza– construirán un futuro aún más complejo y contradictorio en las décadas siguientes creando espacios como Las Vegas Strip –cuya organización rizomática y contundencia formal opuesta a todos los dogmas del modernismo arquitectónico reivindicarían como un nuevo paradigma, obviando la crítica fácil, Robert Venturi y Denise Scott Brown:

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¿Qué será de ellos? Seguramente olvidarán sus sueños de grandeza a cambio de otros más modestos que se pueden comprar con dinero, como diría Hans Richter. En la película de ese título, un año anterior a Pitfall, una voz interior que habla como un locutor de anuncios le dice al protagonista en el prólogo:

«¿Recuerdas un poema que leíste una vez? El ojo es como una cámara de cine, decía. Como una película, puede retener las imágenes que aparecen secretamente en el fondo de tu cerebro.»

Me ha llamado la atención la similitud de este texto con el que transcribí en el comentario de Pitfall. Las películas de Richter y De Toth son mutuamente antitéticas en su concepción: una creación independiente con aspiraciones de legitimidad artística frente a un producto industrial de mediana categoría; la primera apela a la complicidad elitista de un espectador curtido en el arte de vanguardia, y la otra al placer por una historia bien contada del «americano medio». Pero las dos tienen grabado en su interior un lema similar, y hoy es fácil comprender cuál de ellas respondió a él con mayor empatía y sutileza: en la posguerra el cine es el ojo con el que la sociedad americana se ve a sí misma, el diván del pobre (según la expresión de Félix Guattari) en que psicoanaliza sus deseos.

Con Stephen Shore

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La exposición dedicada a Stephen Shore, realizada en colaboración con la Fundación Mapfre, se integra con toda naturalidad en el conjunto de las que componen Les recontres d’Arles de este verano: Shore se reconoce heredero de Walker Evans y su concepto de “estilo documental”, al igual que de Eugène Atget y de Robert Frank (el primer fotógrafo que hizo un road trip por América); el mismo Shore hizo fotos por encargo del estudio de arquitectura de Robert Venturi y Denise Scott Brown en Las Vegas -que también tienen su exposición en Arles; al igual que Martin Parr (y otros muchos fotógrafos posteriores marcados por el signo del arte conceptual), eligió transitar otros caminos que el de la belleza, en un sentido demasiado cerrado.

Para aclarar esto, me parece ilustrativo un comentario suyo sobre una pintura de Signac: “Lo que más me impresiona es que parece como la vida real. No trata de ser bella. No aparenta haber sido filtrada por una refinada sensibilidad. Si los impresionistas rompieron con las convenciones visuales de la pintura académica de su tiempo, Signac en esta pintura transciende las convenciones que incluso los impresionistas impusieron”.

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La obra de Stephen Shore es difícil, de la misma manera que el cuadro de Signac: en una primera impresión, un espectador educado en la estética de la fotografía de reportaje de los años 50 pensaría que retrata la nada, o casi la nada. Pero es una obra que crece con cada nueva visión; en ella el autor, bajo el signo de la serie y del rigor minimalista, se acerca a algunos “lugares comunes” que distaban de serlo para la fotografía antes de él: frente a la idealización del paisaje americano de un Ansel Adams o del flujo de la vida asociada al concepto de “instante decisivo” de un Cartier-Bresson, las imágenes de Shore huyen de los cánones clásicos de belleza y significado y buscan un nuevo equilibrio; siempre a un paso de la arbitrariedad, pero sin caer nunca en ella. Llegar a comprender y apreciar estas imágenes es una tarea creativa: frente al desorden con que se nos presenta la realidad, cada fotografía es un problema que el autor ha resuelto, y que el espectador debe resolver a su vez, por sí mismo.

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En el mundo del cine su figura podría compararse con la de Michelangelo Antonioni: un creador que trata de hallar nuevas soluciones formales, pero no como un fin en sí mismo sino como un medio para transmitir una imagen fidedigna de la realidad de su tiempo. En el mismo texto en el que figura la cita de Signac (Form and pressure, disponible en su página web personal, que cito abajo), Stephen Shore incluye un razonamiento práctico sobre cómo las soluciones formales deben estar adaptadas al contenido que se pretende mostrar: primero muestra esta composición, compleja y milagrosamente equilibrada, tomada en Las Vegas:

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Luego expone que, reflexionando sobre aquella imagen, comprendió que reproducía inconscientemente un modelo de composición del siglo XVII, ejemplificada en este cuadro de Claudio de Lorena:

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Shore concluyó que la representación de una realidad tan característica del siglo XX como la arquitectura y el urbanismo de Las Vegas no podía basarse en un modelo tan remoto; hacía falta encontrar una nueva forma, más libre y más adecuada al sujeto. Como muestra presenta esta otra imagen:

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Stephen Shore es un artista auto-consciente capaz de expresarse críticamente con un nivel de eficacia equiparable al que demuestra con la cámara: así lo demuestran sus juveniles contactos con el primer gran crítico de fotografía, John Szarkowsky, y su breve y brillante introducción a la filosofía de la imagen, The nature of photographs.

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En la conversación pública que mantuvo en Arles con la crítica francesa Natasha Wolinski, Shore expresó algunas ideas interesantes, que merece la pena resumir, aunque sea brutalmente.

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Empezaré por el concepto de paradigma de Thomas Kuhn (que este definió en su análisis de la estructura de las revoluciones científicas), y que Shore propuso extender al mundo del arte, citando sus dos características esenciales: frente al cuerpo de creencias precedente, el nuevo paradigma debe ser suficientemente original como para atraer a un número significativo de seguidores, y debe ser suficientemente abierto, no concluyente (open-ended).

En relación con la idea de serie, subrayó que, tras la experiencia de la exposición inicial de American surfaces en la Light Gallery de Nueva York (que mostraba todas las fotografías unidas en una pared), se dio cuenta de que los asistentes no miraban las imágenes una por una, sino sólo el conjunto superficialmente, por lo que posteriormente decidió enmarcarlas.

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Se ha dicho que las limitaciones que un artista se impone son las que crean su estilo (o, en palabras de Shore, las que definen el campo de juego, y también sirven para hacer consciente la presencia del fotógrafo, del cuerpo): en su caso, según Wolinski, esas limitaciones están a menudo relacionadas con el tiempo. Shore respondió que, por ejemplo, en Uncommon places sólo realizaba una toma única de cada foto, en ese caso por motivos presupuestarios, debido al coste del revelado en gran formato; pero su obra posterior, incluso la digital, mantiene disciplinas similares (no repetir tomas con edición a posteriori, hacer un libro en 24 horas…).

Estas estrategias también guardan relación con la práctica de la fotografía como edición: según Shore, el fotógrafo debe ser capaz de visualizar la imagen en su mente antes de verla en el papel o en la pantalla (puede que sólo unas décimas de segundo antes de accionar el disparador, pero siempre antes). La imagen puede parecer azarosa, salvo para él mismo.

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Sobre la evolución de su carrera, dejó claro que no le gusta repetirse (volver a solucionar problemas que ya ha resuelto previamente); esto lo prueban sus cambios de registros, pasando al color y luego al blanco y negro como reacción a los paradigmas vigentes, respectivamente, en los años 60 y 80, pero también el hecho de que, en contraste con la neutralidad de sus series más famosas que muestran otras caras del “paraíso” americano (las aludidas American Surfaces y Uncommon places), en sus obras más recientes realizadas en Cisjordania y Ucrania confiesa que ha tratado de no evitar sujetos con carga emocional, y al mismo tiempo ha tratado de hacerles justicia, de no manipular esa emoción; siempre buscando una forma que vaya mano a mano con el contenido; a la inversa de otros autores como Martin Parr, cada vez más lejos de casa, pero cada vez más cerca de lo que realmente le conmueve.

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Su actividad docente va en la misma línea de evitar la repetición. Shore manifestó que si tienes diez alumnos eres capaz de ver como diez fotógrafos diferentes: una forma de abrir tu mente y salir de ti mismo.

Forma y contenido, ya lo hemos avanzado, son uno. Editar un libro es, para él, enunciar frases (making sentences). En otro lugar dejó escrito que una imagen sin estructura es como una frase sin gramática.

Por último, a la pregunta de Wolinski sobre cuáles son las imágenes ajenas que rodean su vida, Shore respondió sin pedantería que las de las series de televisión (como The wire, que confesó haber visto tres veces).

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Fuentes de las imágenes: rencontres-arles.com / stephenshore.net / aphelis.net / moma.org / phaidon.com

Les Rencontres d’Arles 2015

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La etapa de Sam Stourdzé como director de los Encuentros de Arles se inicia como una declaración de intenciones: su visión de la fotografía parece muy alejada del arte por el arte, de lo políticamente neutro. La primera exposición que vimos, comisariada por él mismo, responde al título de Heavens, se debe a Paolo Woods y Gabriele Galimberti, y es un ensayo sobre uno de los mayores, si no el mayor, de los obstáculos en el camino utópico hacia la igualdad entre los humanos: los paraísos fiscales.

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Sus formas de operar, sus actores más o menos secundarios, y sus consecuencias son el argumento de este trabajo, en el que la precisión irónica de los textos completa el sentido de unas imágenes nítidas y sin sombras (que quizá no se sostendrían en ausencia de ellos). La idea de paraíso implica la de selección (si fuera para todos, no sería ya propiamente un paraíso): como en una especie de juicio final dirigido por un dios perverso y trastornado, vemos cómo unos seres humanos se ven condenados a vivir entre cuatro tablas en un espacio similar al de las celdas de la Edad Media o a prostituirse en su día libre semanal, mientras que otros acceden a su porción de paraíso demasiado terrenal, con una al parecer inevitable tendencia hacia lo hortera.

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En conexión con esta exposición habría que situar la dedicada a Martin Parr (con fondo musical de la estrella del pop francés Mathieu Chédid): si otros fotógrafos han basado su obra en la contemplación y preservación de la belleza, Parr se dedica a registrar su antítesis. Su atención a las masas, a las figuras del turismo, en especial el de playa, recuerda los planteamientos visionarios de Nathanael West en su novela El día de la langosta; su acumulación serial de pruebas, llena de ironía británica, demuestra de forma muy convincente la fealdad del mundo que hemos construido y cuestiona, implícitamente, nuestro modelo de desarrollo.

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Un planteamiento próximo lo encontramos en las exposiciones dedicadas, de forma más literal y abstracta, a ese mundo que hemos construido, que tiene su símbolo más perfecto en la no-ciudad de Las Vegas: sus carteles luminosos retratados por Toon Michiels, y la misma textura de la urbe, analizada fotográficamente por los arquitectos Robert Venturi y Denise Scott Brown.

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Pero la fealdad kitsch no es patrimonio exclusivo del mundo capitalista, en sus distintas clases: así lo muestra la exposición de Alice Wielinga, una proyección constituida por una serie de collages de imágenes documentales insertadas sobre los carteles de propaganda oficial de Corea del Norte.

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La exposición dedicada a Walker Evans, centrada en sus reportajes para revistas, nos descubre su buen estilo como escritor (escribía los textos de la mayor parte de ellos), y parece concebida para recordarnos que el compromiso social del fotógrafo y el tratamiento serial de las imágenes pueden encontrarse ya en su obra, clásica y moderna al mismo tiempo.

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Su legado se desarrolla en la obra de Stephen Shore, al que se dedica la exposición central de estos Rencontres (y que, por cierto, pudo verse el año pasado en Madrid, en la Fundación Mapfre). Dedicaré a Stephen Shore una entrada específica, para no alargar en exceso esta. (1)

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El concepto de paraíso perdido alienta en la exposición dedicada a Martin Gusinde, el retratista de los indios de Tierra del Fuego que se extinguieron casi completamente a principios del siglo XX, cuando se vieron expuestos al contacto con los occidentales; resulta inevitable al leer esta trágica historia pensar en nuestra civilización como enfermedad. En palabras de Italo Svevo: “Cualquier esfuerzo para devolvernos la salud es vano. Esta no puede pertenecer más que al animal que conoce un solo progreso, el de su propio organismo (…) Pero el hombre, el animal con gafas, inventa por el contrario artefactos más allá de su cuerpo, y si hubo salud y nobleza en quien los inventó, casi siempre falta en quien los usa. Los artefactos se compran, se venden y se roban, y el hombre se vuelve cada vez más astuto y más débil. Es más, su astucia crece en proporción a su debilidad. Sus primeros artefactos parecían extensiones de su brazo y no podían ser eficaces más que por la propia fuerza de este, pero ahora el artefacto ya no guarda ninguna relación con el miembro. Y es el artefacto el que crea la enfermedad, con el abandono de la ley creadora de toda la tierra. La ley del más fuerte desapareció y perdimos la selección saludable. Haría falta algo más que el psicoanálisis: bajo la ley del que posee el mayor número de artefactos prosperan las enfermedades y los enfermos” (La conciencia de Zeno).

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La muestra de Arles es un buen ejemplo de edición creativa: las viejas imágenes del misionero alemán aparecen descontextualizadas de su inicial objeto antropológico, resaltando otras ideas, como la serialidad o las cuestiones de género: en los rituales masculinos para asustar a las mujeres, y así escapar de la diosa madre y la amenaza del retorno al matriarcado, los indios fueguinos parecen ejecutar una performance ante un fotógrafo de vanguardia.

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La mezcla de documental y performance es el eje de la otra exposición dedicada a países lejanos, y quizá la más bella de estos Rencontres: la muestra de ocho fotógrafos japoneses comisariada por Simon Baker. En ella se enfrentan la fotografía diarística de Daido Moriyama (A private room) y la teatralización erótica de Sakiko Nomura, asistente de Araki; el contraste entre la tristeza fría de la serie From the window, de Masahisa Fukase (que evoca el deterioro de su matrimonio a través de imágenes de su mujer en la calle tomadas por el fotógrafo desde una ventana cuando ella salía de casa) y el dramatismo apasionado de Simmon, a private landscape, de Eikoh Hosoe, protagonizada por el actor travestido Simmon Yotsuya; entre el surrealismo silencioso de Issei Suda, con sus misteriosas fotos de niños y escenas de verano, y el más desatado de Kou Inose en su serie inspirada en la novela negra y fantástica Dogra Magra; el documentalismo expresionista de Masatoshi Naito y el vanguardismo matérico de Daisuke Yokota. Potencia y refinamiento van de la mano en esta panorámica esencial, que nos descubre obras y autores poco conocidos (con la excepción de Moriyama) del país de Ozu, Mizoguchi y Naruse.

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Una muestra más de coleccionismo serial la ofrece la entretenida exposición Total Records, dedicada a las fotografías de las fundas de discos, que repasa la labor de los fotógrafos en la construcción de la imagen de los mitos de la música: otra investigación a medio camino entre la antropología (en este caso cultural) y la performance.

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Y desde la música volvemos a la arquitectura: la exposición de Markus Brunetti es, una vez más, una serie -en este caso de fotografías de gran formato de fachadas de catedrales. Si Bernd y Hilla Becher fotografiaron instalaciones industriales (silos, depósitos de agua, altos hornos) como si fueran esculturas, las imágenes de catedrales de Brunetti, realizadas con una luz difusa similar a la utilizada por aquellos, son planas: no tratan de evocar la tercera dimensión ausente, sino de hacerla desaparecer mediante la sutil distorsión de la perspectiva central. Mediante el ensamblaje digital de múltiples fotografías tomadas desde distintos ángulos, Brunetti no sólo corrige la convergencia de las líneas verticales ascendentes (como exige la convención de la perspectiva renacentista), sino también la de las horizontales, creando composiciones misteriosamente incoherentes, con múltiples puntos de fuga, que anulan toda sensación de profundidad. La obra arquitectónica se volatiliza y se convierte en imagen: un paraíso artificial.

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Muchas más cosas hemos visto en Arles, pero no se trata de agotar nada ni a nadie… Más información en: www.rencontres-arles.com

(1) https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/2015/08/02/con-stephen-shore/

Hágase la luz

La sal de la Tierra (Wim Wenders & Juliano Ribeiro Salgado, 2014)

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En 1951 el filósofo Theodor W. Adorno conceptuó como acto de barbarie escribir poesía después de Auschwitz. (1)

Diez años después, Jacques Rivette trasladó esta condena al ámbito del cine en una crítica sobre Kapò, película sobre los campos de exterminio nazis dirigida en 1959 por Gillo Pontecorvo: el título de la crítica, “De la abyección”, no alude a los nazis, sino a la película -o, para ser más preciso, a una sola imagen de ella: un travelling que acompaña la muerte de uno de los personajes.

Leyendo ese artículo, que se publicó en el número 120 de Cahiers du cinéma, un joven llamado Serge Daney decidió su vocación: sería crítico de cine. Su propia versión de la historia puede leerse en un texto publicado póstumamente en el número 4 de la revista Trafic, que está disponible en traducción castellana gracias al blog que enlazo aquí.

Estos antecedentes, más o menos inconscientes, pesan en algunos ánimos cuando nos enfrentamos a las fotografías del brasileño Sebastião Salgado: su apuesta por una “belleza” fotográfica convencional, que agota la latitud de exposición del negativo en blanco y negro y las posibilidades de contraste del papel baritado para sus retratos a contraluz del hambre, los desplazamientos forzados de población y el genocidio, nos enfrenta incómodamente al dilema de Adorno.

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La mezcla de arte y moral es resbaladiza, y exige un criterio muy fino si uno no quiere convertirse en un déspota totalitario al estilo del mismo Adorno (que patinó notoriamente en sus valoraciones de algunos músicos -Stravinsky, Sibelius-, a los que sentenció a partir de principios morales que guardan escasa relación con sus obras).

Para una valoración justa, hay que tener en cuenta que Salgado, a pesar de su formación como economista, no es un intelectual sino un aventurero que se enfrenta al problema del Mal de manera emocional, con una sensibilidad a flor de piel: en su obra, la relación entre forma y contenido no es de equilibrio, sino de cortocircuito. Sus fotografías podrán gustarnos más o menos, pero sería injusto despreciarlas como bárbaras, abyectas o inmorales: en ellas alienta una indudable empatía hacia las víctimas. Su mirada no es la del buitre, sino la de un compañero de viaje (por más privilegiado que pueda ser).

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Es obvio que la suya no es la única forma de enfrentarse a estos temas: el fotógrafo chileno Alfredo Jaar sería el contraejemplo, por el lado del rigor conceptual depurado de excesos sentimentales, de la renuncia deliberada a una belleza que resultaría contradictoria con el motivo.

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La aportación de Win Wenders a La sal de la Tierra, película que firma al alimón con el propio hijo de Salgado, es minimalista; constituye en primer lugar, un testimonio de admiración por el fotógrafo. La película expone a lo largo de su desarrollo dos visiones de su figura como una suerte de último aventurero romántico.

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La primera culmina en la desesperanza del Marlow de Conrad, que es evocado expresamente; en esta ocasión se adentra en el Congo no siguiendo el río, sino una línea de ferrocarril que sirvió de vía de acceso a la selva para la segunda oleada de refugiados de Ruanda. Decía antes que la obra de Salgado no es intelectual: en su viaje al corazón de las tinieblas, el moderno Marlow no encuentra a ningún Kurtz. Es testigo del horror, que describe con imágenes indelebles, pero que dejan en el aire la pregunta: ¿quién es el responsable?

Al igual que Marlow, Salgado retorna a la civilización, consciente de que es sólo una apariencia. A diferencia de aquel, no se ve en la obligación imposible de relatar su experiencia a la viuda de ningún Kurtz, sino que recibe el apoyo de su mujer, quien le descubre un nuevo camino: la posibilidad de recrear el paraíso perdido de su infancia.

Así, como buen romántico, Salgado retorna al origen: al Génesis.

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(1) Quienes consideren que la filosofía occidental es una nota a pie de página de Platón, pueden reconocer en el aspecto condenatorio de esta postura un moderno avatar de la expulsión de los poetas de la República.

Fuentes de las imágenes:

– amazonasimages.com
– sebastiaosalgadoisabel.blogspot.com
– artishock.cl
– iconicphotos.wordpress.com

Les rencontres d’Arlès 2014

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He ido escribiendo estas notas entre una y dos semanas después de nuestra visita a Arlès: veo, al releer, que se quedan a medio camino entre la simple enumeración y el comentario, sin decidirse entre ninguna de las dos vías; quizá son sólo una ayuda para la memoria (como lo es, en esencia, la fotografía), pero me temo que una ayuda demasiado espesa e imprecisa.

Este ha sido el último año de François Hébel como director de Les rencontres d’Arlès (cargo que ocupaba desde 2002): ha dimitido por su desencuentro con la fundación local LUMA (presidida por la mecenas Maja Hoffmann), que ha adquirido, y empezado a demoler, les Ateliers (antiguas naves industriales de la SNCF que alojaban hasta este año la parte sustancial de las exposiciones de fotografía del festival) para llevar a cabo un nuevo proyecto en el lugar, que ha encargado al arquitecto-estrella Frank Gehry: http://www.lefigaro.fr/arts-expositions/2014/07/07/03015-20140707ARTFIG00019-les-rencontres-d-arles-la-derniere-parade-de-francois-hebel.php

Quizá por estos problemas, el festival de este año nos ha parecido menos intenso que el de 2013; pero también es cierto que algunas de las exposiciones principales, al menos sobre el papel (Vik Muniz, David Seymour -el retratista del swinging London, en cuya figura se basa Blow up de Antonioni-, Raymond Depardon), ya estaban cerradas en la última semana de septiembre, cuando hemos acudido, y que la efervescencia de la ciudad en la semana de apertura (en la que hicimos nuestra visita en 2013) no tiene nada que ver con la melancolía anticipada del próximo cierre del telón.

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Lucien Clergue

La sensación es de un festival vuelto hacia dentro, hacia sus esencias locales e históricas, dedicado programáticamente a la fidelidad y la amistad: dos exposiciones de Lucien Clergue, el fotógrafo que tuvo la ocurrencia de crear los Rencontres en su pequeña ciudad hace ya 45 años (junto a Jean-Marie Rouquette y Michel Tournier, a los que posteriormente se unió Maryse Cordesse); otra comisariada por el modisto local Christian Lacroix, con misteriosas fotografías casi vivientes de jóvenes vestidas por él, realizadas por Katerine Jebb mediante la composición de imágenes tomadas con un escáner gigante; una muestra dedicada al centenario de la Primera Guerra Mundial comisariada por Raymond Depardon; una selección de libros chinos de fotografía presentada por Martin Parr…

Repasada hoy, la obra de Clergue aparece desigual: su importancia como gestor cultural superará quizá con el tiempo a la que se le reconoce como artista. Sus primeras fotos, tomadas a un grupo de niños en las ruinas de Arlès en la postguerra, evocan el sentimentalismo del periodo azul del que llegaría a ser su amigo y protector Picasso. Sus desnudos marinos, sus imágenes abstractas de piedras y hierbajos entre las arenas del Pacífico o de las playas de Camargue incluyen grandes hallazgos formales (quizá excesivamente en la estela de Edward Weston) pero también otras que hoy se nos aparecen sin fuerza, reiterativas. Lo que más nos ha sorprendido, por desconocimiento previo, es la parte más reciente de su legado: una serie de dobles exposiciones en color que combinan las imágenes de una mujer indonesia que acudió a estudiar a Francia, y en concreto a Arlès, con la ambición de llegar a ser presidenta de su país y que posó desnuda para Clergue, con fragmentos de pinturas de Jacques Réattu, el pintor arlesiano del siglo XVIII, fotografiados meses después sobre la misma película en el museo local: en estas imágenes (que recuerdan a las superposiciones realizadas por Godard, otro hombre que había superado los 70, en Histoires du cinèma) alienta la fuerza de la juventud, y resuena de forma aún más contundente que en sus viejas fotos de desnudos y espumas la metáfora mitológica en que se cifra su concepción de la belleza.

Lucien Clergue: La chute des anges

Lucien Clergue: La chute des anges

Más innovadora es la estética de Joan Fontcuberta, que ha comisariado la exposición individual que nos ha parecido más brillante entre las propuestas de este año: casi toda la obra de Fontcuberta parte de la narración y, como ocurre en algunos relatos de los narradores amantes del juego (Nabokov, Queneau), esta exposición esconde un enigma que no revelaremos, para no arruinar el placer de su descubrimiento personal (puesto que la exposición podrá verse sin duda en España en el futuro). Fontcuberta está construyendo una obra variada pero ante todo coherente, de la que forman parte todas sus intervenciones, incluyendo la realización de talleres, libros teóricos o, como en este caso, la actividad de comisariado: como dice él mismo, ya hay demasiadas fotografías en el mundo, y quizá es más importante la tarea de seleccionar entre las existentes que la de seguir añadiendo material. La exposición sobre el legado Trepat puede verse como un homenaje a las vanguardias históricas de la fotografía, pero también es un relato irónico y una reflexión crítica sobre la verdad y sus condiciones, y sobre el consumismo cultural y el fetichismo por los grandes artistas… Fontcuberta trata de hacernos recorrer, en la práctica, la senda de la sospecha desbrozada en la teoría por antepasados como Nietzsche o Foucault, pero sin ninguna acritud, con humorismo y ligereza. La reflexión conceptual que se esconde y se muestra, siempre con un guiño de ironía, detrás de su obra es de interés general en el momento en que vivimos (y lo será seguramente mientras los humanos sigamos obsesionados por el poder, y por la verdad como herramienta para sus fines): debería estudiarse en los colegios e institutos, si la función de la enseñanza fuera defendernos del poder en lugar de colonizar para él nuestra conciencia.

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Entre otras exposiciones que no querría dejar de citar está la amplia retrospectiva de Chema Madoz, el último heredero del surrealismo, pero en su faceta de “magia blanca”:

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… una selección, recogida en el refectorio de la abadía de Montmajour, de excelentes retratos (de personajes célebres, especialmente del mundo del cine) del francés Patrick Swirc, que demuestran que las imágenes son infinitamente más precisas que las palabras para expresar los sutiles cambios, los infinitos movimientos del rostro -que, según la sabiduría popular, es espejo del alma:

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… una muestra de los fondos de la colección Walther ordenados en torno a la idea de taxonomía y serialidad, desde la “nueva objetividad” de la Alemania de los años 20 hasta la fotografía africana y asiática: con magníficas copias de las fantasías vegetales de Karl Blossfeldt; de los “rostros del tiempo” del siempre certero August Sander; o de la serie que realizó el más dotado de sus herederos, Richard Avedon, en la América de los años 60 llamada “The family” (que Pablo Iglesias traduciría por “la casta”), en la que destaca, como excepción, el maravilloso retrato de Philip Randolph sobre el que Roland Barthes escribiera en La cámara lúcida: “en la foto leo un aire de bondad (ninguna pulsión de poder)”:

avedon

Como advirtiera también Barthes, nos vemos asaltados de inmediato por una apremiante sensación de parecido, aunque nunca hayamos visto a la mayor parte de los modelos. Junto a los indiscutibles, figuran en la exposición otros nombres menos célebres pero igualmente fascinantes, entre los que permito citar al camerunés Samuel Fosso, cuyos autorretratos recuerdan a los trabajos de caracterización de Cindy Sherman y exploran irónicamente (como en una parodia del trabajo de Sander) la superposición entre las máscaras asociadas al rol social y al individuo:

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Otras formas de serialismo se representan en la exposición comisariada por Erik Kessels que reúne a muy diferentes fotógrafos holandeses: desde la fantasía poética sobre la identidad de Hans Eijkelboom (que, para su serie más divertida, se dirigió por carta a antiguos compañeros de colegio a los que no había visto desde aquella época, preguntando lo que imaginaban que había llegado a ser; para luego autorretratarse con el disfraz de la profesión o personalidad que cada uno de ellos le adjudicaba: http://www.photonotebooks.com/1-artwork-03-02.html)

…hasta las composiciones casi mondrianescas de pequeñas imágenes en blanco y negro de objetos repetidos encontrados en las calles de Amsterdam por Jos Houweling:

jos houweling

…desde las divertidas imágenes de Sema Berkirovic (que arroja a las fochas todo tipo de objetos de colores, que luego estas incorporan a sus nidos):

sema berkirovic

…hasta los “selfies” llenos de dramatismo terapéutico de Melanie Bonajo (cuya serie se titula: “Gracias por herirme. Lo necesitaba de verdad”):

melanie bonajo

En la muestra de laureados con el premio Pictet hemos descubierto a Luc Delahaye, con sus imágenes de gran formato, narrativas y líricas a un tiempo, que enlazan el fotoperiodismo con la tradición de los grandes cuadros de historia; el autor piensa que la posibilidad de lo trágico ha desaparecido de nuestras sociedades desarrolladas, “en las que nos vemos limitados a gestos individuales, utilitarios y en definitiva absurdos”; por contraste, sus fotografías tomadas en sociedades periféricas y “atrasadas” evocan la inminencia de la catástrofe, la impotencia de los frágiles humanos ante las fuerzas inexplicables que los sobrepasan.

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Muy diferentes son las imágenes de árboles neoyorkinos retratados serenamente, con el detallismo que permite la cámara de gran formato, por Mitch Epstein, o las extrañas y rosadas fotografías tomadas por el israelí Nadav Kander en ruinas de bases militares soviéticas en Kazajastán. En todos estos casos, las reproducciones en pequeño formato no hacen justicia a las obras: en la fotografía, como en otros ámbitos, el tamaño sí importa, y a veces decisivamente.

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En la muestra de seleccionados para el premio Découverte 2014 nos llamaron la atención el ganador, Kechun Zhang, con sus fotografías de tonos pastel y milimétrica composición que revelan una imagen inesperada de China; las imágenes históricas de Youngsoo Han, recuperado como una suerte de Cartier-Bresson coreano; o la serie de Will Steacy sobre la redacción del Philadelphia Inquire, cuando el periódico aún funcionaba y después de su cierre tras la crisis.

Kechun Zhang

Kechun Zhang

El premio al fotolibro actual lo obtuvo Nicolo Degiorgis por el excelente Hidden Islam (Rorhof), respaldado nada menos que por Martin Parr. El libro muestra, con una ingeniosa utilización de dobles páginas plegadas, cómo los musulmanes convierten en lugares de oración edificios anónimos y cotidianos, a lo largo de toda Italia. Su estructura opone el exterior y el interior, lo público y lo íntimo, y sus imágenes lanzan una mirada frontal, objetiva y desapasionada hacia ese fantasma que constituye la bestia negra de la cultura occidental de nuestros días: el Islam, al que asociamos unilateralmente con fenómenos como el terrorismo, el sometimiento de la mujer o la reacción frente a la modernidad, que no son exclusivos de esa religión.

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Por su parte, el premio correspondiente a la reedición histórica recayó en Paris mortel retouché (editado por Van Zoetendaal): un París mortal (en contraste con el inmortal que es objeto de la mayor parte de las imágenes) del fotógrafo y cineasta holandés Johann Van der Keuken (de quien recuerdo haber visto un deslumbrante corto de los años 70, Vakantie van de filmer, o sea Las vacaciones del cineasta).

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Puede que el momento más destacable de un festival que trata de ir más allá del formato de la exposición para buscar otras formas de “encuentro” fuera la intervención del artista brasileño Vik Muniz (cuya presencia justifica por sí sola que la fotografía no se entiende en Arlès en ningún sentido reduccionista o especializado) que tuvo lugar en las noches del festival de la semana de apertura, en el teatro romano. Aún puede verse en internet, y es apasionante: http://tinyurl.com/mtlq8t3

Fuentes de las imágenes y enlaces de interés:

http://www.rencontres-arles.com
http://culturebox.francetvinfo.fr
http://www.loeildelaphotographie.com
http://www.xatakafoto.com
http://www.theavedonfoundation.net
– http://www.melaniebonajo.com/
– http://www.mitchepstein.net/
– http://www.nadavkander.com/
– http://www.prixpictet.com/
– http://www.rorhof.com/books/hidden-islam
– http://www.vanzoetendaal.com/books/paris-mortel-retouche-photographies-johan-van-der-keuken/

¿Qué fue de Sylvia Bataille?

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Ya que la actriz Sylvia Bataille ha aparecido en las dos últimas entradas, he aquí una pequeña contribución a su recuerdo (con algo de cotilleo cultural). Quizá por el hecho de que no desarrolló una “carrera” en el sentido estricto de la palabra, seguir su pista aquí y allá resulta especialmente fascinante.

De soltera Maklès, hija de emigrantes rumanos de origen judío, Sylvia se casó en 1928 con el apóstol de la transgresión Georges Bataille (al que, la verdad, resulta difícil imaginar como marido; tal vez por eso la pareja se separó en 1934, aunque no se divorciarían hasta 1946). Sylvia Maklès ha relatado que se conocieron en una exposición de pintura: Bataille era amigo del pintor surrealista André Masson y su novia (que no era otra que Rose Maklès, la hermana de Sylvia, seis años mayor que ella); entonces Sylvia estaba aún en el instituto; tenía 16 años. Más tarde, uno de los numerosos días en que ella hacía novillos, lo encontró en los alrededores de la estación Saint-Lazare. Él dijo: “¿no me reconoce? Soy amigo de su hermana”. Ella respondió: “Ah sí, ya le recuerdo”. Y así empezó todo.1

Por la época de su matrimonio, cuatro años después de aquel encuentro (y uno antes del estreno de Un perro andaluz de Buñuel y Dalí, que se inicia con la célebre imagen del ojo rasgado), Georges Bataille publicaba con nombre falso un relato pornográfico que contiene estas palabras:

Me extendí sobre la hierba, con el cráneo apoyado en una gran piedra plana y los ojos abiertos a la Vía Láctea, extraño boquete de esperma astral y de orina celeste, que atravesaba la bóveda craneana formada por el círculo de las constelaciones; esta rajadura abierta en la cima del cielo y compuesta aparentemente de vapores de amoníaco, brillantes a causa de la inmensidad, en el espacio vacío, se desgarraba absurdamente como un canto de gallo en medio del silencio total; era un huevo, un ojo reventado o mi propio cráneo deslumbrado y pesadamente pegado a la piedra proyectando hacia el infinito imágenes simétricas (…) A muchos el universo les parece honrado; las gentes honestas tienen los ojos castrados. Por eso temen la obscenidad. No sienten ninguna angustia cuando oyen el grito del gallo ni cuando se pasean bajo un cielo estrellado. Cuando se entregan “a los placeres de la carne”, lo hacen a condición de que sean insípidos.

(Historia del ojo: traducción de Margo Glantz)

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En 1935 Sylvia Bataille posó en los Écrins para la fotógrafa surrealista Denise Bellon. En esta imagen, la modelo oculta con el brazo la ingenuidad de sus ojos: así resplandece, como una llama fría, la rotundidad simétrica de su torso, cuya desnudez acentúa el grueso cinturón de su pantalón de esquiadora. La imagen es tan bella como misteriosa: tiene la sencillez de lo inexplicable que se impone como evidente, y trae a la memoria la serie de La buena fama (1938-39) del mexicano Manuel Álvarez Bravo.

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Un año después, en 1936, se produjo su encuentro con Jean Renoir, que le ha dado la inmortalidad como efímera actriz (aunque hizo otras películas con directores como Carné, al que despreciaba como persona, y Feyder). Con Renoir rodó El crimen de Monsieur Lange y, ya en el papel protagonista de Henriette, Une partie de campagne: el cineasta escogió para ella este relato de Maupassant porque intuyó que “algunas cosas irían bien con su voz”2.

Durante la accidentada filmación Sylvia Bataille discutió con Renoir, que había abandonado el rodaje, dejando la película inacabada; aunque finalizada la guerra, y tras su estreno en 1946 (diez años después) se reconciliaron, ella siguió viendo a Renoir como un burgués vergonzante que ansiaba convertirse en proletario, y no soportaba esa faceta suya; pero también reconocía que era un director muy muy muy grande, con quien el trabajo se convertía en placer, y que era capaz de extraer y sacar a la luz lo que un actor encerraba en su interior3.

Algunos críticos han señalado que, en la imagen de esta película que he copiado más arriba, Sylvia Bataille mira a cámara. Quizá es cierto que el ángulo de su mirada no respeta las reglas establecidas para que el espectador olvide el artificio que son las películas, pero, al igual que ocurrirá posteriormente con la mirada a cámara de Harriet Andersson en Un verano con Mónica de Ingmar Bergman, aunque de una forma aún más sutil, la teórica mirada al espectador se convierte en una mirada dirigida hacia el interior del personaje: se diría que Henriette ve, en ese momento, toda su vida ante sí, como la tradición popular imagina para los que están a punto de morir. De este modo, y de forma insospechada, enlazamos de alguna manera con la obscenidad de Georges Bataille:

La violencia del placer espasmódico se halla en el fondo de mi corazón. Al mismo tiempo, esta violencia -me estremezco al decirlo- es el corazón de la muerte: ¡se abre en mí!

No obstante, cualquier contacto es superficial, porque son obras que pertenecen a mundos estéticos diversos: la de Renoir al de la belleza clásica y el placer; mientras que la de Bataille pertenece al territorio de lo sublime romántico, del goce (según la distinción de Lacan).

Por cierto, Georges Bataille aparece en Une partie de campagne como extra: es uno de los seminaristas que se detienen extasiados al ver a Henriette en el columpio, en concreto el situado más a la derecha, con la cabeza ladeada (el que está a su lado es un joven Henri Cartier-Bresson).

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Tras su separación de Bataille, en 1938 o 1939 Sylvia se convirtió en amante del mismo Jacques Lacan, el pensador tan brillante como hermético que refundó el psicoanálisis moderno, con quien se casaría en 1953. Lacan no simpatizaba (por decirlo suavemente) con los actores, y su actitud determinó seguramente el hecho de que Sylvia decidiera, no sin pesar, abandonar su profesión. Su carrera en todo caso se había interrumpido por las circunstancias: su condición de judía en la Francia ocupada por los nazis supuso un primer impasse; también el hecho de que su primera película como protagonista tardara diez años en estrenarse, y ello gracias a la insistencia de su productor, Pierre Braunberger, y a que el negativo fue salvado milagrosamente por Henri Langlois (después de que los alemanes destruyeron la primera copia).

Dos años después de casarse, los Lacan adquirieron en París el cuadro pornográfico El origen del mundo que Gustave Courbet pintó en 1866 (y que, por comparación, hace parecer a la escandalosa Olympia de Manet, tres años anterior, como una pintura para niños, un placer insípido de los que hablaba Bataille). Para preservar su carácter secreto y su fuerza subversiva, decidieron mantener la tradición de sus anteriores propietarios (entre los que figuran un diplomático turco enfermo de sífilis y un noble húngaro cuya colección de arte fue robada por los nazis y recuperada por los soviéticos) de ocultar el lienzo detrás de otra pintura -que sólo se retiraba ritualmente para los más allegados: Sylvia encargó este marco deslizante a su cuñado, André Masson, quien pintó un paisaje denominado Terre érotique que sigue las curvas del desnudo. En esta página pueden verse la tapa y el interior:

http://www.lacan.com/courbet.htm#

Sylvia Lacan fue la última particular que poseyó el cuadro. Tras su muerte en 1993, sus herederos donaron el cuadro al Estado francés para pagar el impuesto de sucesiones, y desde entonces se ha convertido en una de las imágenes emblemáticas, que aún sigue causando asombro a pesar de su inusitada difusión, del Museo de Orsay.

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Por los testimonios que nos han llegado de ella y la evidencia de las personas que compartieron su vida, Sylvia Maklès o Bataille o Lacan fue una mujer extremadamente inteligente, y quizá no es casual que en su breve carrera como actriz participara en la escena más bella del cine de Renoir (una opinión que él mismo le trasladó a ella tras su reconciliación). En todo caso, la mayor parte de su talento lo reservó para su vida, donde no podemos más que atisbarlo entre los intersticios del tiempo pasado; a través de las huellas que las cámaras captaron de su cuerpo y su voz, que nos devuelven un eco de las nieves de antaño por las que preguntaba el poeta.


Notas:

1  Jamer Hunt: Abscense to presence. The life history of Sylvia [Bataille] Lacan (tesis doctoral). Universidad de Rice. Houston, 1995. Disponible en internet: e.edu/bitstream/handle/1911/16832/9610654.PDF?sequence=1
Los argumentos centrales de la tesis (que confieso haber leído en diagonal) no me convencen, pero contiene información interesante, en especial una entrevista con la propia Sylvia Batalle.

2 Jean Renoir: Entretiens et propos (Jean Narboni, ed.). Éditions de l’étoile/Cahiers du Cinéma. París, 1979. Citado en el anterior.

3 Jamer Hunt: op. cit.

Fuentes de las imágenes: weekendpants.tumblr.com / lesmaitresfous.blogspot.com / cinematheque.fr

Enlace

Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa, Hippolyte Girardot, 2009)

Escribo con cierto retraso un comentario sobre esta película que pude ver en el cine-club de la Filmoteca de Cantabria hace un par de semanas: sirva este texto como muestra de agradecimiento a su programador.

Captura de pantalla 2014-04-05 a las 16.53.52Recuerdo haber leído, aunque ahora no sé dónde, que Víctor Erice confesaba que, en una película tan deliberadamente construida como El espíritu de la colmena, en la que ningún detalle fue dejado al azar, el momento a la postre más bello no fue responsabilidad suya, ni era posible de prever antes de que sucediera ante la cámara: ocurre en la escena, que nadie que haya visto la película habrá olvidado, en que Ana Torrent se levanta en el aula de la escuela del pueblo y coloca los ojos a un muñeco.

Captura de pantalla 2014-04-05 a las 12.44.03Los autores de Yuki & Nina parten de un planteamiento opuesto para llegar al mismo punto: frente al rigor constructivista de Erice y Fernández-Santos, Suwa y Girardot eligen la libertad improvisatoria, la narración simple de un conflicto dramático reducido a su esquema más simple (la ruptura de una pareja vista desde los ojos de una niña, la hija, que ve cómo esa ruptura la trasladará al otro extremo del mundo, desde Francia a Japón, muy lejos de su mejor amiga). El relato se desarrolla con una dramatización muy leve, centrada en escenas sin aparente importancia y tiempos muertos, que transmiten una impresión de veracidad muy convincente.

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Por otra parte, la experiencia que relataba Erice no es más que un caso extremo de la contraposición que existe en toda película entre lo recreado (la visión propia del cineasta) y lo registrado involuntariamente (la irrupción de la realidad, del reclamo del otro), por decirlo con las palabras de Serge Daney 1; esto último es lo que, de acuerdo con la concepción de André Bazin, ejemplificada programáticamente en El río de Renoir, constituye la esencia del cine (que resultaría así el último eslabón de la estética clásica, la mímesis de Platón).

Suwa sigue este camino hasta el punto de redefinir de forma casi minimalista la misión del cineasta como aquel que establece el marco y la atmósfera del rodaje, la distancia y la duración de la mirada: nada más, ni nada menos. Centrado en esta posición, puede aceptar todos los retos: desde trabajar en un país extranjero cuyo idioma ignora, y con niñas muy pequeñas, hasta abandonar finalmente el realismo baziniano permitiendo que la trama tome un giro fantástico.

Cuando se produce este giro, uno lo interpreta en principio como una elipsis que rompe con la estructura previa de planos-secuencia (que cuando se interrumpían, hay que entender que por motivos prácticos derivados de las dificultades del rodaje, lo hacían con un montaje brusco, intencionadamente llamativo); luego, la continuación del relato desmiente la hipótesis de la elipsis. Así que hay que aceptarlo tal cual: un hayedo francés limita con los árboles sagrados que rodean un cementerio sintoísta en Japón. Al perderse en este bosque, que nada tiene que ver con el de los cuentos de Grimm o Perrault, la niña y el cineasta descubren un pliegue metafísico que disuelve poéticamente la distancia entre dos mundos opuestos, entre dos tiempos remotos (el de la infancia de la madre y el de la hija, como se revela en el bello epílogo bajo la lluvia).

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No se trata tampoco de una imagen mental, sino de un suceso ontológicamente imposible que se hace real en la narración, como un argumento de Borges o Cortázar (el título de este comentario está tomado de su microrrelato Continuidad de los parques) recreado por un occidental fascinado por el cine fantástico japonés: Suwa ha explicado que la idea provino de Girardot, y ello explica quizá su reconocimiento como co-autor de la película.

La posibilidad intuida de un pasaje entre Oriente y Occidente se reitera a través de una cita muy deliberada (tanto que es la cita de una cita) que aparece en el episodio final, rodado en Japón con una cámara casera: en la pared de una casa vemos fragmentos de una fotografía de Jeff Wall:

Jeff Wall, 1993: A sudden gust of wind (after Hokusai)

Jeff Wall, 1993: A sudden gust of wind (after Hokusai)

…que a su vez cita un antiguo grabado de Hokusai (una de sus 36 vistas del monte Fuji):

Katsushika Hokusai, 1830-33: Ejiri, Provincia de Suruga

Katsushika Hokusai, 1830-33: Ejiri, Provincia de Suruga

El paisaje industrial de las afueras de Vancouver se contrapone, en la imagen de Wall, a la silueta serena y aérea del monte sagrado, un canal rectilíneo sustituye al estrecho camino lleno de curvas que discurre entre los marjales, pero tanto la pareja de árboles del primer término como las actitudes y posturas de los personajes de la fotografía reproducen con perfecta fidelidad los del grabado. De este modo, Jeff Wall omite el elemento principal que unifica la serie de Hokusai y que da significado a su imagen (el contraste entre la serenidad de la montaña sagrada y la agitación del primer plano): al mantener sólo los elementos pintorescos de ese primer término (que, en su congelación del movimiento, anticipan la fotografía antes de su materialización técnica) Wall genera, ante todo, en el espectador que desconozca o no recuerde la imagen original, una sensación de incomprensión y de extrañeza.

Este pequeño análisis va probablemente más allá del motivo por el que la imagen de Wall aparece en la película: igual que un fotógrafo occidental dialoga con la pintura tradicional japonesa, un cineasta japonés rueda en Occidente tras los pasos de André Bazin, o de Víctor Erice. Pero hay una diferencia esencial en sus métodos de trabajo: Jeff Wall busca reconstruir minuciosamente una mirada (aunque, como en este caso, sea ajena y distante, y su reconstrucción apunte hacia un sentido muy diferente al del original), hasta el punto de que no permite que irrumpan en su imagen otros elementos de la realidad que aquellos que ya ha decidido previamente. Su proceso de trabajo, como el de un escultor, consiste en una sustracción: eliminar de la realidad lo que no concuerda con su visión predeterminada.


(1) https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/2013/11/15/serge-daney-al-abrigo-del-cine/

Fuentes de las imágenes:

divxclasico.com / cinemafrancesvistoportugues.wordpress.com / commons.wikimedia.org / tate.org.uk