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Lunar

Koibumi / Carta de amor (Kinuuyo Tanaka, 1953)

Con sus mejillas perfectamente rasuradas y ojos absortos, Mayumi (Masayuki Mori) es como un niño melancólico. Su rostro es una máscara, pero bajo el velo de la inexpresividad se adivina la bilis negra que contamina su sangre. La película no presenta este mal desde una perspectiva psicológica, sino moral. Reikichi Mayumi ha optado por alejarse de la vida práctica y sus pequeñas corrupciones para mantenerse puro, intacto. Fiel a un pasado que solo existe en su mente, en forma de música, tiene la arrogancia del que mira el mundo a distancia, inmóvil mientras todo se agita a su alrededor.

Está la justificación de la guerra y la derrota, pero ¿acaso no las vivieron los demás? Su hermano pequeño, Hiroshi, que ha sido capaz de superar una infancia deshecha como la ciudad en que vivían, y se adapta a la posguerra con dinamismo (acompañado por notables movimientos de cámara). Su compañero de estudios, Yamaji, capaz de sacar rendimiento práctico a sus conocimientos de idiomas como una especie de alcahuete literario, y esto sin ponerse por encima de las mujeres que pagan por sus servicios –cuyas flaquezas observa como reflejo de las propias. Y ante todo esas mujeres, desde las más cómicas a las más dignas: como la que encarna Kinuyo Tanaka, sin ninguna necesidad de justificarse a sí misma frente a las críticas de Mayumi.

Como directora, Tanaka comparte con Ozu una concepción del espacio cinematográfico que rompe con la retórica occidental basada en el punto de vista de la platea de teatro. La multiplicación de perspectivas se inserta con naturalidad en la tradición teatral propia de Japón; pero aquí, por otra parte, la ruptura se da también a nivel temporal.

El momento más notable en este sentido es el que sucede al reencuentro de Mayumi con Michiko (Yoshiko Kuga) en una estación de tren de cercanías, en medio de la multitud. Ella reacciona a la llamada de él y sale del tren. El andén queda vacío y ellos uno frente a otro. La cámara los encuadra desde el interior del tren. La puerta del coche se cierra, y el tren arranca; los perdemos de vista. Corte a las manos de unos niños que juegan a piedra, papel, tijera, que corren por una ladera y agitan las ramas de un árbol llenos de energía (en abierto contraste con la abulia con que se peleaban en una escena anterior los hijos de Yamaji).

Luego siguen otras secuencias que van reconstruyendo el pasado común de Michiko y Mayumi en diferentes momentos: ¿es un flashback, o una visión interior, subjetiva, de Mayumi que toma la forma de relato para que podamos compartirla? En todo caso, la película no se atiene al punto de vista de su protagonista masculino, sino que lo alterna con el de los otros personajes. Mayumi podría ponerse en conexión con el Scottie de Vértigo de Hitchcock: ambas son hombres cuyas pasiones idealizadas se estrellan contra la realidad cotidiana –o, mejor dicho, contra las mujeres que “traicionan” sus sueños. Lo que diferencia a Mayumi de Scottie es que tiene un hermano y un amigo que lo zarandean para que despierte de sus fantasías.

Quizá por haber trabajado como actriz, Tanaka concibe el trabajo de dirección como la creación de un espacio que los actores deben habitar, llenar de vida. Nunca parecen estar actuando; no hay ninguna distancia entre intérpretes y personajes. Más allá de su anécdota narrativa, la película traza un arco que, desde la espera y la ocultación inicial del rostro de la protagonista, nos lleva a ver cómo ese rostro se rompe por la emoción, hasta desaparecer de nuevo. Y esto en una cultura en la que el decoro social prohíbe la expresión de los sentimientos, una sociedad que cultiva las “pequeñas virtudes”, como diría Natalia Ginzburg: el pudor en lugar de la sinceridad, el moralismo en lugar de la apertura al otro, la castidad en lugar del amor.

“Tienes que prepararte para soltar todo asidero cuando estés al borde de un precipicio, morir y volver de nuevo a la vida”: esta frase del maestro zen Hakuin puede ser un buen resumen de la película. Un tiempo después de verla, cuando uno ha olvidado ya los detalles del argumento (como decía el poeta: “oscura la historia / y clara la pena”), permanecen las caras de Mayumi, Hiroshi, Yamaji, que nunca podremos confundir con las de otros japoneses; y sobre todo el rostro cabizbajo de Yoshiko Kuga, en la penumbra o iluminado por fogonazos, con el lunar en la parte derecha de la nariz.

Encuesta Sight and Sound 2022

Ya están disponibles las listas individuales de los participantes en la encuesta. Me gustaría compartir las contribuciones de la comunidad surgida, hace ya unos años (como demuestra que algunos de sus miembros están ahora en otras geografías), en torno a la Filmoteca de Cantabria.

Félix

Fernando

Hugo

Javier

José Luis

Julius

Óscar

Rubén

Las manos de Gary Cooper

El manantial (K. Vidor, 1949)

Conocer detalles sobre el origen de las películas no siempre es relevante a la hora de verlas, pero aquí es interesante saber que Ayn Rand, adaptadora de su propia novela El manantial, firmó un contrato según el cual la productora no podría omitir ni cambiar una palabra del guion sin su permiso.

En caso de incumplimiento, y siguiendo el camino de su héroe en la ficción, quién sabe si ella habría llegado a dinamitar los estudios de la Warner Brothers. Sobre el papel, la película podría parecer un proyecto condenado al fracaso: un guion prolijo e intocable, lleno de personajes como estatuas que encarnan ideas filosóficas… ¿Cómo se enfrenta la película a este problemático punto de partida? Como su protagonista, creyendo con fe ciega en sus principios. En lugar de diluir esa sopa filosófica, la película la asume sin temor a la grandilocuencia. Muestra a sus personajes movidos por impulsos (la ambición inflexible y la cobardía, el resentimiento y la voluntad de poder) que, en lugar de intuirse a partir de sus actos, se declaman en voz alta bajo la luz de los focos, en decorados grandiosos e irreales.

Como en las novelas de Dostoievski, aunque sin su complejidad polifónica, los personajes adoptan posiciones extremas y radicales, que se sitúan más allá de la lógica común. Luc Moullet, que publicó un bello librito sobre ella (en la editorial Yellow Now), comentó que esta podría ser la película más demente de la historia del cine: compromisos que se rompen en diez segundos, personas que se aman tanto que se ven forzadas a separarse… Hay personajes auténticamente novelescos, como Dominique Francon (Patricia Neal) y Gail Wynand (Raymond Massey), que fluctúan, que van de un lugar a otro a lo largo de la trama; y personajes míticos, alegóricos, fijos en su esencia, como Howard Roark (Gary Cooper) y Ellsworth Toohey (Robert Douglas).

En su concepción, parece como si a los autores no les hubiera inquietado que la película fuera inverosímil, pero sí que se hiciese larga. De ahí la apuesta por la rapidez: en la exposición (carente de transiciones suaves, llena de cortes brutales, obviando la preocupación por mantener un flujo narrativo constante), en los parlamentos, en las decisiones. Varias veces los personajes se ven enfrentados a encrucijadas en las que deben decidir su futuro mediante un sí o un no, y las afrontan violentamente, como si los segundos que median entre la pregunta y la respuesta no fueran un tiempo vital sino un espacio de representación; como si ya todo estuviera decidido de antemano, su destino escrito en su carácter, y solo hubiera lugar para un pequeño suspense teatral, dirigido a los antagonistas que aguardan el veredicto.

Todos los conflictos y debates ideológicos confluyen en el juicio final al que es sometido Howard Roark –una representación dentro de la representación, puesta en abismo de lo que separa al héroe de la sociedad, y que concluye necesariamente en una síntesis: acuerdo o condena. Es una buena prueba de lo que escribió Louis Skorecki: “todo el genio hollywoodiense, sus modos, su clasicismo maníaco, se sostiene verdaderamente en ese ceremonial tan fotogénico, ese ritual infinitamente dramático: el proceso”.

Desde la perspectiva del cine de autor (un concepto inexistente entonces), la obra de Rand puede sugerir ecos y analogías implícitas acerca de Hollywood, en su dramatización de la lucha entre el espíritu libre y el rodillo del sistema (que lamina las novedades para adaptarlas al gusto de las masas, un gusto que a la vez invoca y modela mediante su control de la oferta). La arquitectura se ha utilizado a menudo como metáfora del cine; basta recordar las declaraciones de John Ford:

«Es erróneo comparar a un director con un autor. Se parece más a un arquitecto, si es creador. Un arquitecto concibe sus planos a partir de ciertas premisas dadas: la finalidad del edificio, su tamaño, el terreno. Si es inteligente, puede realizar algo creador dentro de esas limitaciones (…) Los arquitectos no sólo crean monumentos y palacios. También construyen casas. ¿Cuántas casas hay en París por cada monumento? Lo mismo pasa con las películas. Cuando un director crea una pequeña joya de vez en cuando, un Arco del Triunfo, tiene el derecho de hacer películas más o menos corrientes».

King Vidor, que venía de romper su contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer a cuenta de los cortes impuestos por la productora a An American Romance (por no hablar de sus conflictos con Selznick en Duelo al sol), parecía el director perfecto para hacer de esta película un Arco del Triunfo. Lo consigue a partir del paradigma clásico de la transparencia. La mano del director se ve menos aquí que en las películas que cimentaron su carrera: The Big Parade, The Crowd. Como hace Roark con los edificios que proyecta, deja brillar a los actores de acuerdo con su organicidad propia. Las estatuas concebidas por Ayn Rand cobran vida gracias a la presencia física y la voz de Gary Cooper y Patricia Neal, de Raymond Massey y Kent Smith –y en menor medida de Robert Douglas, el personaje más teórico, envuelto en una nube de humo infernal.

Las interpretaciones de los dos protagonistas nunca son evidentes o unívocas, y esto da espesor al relato. Gary Cooper tiene un fondo de reserva sobre el que aflora una violencia erótica casi impúdica. Su elegancia no es una mera arma de seducción, sino que parte de dentro, como la fe en sí mismo del personaje: así aleja a Howard Roark de la petulancia. En ningún momento sobreactúa, al contrario que Patricia Neal –aunque quizá sería más justo pensar que es su personaje, que es Dominique Francon, la que lo hace, presa de su contradicción íntima: pusilánime ante lo que le afecta personalmente, y decidida para todo lo demás. Una mujer que se protege de sus deseos replegándose en un nihilismo lleno de paradójico apasionamiento.

Las manos de Gary Cooper son lo que Patricia Neal más recordaba de él, según dejó escrito en su autobiografía, As I Am. Unas manos largas y expresivas, manos de pianista o de jugador de baloncesto, casi femeninas si no fuera por sus dimensiones. Es sorprendente que Howard Roark las guarde en los bolsillos durante buena parte de la larga alocución que constituye su defensa en el juicio. Es como si el actor, convertido en el personaje de manera instintiva, sin la mediación de ningún “método”, quisiera deliberadamente controlar su expresividad física para que su discurso, si ha de imponerse al jurado, lo haga por su contenido, sin apoyarse en ninguna retórica gestual.

En cambio, y es solo un ejemplo, una de sus manos, apoyada en el marco de una ventana, aporta toda su expresividad a una escena anterior: Howard Roark, que acaba de salir de una reunión en la que le rechazan un proyecto, mira por la ventana y llega a ver, en una perspectiva no por imposible menos precisa, a unos recién casados cuyas manos se unen en el interior de un coche.

Estas dos imágenes contrapuestas tendrán, más adelante, su síntesis. El blanco del vestido de novia se transmutará en el blanco del hospital. Dominique pasará de mirar desde lo alto, sobre el pedestal de mármol en la cantera propiedad de los Francon, a bajar a ras de tierra, a mancharse en las trincheras, en la voladura de Cortland House. En una obra de estilo lapidario, sobrecargada de un pensamiento que busca expresarse a toda costa, el deseo amoroso abre un espacio para lo incierto, lo vivo, lo que no puede decirse.

Alas de saltamontes

Y la vida continúa (A. Kiarostami, 1992)

El cine de Abbas Kiarostami se mueve entre la sencillez y la sofisticación. Y la vida continúa tiene mucho de película-dispositivo, que combina elementos de documental y autoficción en una estructura transparente: un director filma el periplo de un director que va en coche, acompañado de su hijo, en busca del niño con el que filmó su película anterior. En la región en la que vive el niño, donde se rodó esa película, se acaba de producir un fuerte terremoto. La película del segundo director, el del relato, es también la película del primer director, Abbas Kiarostami, y el segundo reproduce, asumiendo el papel protagonista, una búsqueda que recuerda a la que era el motivo de aquella película (¿Dónde está la casa de mi amigo?).

El cine no solo refleja la realidad, sino que la altera –algo en lo que insistirá la tercera pieza del ciclo, A través de los olivos, en la que se documenta también el propio proceso de filmación. Este permanece implícito aquí, y esa omisión refuerza la reticencia poética de esta película. Y la vida continúa puede verse como un ejercicio de estilo, en el que todo está pensado y medido; pero también, simultánea y contradictoriamente, como un registro de presencias que el azar concede, con maravillosa espontaneidad, al cineasta y al espectador, transportados a la capacidad de asombro propia de un niño. La película consigue mantenerse en ese filo de ambigüedad, dar marcha atrás sin renunciar al objetivo del viaje, cuando aparecen grietas en el camino o el motor se recalienta en exceso.

Después de la negrura del cine de autor de los años 70, recuperar otras tonalidades del espíritu podía ser una respuesta dialéctica, y no meramente regresiva. Kiarostami encuentra su camino siguiendo el ejemplo del cine que pudo hacer, en la Persia de antes de la revolución, Sohrad Shahid Saless: un cine que no trata de diluir el peso del tiempo, y ello no con una voluntad realista (no hay que confundir el tiempo cinematográfico con el tiempo real), sino constructiva. El viaje del director no es el de un turista que aspira a prescindir al máximo de las incomodidades y los tiempos de espera en su asedio de “lo interesante”, ni tampoco el de un activista guiado por una misión.

Mirar exige tiempo y curiosidad, bordear el aburrimiento: cosas que los niños tienen en mayor medida que los adultos. Estos deben volver de alguna manera a ser como niños para entrar en el dominio de la fascinación. Saber mirar se parece a saber escuchar. Implica olvidar la prisa, la necesidad de juzgar, los compromisos y certidumbres que vamos asumiendo en la edad adulta. Parece sencillo, pero no lo es.

P. Adams Sitney intentó encontrar las bases del cine americano de vanguardia releyendo a Emerson: “Nos afecta de un modo extraño ver la costa desde un barco que navega, desde un globo, o a través de los matices de un cielo antes visto. El más pequeño cambio en nuestra perspectiva le da al mundo un aire pictórico. Una persona que viaje solo necesita subirse a una diligencia y atravesar su propio pueblo para ver cómo la calle se transforma en un guiñol. (…) ¡Qué pensamientos nuevos sugiere ver la faz de una tierra familiar en el movimiento rápido de un vagón de tren! En efecto, los objetos más habituales (si se hace un ligero cambio en el punto de vista) son los que más nos complacen. (…) En estos casos, por medios mecánicos, se nos sugiere la diferencia entre el observador y lo observado –entre el ser humano y la naturaleza. Así surge un placer mezclado con reverencia: se puede decir que experimentamos un grado inferior de lo sublime cuando por fin nos damos cuenta de que, mientras que el mundo es un espectáculo, algo de nosotros es estable.”

A bordo de un coche en el que las cosas se ven de manera diferente, padre e hijo van encontrando reminiscencias de la película anterior: un hombre mayor y un niño de ojos verdes que salían en ella, el camino en zigzag por una ladera que el niño protagonista recorría varias veces –el final de Y la vida continúa descubre una carretera que es como una variación de aquel camino.

La sencillez de la película, su minimalismo, es acorde con su mirada sobre la vida humana –desde la perspectiva que da la experiencia del terremoto. El transcendentalismo de Emerson se tambalea como esa tierra que parecía firme. Sobrevivir al movimiento de la corteza terrestre depende de circunstancias mínimas y triviales: haber ido a ver un partido de fútbol a la casa de unos tíos en otro pueblo, o salir de una habitación porque te están picando los mosquitos… Dramatizar o invocar la voluntad de Alá es fingir, como en el cuento de Andersen, que el rey no está desnudo.

El hijo del protagonista comprende instintivamente la ligereza. Al principio, en una parada técnica, atrapa un saltamontes y se lo lleva al coche. Para referirse a sus desplazamientos utiliza la palabra “migración”, que sorprende a su padre –quien después de un breve diálogo, y despistado por la intromisión del insecto, le manda que lo saque por la ventana. Antes de cumplir la orden paterna, el niño examina al saltamontes y exclama con súbita emoción que tiene las alas rojas. Una observación que tiene la sorpresa y concreción de un haiku. La película no muestra el rojo de las alas: es algo que solo ve el niño. El fulgor de la palabra rojo crea una imagen mental más intensa que cualquier inserto, y se contrapone al verde de los campos que los saltamontes buscan, posiblemente, en sus “migraciones”.

En otra parada técnica, es el director el que desciende del coche en medio de un bosque y, al escuchar el llanto de un bebé que parece abandonado, se olvida de sí mismo. La llamada de su hijo lo devuelve a la realidad, o bien al objetivo del viaje que da cuerpo a la película, cerrando ese desvío. Kiarostami, como Oliveira, filmaba el misterio más allá de lo sobrenatural, como algo que forma parte de la experiencia cotidiana.

Juventud en Viena

Liebelei (Max Ophüls, 1933)

Liebelei se basa en una obra teatral de Schnitzler. Su argumento opone, a la manera de Stendhal, dos clases de amor: por una parte, el vinculado a la vanidad y el juego social; por otra, el que se basta a sí mismo y destruye todas las defensas. Ambas formas de amor pueden conducir, de una u otra manera, a la muerte: el silencio, la nieve y los cementerios acompañan los primeros (y últimos) paseos de Christine (Magda Schneider) y el teniente Fritz Lobheimer (Wolfgang Liebeneiner).

La película empieza con un final, el del acto II de la ópera El rapto en el serrallo de Mozart. Escuchamos entre bastidores al coro que entona, a manera de obertura, la enseñanza moral de la fábula: “Viva el amor. Que solo él permanezca, que nada vuelva a encender el fuego de los celos.”

La primitiva toma de sonido realza la sugestión onírica, remota, de algunas escenas: así, el lento trote de los caballos del coche que lleva al barón Baron von Eggersdorff (Gustaf Gründgens, esbozando el personaje de Charles Boyer en Madame de…) desde la ópera hasta su casa, sin aguardar al fin del tercer acto de El rapto en el serrallo. En el vestíbulo de la mansión, Fritz Lobheimer esquiva al marido que busca la prueba material del flagrante delito que su imaginación contempla sin cesar a través del monóculo. Fritz actúa con habilidad pero sin alegría (solo hay que comparar esa escena con la posterior en que su amigo Theo hace entrar en su casa a Mitzi distrayendo la atención del portero): Fritz no es un verdadero don juan, está atrapado en un papel que no es el suyo. Aunque pensando en un contexto distinto, Walter Benjamin escribió acaso el mejor resumen de la obra de Ophuls:

Es como si se estuviera preso en un teatro y hubiera que seguir, se quiera o no, la obra representada; como si, queriendo o no, hubiera que convertirla una y otra vez en objeto del pensamiento y del discurso.

La debilidad relativa de las interpretaciones de Frtiz y Theo hace esto más evidente (no se puede decir lo mismo de las dos chicas, casi debutantes); los jóvenes tenientes dudan entre sus impulsos ingenuos y la autocomplacencia que les confiere una posición de superioridad adquirida demasiado pronto. La jerarquía y los ritos militares se extienden a toda la sociedad. En su cúspide está el emperador Francisco José, que acude a la ópera al principio de la película; la orquesta toca en su honor el himno nacional, que se ve turbado por la caída de unos prismáticos. Theo, el amigo de Fritz, trata de seguir sus impulsos, de entregarse ingenuamente a la alegría -algo que las chicas, Christine y su amiga Mitzi (no hay que dejar de citar a su admirable intérprete, Louise Ullrich), hacen de forma instintiva, cada una según su carácter. Y sin embargo la película está impregnada de una suave melancolía, la que acompaña incluso a los momentos de mayor plenitud ante la intuición de su fugacidad.

Cuando Fritz y Christine bailan un vals en una taberna, Ophüls se complace en perseguir sus reflejos, sus sombras; el vals suena en una gramola antigua, y el timbre de la pianola añade a la alegría de la música un toque melancólico.

El momento que revela esta mezcla de forma más punzante es también musical. El instinto de Ophuls le mueve a recurrir a la música para añadir otras dimensiones y presagios a los nudos de la trama. Se trata de la interpretación que hace Christine, en una prueba de audición para entrar en el coro de la ópera de Viena, de una canción popular a la que puso música Brahms, Schwesterlein. Tras la primera estrofa, hay un cambio de plano, con un leve desajuste del raccord de sonido (que marca una elipsis, ya que se omiten algunos versos de la canción). La línea melódica se quiebra durante un segundo en la voz de Christine después de las palabras: Hermanita, hermanita, ¿por qué estás tan pálida?, cuando dice: Es la luz del amanecer en mis mejillas. Antes tenía la mirada perdida en la música, pero en ese segundo deja de ser una soprano y se convierte en un pequeño animal sobresaltado: se lleva las manos al pecho como si sintiera una opresión, un escalofrío; el pianista la mira; pero ella se repone y sigue cantando en la palabra Morgenschein. La canción termina con un fundido en negro, aún sobre el sonido del piano, después de las palabras: Busco mi alcoba, busco mi cama; hermanito, se estará bien bajo tierra. El fundido enlaza con unos carruajes en un paisaje nevado. Una panorámica nos lleva a Mitzi y Theo, que se sobresaltan al ver los coches que llevan a los duelistas al lugar acordado.

La crítica que contiene Liebelei no se desborda hacia la ira. Aun siendo una obra de juventud, el espíritu que la domina es de un suave estoicismo, encarnado en la figura del padre de Christine (Paul Hörbiger), violonchelista en la orquesta de la ópera. La ambientación y partes del relato pueden recordar a las películas de Stroheim de la década anterior, pero estamos muy lejos de sus contrastes y su violencia expresiva.

Al final reaparece el paisaje nevado que hemos visto recorrer a los jóvenes amantes, cruzado por un tendido aéreo que, salvando tiempos y espacios, conecta con la conclusión de Pierrot le fou de Godard. La película, menos arriesgada que La signora di tutti o Yoshiwara, menos relamida que La ronde o Le plaisir, une también a Ophüls con otros directores melómanos (Grémillon, Visconti, Straub, Schroeter, Biette) por su manera de integrar la música en el relato.

Puesta en escena

Stage Struck (Allan Dwan, 1925)

Al principio de Love Streams (1982), el personaje al que interpreta John Cassavetes interroga a una de las escort girls que andan por su casa, sobre la base de que “una chica guapa tiene que brindarle a un hombre sus secretos”. “Dime qué es para ti pasarlo bien”. El rostro de ella, filmado a contraluz, aparece en penumbra. No sabe muy bien qué decir. Él le va haciendo sugerencias. Ni el sexo, ni ir a clase, ni los libros, la música, las películas, la hacen reaccionar. Ella contesta de improviso: “Cocinar. Me encanta cocinar”. Él no se lo cree. “¿Cocinar es lo que prefieres? Venga, dime otra cosa”. Ella responde: “Puede que soñar”. Él le dice: ¿Con qué sueñas?”, y la escena termina con un corte brusco, a otra chica filmada a contraluz en un escenario.

Han pasado muchos años, y todo ha cambiado salvo lo esencial, desde que Gloria Swanson y Allan Dwan colaboraran por última vez en Stage Struck (1925): una película centrada en una chica guapa cuya vida está muy alejada de sus sueños. Jennie (Gloria Swanson) es un personaje con algo de quijotesco –si bien ni las convenciones del Hollywood de aquella época ni el talante del cineasta permiten que abandone la realidad y traspase el umbral de la locura. Sueña con ser una gran actriz, como Zaza (1). Su huida hacia el ideal se despliega al principio en su intimidad, en momentos de ensoñación de los que despierta de forma abrupta: las broncas de sus jefes en el restaurante en que trabaja como camarera, el olor a quemado de la plancha olvidada sobre una camisa que ni siquiera es suya.

Por su sorprendente inicio, Stage Struck puede ponerse en conexión con Sherlock Jr., de Buster Keaton, una película del año anterior. En todo caso, su escena inicial tan larga y descontextualizada desborda las necesidades narrativas, y se convierte en una parodia de los «libros de caballerías» de Jennie: las películas grandilocuentes basadas en motivos históricos o míticos (cuyo paradigma podría ser la Cabiria de Pastrone, que tanto impresionó a Griffith). Como en el cuento del emperador desnudo, el prestigio (artístico) impide advertir el ridículo –que se hace evidente cuando las cosas se ven con la distancia justa.

Pero no se trata solo de cine o teatro: la representación forma parte de la sustancia de nuestras vidas. Como Orme (Lawrence Gray), el colega y objeto del amor secreto de Jennie, todos pasamos insensiblemente de un lado a otro del escenario.

Jennie se hunde cuando más se empeña en ponerse por encima de sí misma: su desesperación por huir de la realidad la convierte en un esperpento.

La mirada de Allan Dwan es como la del niño del cuento, que aporta en cada momento la distancia justa. La película se mantiene en todo momento ahí, sin caer del lado de la crueldad ni del sentimentalismo. Lo patético está unido a lo ridículo de forma inseparable. Dwan filma todo con una claridad que no tiene nada de primitiva, y se sitúa al lado de Chaplin o Lubitsch. Su «línea clara» viene de la mano con una capacidad inagotable para la creación de rimas argumentales o visuales, reflejos y ambigüedades que hacen de este «retrato de Jennie» un refinado mecanismo. Más aún, todo encaja milagrosamente, como en un organismo vivo: la precisión con que se disponen en el guion los polos dialécticos que hacen progresar la trama contrasta con la fuerza instintiva que transmiten los encuadres, la recurrencia de detalles concretos, el ritmo de los planos.

Aparte de la distancia con que Dwan observa a su protagonista en sus acciones, la ironía se despliega también en otra dimensión que confiere a la película su peculiar modernidad: el sueño de Jennie consiste precisamente en llegar a ser alguien como Gloria Swanson.


(1) Las tres películas que se conservan de Dwan y Swanson tratan sobre la representación; pero la protagonista va descendiendo socialmente desde una famosa actriz francesa (Zaza, 1923), pasando por una dependienta que consigue un trabajo mejor pagado haciendo de condesa rusa para una tienda de alta costura (Manhandled, 1924), hasta llegar a la soñadora Jennie de Stage Struck.

Ariadna y Barbazul

Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door) F. Lang (1947)

El amplio uso que se hizo del psicoanálisis en Hollywood a partir de los años 40 forma parte de un proceso más amplio, sobre el que Adam Curtis ha aportado interesantes sugerencias en The Century of the Self. En todo caso, permitió poner en primer plano los traumas íntimos, lo oculto por la autocensura (no solo industrial sino personal de cada uno): el magnetismo de las imágenes permitía asomarse al abismo, abrir la puerta de lo prohibido sin necesidad de designarlo expresamente. Como contrapartida, el psicoanálisis se distorsionó de manera burda, como una variedad de pensamiento mágico.

Un ejemplo de ello puede ser la resolución de Secreto tras la puerta: la terapia-relámpago que la culmina puede hacer, de manera retrospectiva, que la película en su conjunto resulte insatisfactoria como relato para muchos espectadores. Esto fue así ya en el momento de su estreno, como se desprende de su fracaso comercial. La catarsis del protagonista, Mark (Michael Redgrave), no se transmite al público. El propio Fritz Lang reconoció que “ningún enfermo se cura tan rápido”.

Pero una película es algo más que un relato y un desenlace. Secreto tras la puerta comienza con una escena de atmósfera onírica que se asocia a la noche previa a la boda de Celia (Joan Bennett). Vemos un estanque en el que el agua ondula borrando las estrellas, mientras la voz en off de ella dice: “Recuerdo que hace mucho tiempo leí un libro que explicaba el significado de los sueños. Si una mujer sueña con un barco llegará a buen puerto; mientras que si sueña con narcisos corre un grave peligro.” Ella aún no lo sabe, pero en el inconsciente herido de Mark, el amor y el odio están unidos en un fondo de narcisismo (1).

Mark odia secretamente a las mujeres como consecuencia de un trauma edípico, que se cifra en una imagen: un niño encerrado en una habitación que mira por la ventana cómo su madre se marcha con otro hombre. Esta “escena originaria” solo aparece de forma verbal en la película (como el sueño de Celia tras ser abandonada por Mark en su luna de miel); no obstante, y como todas las obsesiones, tiende a reaparecer en diferentes figuras. Como Celia, Lang sabe que no todo debe mostrarse de forma directa; el arte de la seducción exige reserva, un sutil desplazamiento entre la promesa y la entrega.

Pierre Rissient recordaba que Fritz Lang, “al evocar a las personas a las que había amado, citaba en primer lugar a su madre”. Lang era cualquier cosa menos un ingenuo, y hay que pensar que sus concepciones acerca de la naturaleza humana se basaban en el análisis de sí mismo. Aquí, el cineasta no se limita a observar a su personaje desde fuera. Secreto tras la puerta tiene una doble puesta en escena: Mark es como una especie de moderno Barbazul que reproduce en su casa una serie de habitaciones donde se han cometido crímenes pasionales. La última estancia, la número 7, está cerrada con llave: allí reside, simbólicamente, el punto más oculto de la psique de Mark, al que Celia debe acceder no por una curiosidad reprobable, sino para alcanzar una verdadera relación de intimidad con su marido (en oposición a su superficial amiga a la que interpreta Natalie Schafer).

El castillo de Barbazul es también el espacio materno que, como en Psicosis, el protagonista se resiste a abandonar. La casa es como una imagen objetiva de su mente, con sus pasillos de luces y sombras, sus estancias que combinan la estética más regresiva (la habitación de la esposa envuelta en papel pintado, el salón con la biblioteca y la chimenea) y la más actual (su propia habitación, su despacho).

Si Lang quiso medirse con Renoir en Scarlett Street (y lo volvería a hacer en Human Desire), aquí se introduce en el territorio de Hitchcock: Suspicion y sobre todo Spellbound vienen a la mente antes que Rebecca, sugerida a veces como posible modelo. Ambos cineastas comparten un tono frío que encierra un centro incandescente, pero Lang consigue con sus imágenes una expresividad más severa, menos espectacular: basta comparar los sueños de Dalí para Hitchcock con la segunda escena onírica de Secreto tras la puerta –en la que el relato abandona el punto de vista subjetivo de Celia para hacernos asistir a un juicio en el que Mark se desdobla en las figuras de acusado de su asesinato y fiscal.

Es notable ver cómo anuncia Lang ese “salto” del punto de vista: Celia abandona la casa vencida por el miedo y la vemos salir por la puerta hacia el jardín envuelto en niebla. El siguiente plano muestra una imagen muy similar, pero desde una ventana situada más arriba, sugiriendo el cambio a la perspectiva (tanto espacial como psíquica) de Mark.

El desdoblamiento de Mark es anunciado por su sombra en la pared cuando empieza a escuchar en su mente las palabras: “El pueblo del Estado de Nueva York contra Mark Lamphere”. La escena del juicio en sí no carece de retórica programática, pero es también, en contrapartida, desnuda, reducida a lo esencial. “Las fuerzas oscuras están dentro de nosotros. Todos somos hijos de Caín”, dice Lang por boca de Mark. Si Mark es al mismo tiempo acusado y fiscal, ¿quién es el juez oculto en la sombra?

En contra del tópico happy end de los cuentos de hadas, aquí la boda de la protagonista está en el inicio del relato. Cuando la novia vestida de blanco se aproxima a la figura oscura del novio, que aguarda de espaldas, el relato retrocede un poco en el tiempo. Así, vemos que Celia es (al igual que Mark) huérfana. Su hermano es para ella una figura paterna; la única escena en que aparece sugiere, a través de un malentendido a ojos de un visitante, una atracción incestuosa entre ambos. De hecho, solo tras la desaparición de su hermano podrá ella plantearse una verdadera relación de pareja.

El amor de Celia por Mark nace con una mirada –que, antes de que aparezca en imagen, es anunciada por dos metáforas. La primera, el lanzamiento de un cuchillo, surge como metonimia, por una relación de contigüidad, ya que el contacto visual de Celia y Mark sigue a esta acción en el curso de una reyerta callejera en México con la que se encuentran casualmente los personajes. A continuación, la voz en off de la protagonista enuncia la segunda metáfora: “Sentí unos ojos que me tocaban como si fueran dedos”. Entonces vemos por vez primera la cara de Mark, sus ojos que se cruzan con los de Celia en el punto virtual que une plano y contraplano.

La mirada y su acción a distancia es el fundamento de la experiencia cinematográfica: lo que vemos nos toca, nos desplaza de nuestro lugar, nos despierta –al menos durante unos instantes, que pueden ser decisivos. En el desenlace de Secreto tras la puerta, un relámpago desempeña el papel de deus-ex-machina y da un nuevo matiz, fulgurante, a la tradicional “salvación en el último minuto”.


(1) La psicología y reacciones de Mark están descritas a la perfección en el número 60 de La gaya ciencia de Nietzsche:

¿Tengo oídos aún? ¿Soy sólo oído y nada más que eso? Aquí estoy en medio del fuego del oleaje, cuyas blancas llamas se alzan lamiendo mis pies —desde todos los lados brama, amenaza, vocifera, grita hacia mí, mientras que el viejo estremecedor de la tierra canta su aria en la más profunda profundidad, ronco como un toro bramando: se martillea para sí mismo un ritmo de tal fuerza que hace estremecer la tierra, que incluso a estos hostiles acantilados gastados por el tiempo les tiembla aquí el corazón en el cuerpo. De pronto, allí, como nacido de la nada, aparece frente a la puerta de este laberinto infernal, distante a sólo pocas brazas —un gran velero, deslizándose hasta allí, silencioso cono un fantasma. ¡Oh, esta belleza espectral! ¡Con cuánta fascinación me embarga! ¿Cómo? ¿Se ha embarcado aquí toda la calma y silencio del mundo? ¿Se asienta mi propia felicidad en este sosegado lugar, mi yo más feliz, mi segundo y eternizado sí mismo? ¿No estar muerto y tampoco viviendo ya? ¿Como un ser intermedio, espectral, apacible, que observa, se desliza, flota? ¡Semejante al barco que como una enorme mariposa discurre con sus blancas velas por sobre el oscuro mar! iSí! ¡Discurrir por encima de la existencia! ¡Eso es! ¡Eso sería!

¿Parece que el estruendo me ha hecho fantasear? Todo gran estruendo hace que pongamos la felicidad en el silencio y la distancia. Cuando un hombre se encuentra en medio de sus estruendos, en medio de su oleaje de lanzamientos de dados y de proyectos: allí ve deslizarse por su lado también a seres silenciosos y encantados, de los que anhela su felicidad y retraimiento —son las mujeres. Casi piensa que allí, entre las mujeres, habita su mejor sí mismo: ¡en estos lugares silenciosos también ha de convertirse el más ruidoso oleaje en silencio mortal, y la vida misma en sueño sobre la vida! ¡Sin embargo! ¡Sin embargo! ¡Mi noble ensoñador, también hay mucho bullicio y ruido en los más bellos barcos de vela, y desgraciadamente demasiados pequeños ruidos lastimeros! El hechizo y el más poderoso efecto de las mujeres es, para hablar el lenguaje de los filósofos, una acción a distancia, una actio in distans: pero a eso le corresponde, en primer lugar y ante todo —distancia.

Nietzsche: La gaya ciencia. Traducción de José Jara. Monte Ávila Editores. Caracas, 1985

Cuando desear todavía era útil

Deseo (Desire). Frank Borzage, 1936

Un americano que está de vacaciones en Europa se encuentra varias veces con una mujer que esconde un secreto. Trata de conquistarla, llamando su atención con estrategias tan sofisticadas como un claxon que no cesa de pitar. Por su naturaleza ingenua y directa, no concibe que ella pueda tener impulsos diferentes a los suyos. Resulta a la vez conmovedor y ridículo por su timidez y torpeza, propias de un adolescente, y la satisfacción que muestra ante su buena suerte. Confundiendo España y México, canta “Cielito lindo” para acompañar sus andanzas y sus progresos amatorios.

La película está construida sobre el contraste entre los dos personajes, que las estrellas protagonistas prolongan: él americano, ella europea. Son como una línea recta y una curva. Todo los diferencia. Desde la manera en que se relacionan con otras personas para obtener algo de ellas, hasta lo más superficial: cómo se mueven, cómo conducen, etc. Esto se nos muestra con admirable capacidad de síntesis, a mitad de camino entre la comedia slapstick, basada en la corporeidad, y la de tradición europea, centrada en los diálogos.

A medida que se suceden los cruces y desencuentros, va actuando la fuerza de atracción de los opuestos. Pasada la mitad de la película, ambos se comportan de forma idéntica por primera vez: se despiertan soñando el uno con el otro (en camas separadas por el código Hays). De repente, ella se desprende de su cinismo como de un vestido, o una capa de maquillaje. Y el soñador, al despertar de su inocencia, no perderá su idealismo; seguirá ejerciendo en el mundo real como caballero andante, capaz de liberar a la mujer de sus cómplices indeseables y las asechanzas de su pasado.

Reducido a su esquema de cuento de hadas, este relato sobre la fuerza redentora del amor parece más adecuado para Borzage que para Lubitsch (a quien asociamos más con las connotaciones sexuales del robo, sugeridas en una película tan estilizada como Trouble in Paradise). Pero, como diría Luc Moullet (1), si hay aquí un autor, este sería Gary Cooper -que repetirá el mismo esquema, con diversas variaciones, en los años sucesivos: Mr. Deeds Goes to Town, The Cowboy and the Lady, Meet John Doe, y Bola de fuego. Cooper suma aquí a su persona dramática el rasgo naíf, candoroso, engastado en su aleación personal de verdad primitiva y elegancia indescriptible. Más allá del entorno español, el personaje tiene algunos apuntes quijotescos (que el actor profundizará en Good Sam): así el momento en que aparece sobre una carreta de heno, o el hecho de que sea objeto de las burlas de unos nobles (en este caso, fingidos).

Un hombre así podría llegar a convertirse en un pelele en manos de Marlene Dietrich (como sus “maridos” franceses, Duvalle y Pauquet). No obstante Desire, con su ambientación española y su diseño de vestuario, parece una versión corregida de The Devil is a Woman, que devolviera a la diva al punto de partida: es decir, a Marruecos (que los americanos vieron antes que El ángel azul). Es decir, a su elección del amor verdadero frente a la vida fácil.

A estas alturas, puede parecer que no se trata de una elección fácil. Independiente y dueña de sí misma, ella es la antítesis de esas mujeres que cifran su objetivo vital en encontrar pareja. Es más, con sus cejas finísimas y sus vestidos de otro mundo, casi no parece humana. Si el guion presenta como centro de sus inquietudes cuál será la reacción del inocente al conocer su secreto, viendo la película parece más bien que ella duda sobre si debe mantenerse en su esfera de diosa lunar, o incorporarse al mundo de los humanos para acostarse otra vez con Gary Cooper. Ante un dilema así, carece de sentido el concepto moderno de spoiler; todo el mundo sabe cómo terminará todo, y ningún otro desenlace sería posible.


El título de la reseña proviene del inicio de un cuento de los hermanos Grimm, El rey sapo: «En otros tiempos, cuando desear todavía era útil». Peter Handke lo utilizó como título de uno de sus primeros libros.

(1) Luc Moullet: Política de los autores. Edición española en Athenaica ediciones, 2021.