La ciudad de la niebla

The Lodger (Alfred Hitchcock, 1927)

Nosotros, los esencialmente falsos. Para que mi casa funcione exijo de mí como primer deber ser falsa, no ejercer mi revuelta y guardar mi amor. Si yo no fuese falsa, mi casa se estremecería.

Clarice Lispector

Al principio, una imagen imposible: un rostro de mujer que grita en la oscuridad, a punto de morir. Una imagen que se desvanece casi antes de que podamos ver ningún detalle. Apenas unos puntos de luz reflejados en la parte inferior de un diente, en uno de los ojos; y un extraño resplandor al fondo, entre los cabellos de la chica. El punto de vista del asesino. Una imagen mental, retrato robot trazado por el miedo o la obsesión de quienes se ven a sí mismas, o a sus hermanas, hijas, novias, como posibles víctimas de un misterioso «vengador».

Luego, de inmediato, la ruptura humorística: un cartel luminoso intermitente anuncia una obra llamada “Golden Curls” (Rizos de oro). Lo trivial rima con lo extraordinario; quizá lo que pensamos como trivial no es solo trivial, y lo extraordinario no está tan lejos de lo ordinario.

En lo ordinario nos sumergimos a continuación durante un largo preámbulo que, tras el descubrimiento del cadáver y las reacciones de los testigos, muestra cómo se transmite la información (a través de cables, rotativas, camiones y jóvenes vendedores callejeros), y cómo la inquietud se expande a toda la ciudad… hasta llegar al vestuario de un teatro, donde una chica observa melancólicamente en el espejo sus bucles rubios, a una tienda de moda en la que trabaja como modelo otra chica llamada Daisy, a la habitación de una casa situada por debajo del nivel de la calle (la casa en la que Daisy vive con sus padres, donde recibe las visitas de un policía que la corteja).

Es entonces cuando la película empieza verdaderamente, cuando un recién llegado irrumpe para estremecer el equilibrio doméstico. Llama a la puerta principal preguntando por una habitación que se alquila. Con capa de vampiro, sombrero victoriano y una bufanda que, como la del asesino, cubre la mitad inferior de su cara, se lleva la mano al pecho, y nos mira directamente a los ojos; la madre de Daisy no puede reprimir un escalofrío instantáneo. El desconocido entra en la casa y algo lo detiene en el vestíbulo, antes de subir las escaleras: es la risa de Daisy, desatada por un accidente doméstico. Una risa inaudible desde fuera del cuadro, que tenemos que imaginar viendo el collar de perlas que cuelga de su cuello. Una risa franca y espontánea, con la que Daisy se libera de la mezquindad de sus padres, y que le sirve de coraza protectora frente a su siniestro novio policía –que, más adelante, la esposará a la fuerza, y la besará en el cuello, como un vampiro: quizá lo ordinario no está tan lejos de lo extraordinario.

Ivor Novello transmite una ambigüedad que va mucho más allá de la de su personaje, con su figura de dandy, sus finas manos que se crispan con amaneramiento. El paso de los años mezcla los fantasmas de Oscar Wilde y Jack el destripador con otros salidos de Psicosis o Marnie, que se abren paso sin la estilización de aquellas obras maduras, en las que nada parece dejado al azar. Hitchcock es el mejor precursor de sí mismo, y aquí se expresa con la poética del cine mudo, revestido de seriedad (pese a todas las bromas y risas silentes). Una seriedad que, más allá del contenido y la mirada del cineasta, se desprende de los intérpretes, del tiempo levemente dilatado en pos de la intensidad del gesto, liberado de la servidumbre del naturalismo.

Salir de casa es peligroso, pero también lo es permanecer en ella. Las luces del tráfico penetran en las habitaciones. Los marcos de las ventanas dibujan cruces fúnebres sobre los rostros. Los retratos te observan como personas que estuvieran vivas en algún lugar más allá de la conciencia. Los forjados son de cristal, y las lámparas se estremecen bajo los pasos obsesivos de quien trata de encajar el destino en patrones geométricos. La lluvia empapa el ánimo aunque el cuerpo esté al resguardo, y un vapor muy parecido a la niebla se condensa en el aseo mientras una mujer canta en la bañera canciones que nunca podremos oír.

La ciudad de las nubes

Aerograd (Aleksandr Dovzhenko, 1935)

Sí, antinatural como la Naturaleza.

Thomas Bernhard

A veces un cambio de estilo viene unido a un cambio de paisaje: Dovzhenko abandona Ucrania para filmar a los colonizadores soviéticos que atraviesan los inmensos dominios de la Rusia asiática y, cerca ya del Pacífico, se lanzan en paracaídas para crear una nueva ciudad en el aire: la utopía del progreso en las cimas de la abstracción lírica. Ahí abajo habitan hombres adaptados a un entorno muy diferente de las llanuras y montañas de la tierra natal del cineasta: los ciento diez millones de hectáreas de la taiga. Bosques infinitos llenos de reverberaciones, filmados como más adelante lo harán Mizoguchi o Kurosawa (hombres de un país enemigo cuya religión tradicional tiene “ocho millones de dioses”, los kami, espíritus ocultos en la naturaleza).

Las generaciones se suceden. Las moiras tejen un tiempo cíclico, en el que el destino está regido por las fuerzas de la tradición (la religión, la madre). Los soldados de la revolución abren un tiempo nuevo, lineal: nuevos caminos en el aire y en medio de los bosques. Un camarada es un hermano, a veces más que un hermano. También era así en la generación de los padres, pero el salto de un tiempo a otro crea a veces rupturas trágicas: hay que matar una parte de uno mismo, eliminar las raíces que ahogan nuevas formas de vida, nuevas formas de alegría.

La oposición ya no se expresa necesariamente mediante el montaje. Los planos de Dovzhenko se hacen más largos, como para acompañar a la fluidez de la música de Kabalevsky: travellings que siguen a hombres que huyen entre la floresta, un samurai que inspecciona a los hombres y mujeres de una comunidad rural apegada a sus tradiciones hasta el punto de confiarse a un extranjero antes que a las fuerzas de la revolución.

Aerograd es una película de un tiempo muy diferente al nuestro, y que por tanto nos resulta difícil de comprender. Un tiempo en el que las ideas valen más que la vida humana. Su defensa no solo implica morir, sino también matar. En medio de los bosques habitados por tigres no hay lugar para la tolerancia moderna, para las almas bellas. Los hombres mueren sin que sus mujeres se enteren hasta que alguien encuentra sus cuerpos por casualidad y vuelve al pueblo y les arroja un gorro de piel. La fe en el progreso no admite desmayos ni desvíos. Hay que aprovechar ese momento en que el tigre, a punto de saltar, se detiene durante un instante porque no es capaz de soportar la intensidad de la mirada humana. Imaginar que la fuerza reside en el ojo del hombre. Amputar el miembro corrompido, por muy querido que sea; aunque cortarlo sea también un pecado mortal. Abrazar a un niño como a un rifle. Es un tiempo en el que los discursos son importantes: se pronuncian antes de matar o morir, mirando a la muerte (a la cámara) cara a cara. Un tiempo en el que la ira seca las gargantas con un fuego como el que intentan prender los cobardes –una sequedad que solo puede aliviar la visión de las nubes, de los grandes ríos y lagos al este del Amu Daria, anchos como el mar. Golpead al enemigo en el ojo. Golpeadlo en el corazón.

El tiempo recobrado

Cerrar los ojos (Víctor Erice, 2023)

Todo empieza, en El espíritu de la colmena, con la llegada del cine a un pueblo de la meseta castellana, Hoyuelos, en el que los padres de la protagonista viven un inexplicado exilio interior. Es la experiencia del cine la que ensancha la percepción de Ana y le permite acceder al mundo de los espíritus mediante una sencilla fórmula: cerrar los ojos, invocar al espíritu: “Soy Ana”.

Han pasado cincuenta años, pero la estética de Víctor Erice se mantiene fiel a sus principios. Han cambiado muchas cosas, empezando por el soporte material de la película, pero se mantiene lo esencial: el ideal de un cine novelístico, en el que la trama progresa mediante simetrías y elementos recurrentes, creando relaciones que, más allá de su claridad significativa, se revelan como justas. Esta minuciosa construcción –que tiene un eco en la cuidadosa dicción y articulación de los textos por parte de todos los intérpretes (1)–,, se mantiene en Cerrar los ojos, pero en este caso con una dimensión adicional (que no sé muy bien cómo calificar): las simetrías y resonancias no son meramente internas sino que se extienden, sobre todo en la parte final de la película, al conjunto de la obra de Erice.

Abundan las citas literales, tanto temáticas como formales, si se pueden separar estos aspectos. Estas citas abarcan también, y es evidente, a los proyectos no realizados del cineasta: el viaje al sur (que aquí va más allá de los preparativos, aunque el personaje de Manolo Solo acaba tirando la maleta a la basura). Y el embrujo de Shanghai, evocado en el título castellano de The Shanghai Gesture, la película de Sternberg que cita La mirada del adiós (la película que está dentro de la película).

Dos planos laterales de corta duración, de Soledad Villamil y de Ana Torrent, cifran el desplazamiento de la mirada frontal, casi teatral, con la que se inicia La mirada del adiós, y la ruptura de la dinámica del plano/contraplano. También la voz en off del propio cineasta, que nos informa del destino de esa película después de que hayamos visto el final de su primera escena.

Cerrar los ojos incorpora una visión dialéctica, con la que el cineasta deja atrás la tentación del preciosismo. Muestra una realidad degradada y, en el mejor de los casos, aséptica: estudios de televisión, habitaciones de hotel o del asilo, trasteros de alquiler, paisajes que parecen nevados por las telas de los invernaderos… hasta la cafetería del Museo del Prado, un enclave de fealdad contemporánea en el templo del arte (que desaparece para dar entrada a un largo y maravilloso primer plano de Ana Torrent, que hay que ver en una sala de cine para apreciar como se merece).

Frente a esa melancolía o fealdad, el protagonista opta por exiliarse junto a un grupo de parias que practican una economía de subsistencia en un solar ocupado frente al mar. La imagen que lo muestra en su caravana es como la de un capitán de Conrad ante la mesa de su camarote. ¿Otro rey triste, o su antítesis? ¿O quizá las dos cosas, hegelianamente?

Otro filósofo, David Hume, sostuvo que la noción del “yo” carece de base racional: «nada cierto podemos afirmar del mundo objetivo y del sujeto que lo mira, salvo que uno y otro son haces de percepciones instantáneas e inconexas ligadas por la memoria y la imaginación» (esta síntesis se debe a Octavio Paz). Cuando fallan la memoria y la imaginación, el “yo” desaparece; el alma se alimenta de un bombardeo de estímulos exteriores, sin espacio para el reconocimiento (que, según Aristóteles, es uno de los elementos esenciales de la tragedia).

Cerrar los ojos se abre y se cierra con la imagen de una estatua de Jano, el dios de los umbrales que mira simultáneamente hacia adentro y hacia fuera.


(1) Es importante ser cuidadoso en esto, y en general en el trazado del paisaje sonoro que despliega también toda película, porque, como expone Cerrar los ojos, los niños y los animales reconocen antes la voz que la imagen de los seres queridos.

Allegro barbaro

GAZWRX: las películas de Jeff Keen

“La guerra engendra y rige a todas las cosas” (Heráclito)

La guerra y el fuego son elementos comunes en la cosmología de Heráclito y el cine de Jeff Keen. En sus peliculas, como en el universo del filósofo, todo fluye, y a menudo a una velocidad incompatible con la contemplación. Fotogramas con dobles o triples exposiciones se suceden a la velocidad del rayo. “Más rápido pero no menos serio” dice un cartel en una de sus películas. Y otro: “The Fastest Film Alive”.

Sería inexacto llevar más allá el paralelismo entre Jeff Keen y el “filósofo que llora”. La dialéctica clásica se enriquece en la obra del cineasta de Brighton con la ironía romántica, que disuelve las fronteras entre arte y vida, cine-diario y pintura automática, seriedad y broma, densidad y ligereza, creación y destrucción. El propio artista, sus familiares y sus amigos, actúan como personajes de novela gráfica (Vulvana, Silver Head, Plastic Man, el doctor Gaz). Las historias y arquetipos se suceden con tanta rapidez como las imágenes y sonidos, y es imposible retenerlos. Son películas vertiginosas, que alumbran ecosistemas proliferantes: como en los bosques y mares tropicales, o en las metrópolis humanas, el ojo y el oído no pueden captar todo lo que sucede, interpretar el devenir incesante de creación, extinción y regeneración.

Esta sobrecarga de forma y contenido (aquí imposibles de distinguir), frente a la cual las películas más arduas del llamado “cine de autor” son “un juego de niños”, no demanda un análisis pausado. Pocas veces el horror vacui habrá llegado tan lejos; pero Jeff Keen no llena el vacío con fantasmas sentimentales y sus películas nos recuerdan que las primeras superposiciones de imágenes se las debemos a los pintores paleolíticos. Como escribió Bataille, el arte es en primerísimo lugar, y sigue siendo ante todo, un juego. En estas películas se renueva el tránsito del mundo del trabajo al mundo del juego: un gasto de energía sin utilidad práctica. Hay que aceptar sus reglas, y dejarse vapulear, olvidarse del significado, el análisis, la proporción. También hay que recordar que el autor proyectaba varias películas a la vez, en diferentes pantallas, acompañadas de performances en vivo que añadían capas adicionales de complejidad.

Keen utiliza el montaje como instrumento de percusión: su tempo es el bartokiano allegro barbaro. Cualquier descripción conceptual o captura de pantalla, además de parcial y aleatoria (¿por qué recordamos unas imágenes y no otras?), no puede reproducir, y de algún modo diluye, la agresividad de esa cadencia.

Calles sumergidas bajo el mar. Un hombre que surge de las olas, como Odiseo.

Dibujos de anatomía, desmembramientos de muñecas, autopsias de plastilina, restos de plástico quemado, ráfagas de ametralladora. Dibujos que devoran otros dibujos. Bocas de las que salen aviones incendiarios, llamas o flores. Bocas que ingieren a superhéroes lanzados como proyectiles, como en una máquina pinball del infierno del Bosco. Recortes de cómics y periódicos junto a citas de Velázquez, Manet, Picasso, Duchamp, Warhol.

Bacamales, juegos de disfraces heterodoxos, danzas inarmónicas, máscaras de todo tipo, rostros pintarrajeados. Hombres que se resguardan bajo paraguas incendiados. Tubos y mangueras. Globos priápicos, y otros esféricos que al hincharse muestran mapas de regiones en guerra. Mujeres pantera, vampiros, espías de rostros difuminados, una niña que ha perdido algunos dientes de leche.

Una palabra (un mundo) fundida en el fuego.

Trazos de pintura que cubren o retocan las impresiones fotográficas. Formas destruidas por nuevas formas, dibujos tapados por nuevos dibujos (a veces en time-lapse), condenados a no perdurar.

Se puede encontrar información sobre Jeff Keen en la página web https://www.jeffkeen.co.uk/

Lunar

Koibumi / Carta de amor (Kinuuyo Tanaka, 1953)

Con sus mejillas perfectamente rasuradas y ojos absortos, Mayumi (Masayuki Mori) es como un niño melancólico. Su rostro es una máscara, pero bajo el velo de la inexpresividad se adivina la bilis negra que contamina su sangre. La película no presenta este mal desde una perspectiva psicológica, sino moral. Reikichi Mayumi ha optado por alejarse de la vida práctica y sus pequeñas corrupciones para mantenerse puro, intacto. Fiel a un pasado que solo existe en su mente, en forma de música, tiene la arrogancia del que mira el mundo a distancia, inmóvil mientras todo se agita a su alrededor.

Está la justificación de la guerra y la derrota, pero ¿acaso no las vivieron los demás? Su hermano pequeño, Hiroshi, que ha sido capaz de superar una infancia deshecha como la ciudad en que vivían, y se adapta a la posguerra con dinamismo (acompañado por notables movimientos de cámara). Su compañero de estudios, Yamaji, capaz de sacar rendimiento práctico a sus conocimientos de idiomas como una especie de alcahuete literario, y esto sin ponerse por encima de las mujeres que pagan por sus servicios –cuyas flaquezas observa como reflejo de las propias. Y ante todo esas mujeres, desde las más cómicas a las más dignas: como la que encarna Kinuyo Tanaka, sin ninguna necesidad de justificarse a sí misma frente a las críticas de Mayumi.

Como directora, Tanaka comparte con Ozu una concepción del espacio cinematográfico que rompe con la retórica occidental basada en el punto de vista de la platea de teatro. La multiplicación de perspectivas se inserta con naturalidad en la tradición teatral propia de Japón; pero aquí, por otra parte, la ruptura se da también a nivel temporal.

El momento más notable en este sentido es el que sucede al reencuentro de Mayumi con Michiko (Yoshiko Kuga) en una estación de tren de cercanías, en medio de la multitud. Ella reacciona a la llamada de él y sale del tren. El andén queda vacío y ellos uno frente a otro. La cámara los encuadra desde el interior del tren. La puerta del coche se cierra, y el tren arranca; los perdemos de vista. Corte a las manos de unos niños que juegan a piedra, papel, tijera, que corren por una ladera y agitan las ramas de un árbol llenos de energía (en abierto contraste con la abulia con que se peleaban en una escena anterior los hijos de Yamaji).

Luego siguen otras secuencias que van reconstruyendo el pasado común de Michiko y Mayumi en diferentes momentos: ¿es un flashback, o una visión interior, subjetiva, de Mayumi que toma la forma de relato para que podamos compartirla? En todo caso, la película no se atiene al punto de vista de su protagonista masculino, sino que lo alterna con el de los otros personajes. Mayumi podría ponerse en conexión con el Scottie de Vértigo de Hitchcock: ambas son hombres cuyas pasiones idealizadas se estrellan contra la realidad cotidiana –o, mejor dicho, contra las mujeres que “traicionan” sus sueños. Lo que diferencia a Mayumi de Scottie es que tiene un hermano y un amigo que lo zarandean para que despierte de sus fantasías.

Quizá por haber trabajado como actriz, Tanaka concibe el trabajo de dirección como la creación de un espacio que los actores deben habitar, llenar de vida. Nunca parecen estar actuando; no hay ninguna distancia entre intérpretes y personajes. Más allá de su anécdota narrativa, la película traza un arco que, desde la espera y la ocultación inicial del rostro de la protagonista, nos lleva a ver cómo ese rostro se rompe por la emoción, hasta desaparecer de nuevo. Y esto en una cultura en la que el decoro social prohíbe la expresión de los sentimientos, una sociedad que cultiva las “pequeñas virtudes”, como diría Natalia Ginzburg: el pudor en lugar de la sinceridad, el moralismo en lugar de la apertura al otro, la castidad en lugar del amor.

“Tienes que prepararte para soltar todo asidero cuando estés al borde de un precipicio, morir y volver de nuevo a la vida”: esta frase del maestro zen Hakuin puede ser un buen resumen de la película. Un tiempo después de verla, cuando uno ha olvidado ya los detalles del argumento (como decía el poeta: “oscura la historia / y clara la pena”), permanecen las caras de Mayumi, Hiroshi, Yamaji, que nunca podremos confundir con las de otros japoneses; y sobre todo el rostro cabizbajo de Yoshiko Kuga, en la penumbra o iluminado por fogonazos, con el lunar en la parte derecha de la nariz.

Encuesta Sight and Sound 2022

Ya están disponibles las listas individuales de los participantes en la encuesta. Me gustaría compartir las contribuciones de la comunidad surgida, hace ya unos años (como demuestra que algunos de sus miembros están ahora en otras geografías), en torno a la Filmoteca de Cantabria.

Félix

Fernando

Hugo

Javier

José Luis

Julius

Óscar

Rubén

Las manos de Gary Cooper

El manantial (K. Vidor, 1949)

Conocer detalles sobre el origen de las películas no siempre es relevante a la hora de verlas, pero aquí es interesante saber que Ayn Rand, adaptadora de su propia novela El manantial, firmó un contrato según el cual la productora no podría omitir ni cambiar una palabra del guion sin su permiso.

En caso de incumplimiento, y siguiendo el camino de su héroe en la ficción, quién sabe si ella habría llegado a dinamitar los estudios de la Warner Brothers. Sobre el papel, la película podría parecer un proyecto condenado al fracaso: un guion prolijo e intocable, lleno de personajes como estatuas que encarnan ideas filosóficas… ¿Cómo se enfrenta la película a este problemático punto de partida? Como su protagonista, creyendo con fe ciega en sus principios. En lugar de diluir esa sopa filosófica, la película la asume sin temor a la grandilocuencia. Muestra a sus personajes movidos por impulsos (la ambición inflexible y la cobardía, el resentimiento y la voluntad de poder) que, en lugar de intuirse a partir de sus actos, se declaman en voz alta bajo la luz de los focos, en decorados grandiosos e irreales.

Como en las novelas de Dostoievski, aunque sin su complejidad polifónica, los personajes adoptan posiciones extremas y radicales, que se sitúan más allá de la lógica común. Luc Moullet, que publicó un bello librito sobre ella (en la editorial Yellow Now), comentó que esta podría ser la película más demente de la historia del cine: compromisos que se rompen en diez segundos, personas que se aman tanto que se ven forzadas a separarse… Hay personajes auténticamente novelescos, como Dominique Francon (Patricia Neal) y Gail Wynand (Raymond Massey), que fluctúan, que van de un lugar a otro a lo largo de la trama; y personajes míticos, alegóricos, fijos en su esencia, como Howard Roark (Gary Cooper) y Ellsworth Toohey (Robert Douglas).

En su concepción, parece como si a los autores no les hubiera inquietado que la película fuera inverosímil, pero sí que se hiciese larga. De ahí la apuesta por la rapidez: en la exposición (carente de transiciones suaves, llena de cortes brutales, obviando la preocupación por mantener un flujo narrativo constante), en los parlamentos, en las decisiones. Varias veces los personajes se ven enfrentados a encrucijadas en las que deben decidir su futuro mediante un sí o un no, y las afrontan violentamente, como si los segundos que median entre la pregunta y la respuesta no fueran un tiempo vital sino un espacio de representación; como si ya todo estuviera decidido de antemano, su destino escrito en su carácter, y solo hubiera lugar para un pequeño suspense teatral, dirigido a los antagonistas que aguardan el veredicto.

Todos los conflictos y debates ideológicos confluyen en el juicio final al que es sometido Howard Roark –una representación dentro de la representación, puesta en abismo de lo que separa al héroe de la sociedad, y que concluye necesariamente en una síntesis: acuerdo o condena. Es una buena prueba de lo que escribió Louis Skorecki: “todo el genio hollywoodiense, sus modos, su clasicismo maníaco, se sostiene verdaderamente en ese ceremonial tan fotogénico, ese ritual infinitamente dramático: el proceso”.

Desde la perspectiva del cine de autor (un concepto inexistente entonces), la obra de Rand puede sugerir ecos y analogías implícitas acerca de Hollywood, en su dramatización de la lucha entre el espíritu libre y el rodillo del sistema (que lamina las novedades para adaptarlas al gusto de las masas, un gusto que a la vez invoca y modela mediante su control de la oferta). La arquitectura se ha utilizado a menudo como metáfora del cine; basta recordar las declaraciones de John Ford:

«Es erróneo comparar a un director con un autor. Se parece más a un arquitecto, si es creador. Un arquitecto concibe sus planos a partir de ciertas premisas dadas: la finalidad del edificio, su tamaño, el terreno. Si es inteligente, puede realizar algo creador dentro de esas limitaciones (…) Los arquitectos no sólo crean monumentos y palacios. También construyen casas. ¿Cuántas casas hay en París por cada monumento? Lo mismo pasa con las películas. Cuando un director crea una pequeña joya de vez en cuando, un Arco del Triunfo, tiene el derecho de hacer películas más o menos corrientes».

King Vidor, que venía de romper su contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer a cuenta de los cortes impuestos por la productora a An American Romance (por no hablar de sus conflictos con Selznick en Duelo al sol), parecía el director perfecto para hacer de esta película un Arco del Triunfo. Lo consigue a partir del paradigma clásico de la transparencia. La mano del director se ve menos aquí que en las películas que cimentaron su carrera: The Big Parade, The Crowd. Como hace Roark con los edificios que proyecta, deja brillar a los actores de acuerdo con su organicidad propia. Las estatuas concebidas por Ayn Rand cobran vida gracias a la presencia física y la voz de Gary Cooper y Patricia Neal, de Raymond Massey y Kent Smith –y en menor medida de Robert Douglas, el personaje más teórico, envuelto en una nube de humo infernal.

Las interpretaciones de los dos protagonistas nunca son evidentes o unívocas, y esto da espesor al relato. Gary Cooper tiene un fondo de reserva sobre el que aflora una violencia erótica casi impúdica. Su elegancia no es una mera arma de seducción, sino que parte de dentro, como la fe en sí mismo del personaje: así aleja a Howard Roark de la petulancia. En ningún momento sobreactúa, al contrario que Patricia Neal –aunque quizá sería más justo pensar que es su personaje, que es Dominique Francon, la que lo hace, presa de su contradicción íntima: pusilánime ante lo que le afecta personalmente, y decidida para todo lo demás. Una mujer que se protege de sus deseos replegándose en un nihilismo lleno de paradójico apasionamiento.

Las manos de Gary Cooper son lo que Patricia Neal más recordaba de él, según dejó escrito en su autobiografía, As I Am. Unas manos largas y expresivas, manos de pianista o de jugador de baloncesto, casi femeninas si no fuera por sus dimensiones. Es sorprendente que Howard Roark las guarde en los bolsillos durante buena parte de la larga alocución que constituye su defensa en el juicio. Es como si el actor, convertido en el personaje de manera instintiva, sin la mediación de ningún “método”, quisiera deliberadamente controlar su expresividad física para que su discurso, si ha de imponerse al jurado, lo haga por su contenido, sin apoyarse en ninguna retórica gestual.

En cambio, y es solo un ejemplo, una de sus manos, apoyada en el marco de una ventana, aporta toda su expresividad a una escena anterior: Howard Roark, que acaba de salir de una reunión en la que le rechazan un proyecto, mira por la ventana y llega a ver, en una perspectiva no por imposible menos precisa, a unos recién casados cuyas manos se unen en el interior de un coche.

Estas dos imágenes contrapuestas tendrán, más adelante, su síntesis. El blanco del vestido de novia se transmutará en el blanco del hospital. Dominique pasará de mirar desde lo alto, sobre el pedestal de mármol en la cantera propiedad de los Francon, a bajar a ras de tierra, a mancharse en las trincheras, en la voladura de Cortland House. En una obra de estilo lapidario, sobrecargada de un pensamiento que busca expresarse a toda costa, el deseo amoroso abre un espacio para lo incierto, lo vivo, lo que no puede decirse.

Alas de saltamontes

Y la vida continúa (A. Kiarostami, 1992)

El cine de Abbas Kiarostami se mueve entre la sencillez y la sofisticación. Y la vida continúa tiene mucho de película-dispositivo, que combina elementos de documental y autoficción en una estructura transparente: un director filma el periplo de un director que va en coche, acompañado de su hijo, en busca del niño con el que filmó su película anterior. En la región en la que vive el niño, donde se rodó esa película, se acaba de producir un fuerte terremoto. La película del segundo director, el del relato, es también la película del primer director, Abbas Kiarostami, y el segundo reproduce, asumiendo el papel protagonista, una búsqueda que recuerda a la que era el motivo de aquella película (¿Dónde está la casa de mi amigo?).

El cine no solo refleja la realidad, sino que la altera –algo en lo que insistirá la tercera pieza del ciclo, A través de los olivos, en la que se documenta también el propio proceso de filmación. Este permanece implícito aquí, y esa omisión refuerza la reticencia poética de esta película. Y la vida continúa puede verse como un ejercicio de estilo, en el que todo está pensado y medido; pero también, simultánea y contradictoriamente, como un registro de presencias que el azar concede, con maravillosa espontaneidad, al cineasta y al espectador, transportados a la capacidad de asombro propia de un niño. La película consigue mantenerse en ese filo de ambigüedad, dar marcha atrás sin renunciar al objetivo del viaje, cuando aparecen grietas en el camino o el motor se recalienta en exceso.

Después de la negrura del cine de autor de los años 70, recuperar otras tonalidades del espíritu podía ser una respuesta dialéctica, y no meramente regresiva. Kiarostami encuentra su camino siguiendo el ejemplo del cine que pudo hacer, en la Persia de antes de la revolución, Sohrad Shahid Saless: un cine que no trata de diluir el peso del tiempo, y ello no con una voluntad realista (no hay que confundir el tiempo cinematográfico con el tiempo real), sino constructiva. El viaje del director no es el de un turista que aspira a prescindir al máximo de las incomodidades y los tiempos de espera en su asedio de “lo interesante”, ni tampoco el de un activista guiado por una misión.

Mirar exige tiempo y curiosidad, bordear el aburrimiento: cosas que los niños tienen en mayor medida que los adultos. Estos deben volver de alguna manera a ser como niños para entrar en el dominio de la fascinación. Saber mirar se parece a saber escuchar. Implica olvidar la prisa, la necesidad de juzgar, los compromisos y certidumbres que vamos asumiendo en la edad adulta. Parece sencillo, pero no lo es.

P. Adams Sitney intentó encontrar las bases del cine americano de vanguardia releyendo a Emerson: “Nos afecta de un modo extraño ver la costa desde un barco que navega, desde un globo, o a través de los matices de un cielo antes visto. El más pequeño cambio en nuestra perspectiva le da al mundo un aire pictórico. Una persona que viaje solo necesita subirse a una diligencia y atravesar su propio pueblo para ver cómo la calle se transforma en un guiñol. (…) ¡Qué pensamientos nuevos sugiere ver la faz de una tierra familiar en el movimiento rápido de un vagón de tren! En efecto, los objetos más habituales (si se hace un ligero cambio en el punto de vista) son los que más nos complacen. (…) En estos casos, por medios mecánicos, se nos sugiere la diferencia entre el observador y lo observado –entre el ser humano y la naturaleza. Así surge un placer mezclado con reverencia: se puede decir que experimentamos un grado inferior de lo sublime cuando por fin nos damos cuenta de que, mientras que el mundo es un espectáculo, algo de nosotros es estable.”

A bordo de un coche en el que las cosas se ven de manera diferente, padre e hijo van encontrando reminiscencias de la película anterior: un hombre mayor y un niño de ojos verdes que salían en ella, el camino en zigzag por una ladera que el niño protagonista recorría varias veces –el final de Y la vida continúa descubre una carretera que es como una variación de aquel camino.

La sencillez de la película, su minimalismo, es acorde con su mirada sobre la vida humana –desde la perspectiva que da la experiencia del terremoto. El transcendentalismo de Emerson se tambalea como esa tierra que parecía firme. Sobrevivir al movimiento de la corteza terrestre depende de circunstancias mínimas y triviales: haber ido a ver un partido de fútbol a la casa de unos tíos en otro pueblo, o salir de una habitación porque te están picando los mosquitos… Dramatizar o invocar la voluntad de Alá es fingir, como en el cuento de Andersen, que el rey no está desnudo.

El hijo del protagonista comprende instintivamente la ligereza. Al principio, en una parada técnica, atrapa un saltamontes y se lo lleva al coche. Para referirse a sus desplazamientos utiliza la palabra “migración”, que sorprende a su padre –quien después de un breve diálogo, y despistado por la intromisión del insecto, le manda que lo saque por la ventana. Antes de cumplir la orden paterna, el niño examina al saltamontes y exclama con súbita emoción que tiene las alas rojas. Una observación que tiene la sorpresa y concreción de un haiku. La película no muestra el rojo de las alas: es algo que solo ve el niño. El fulgor de la palabra rojo crea una imagen mental más intensa que cualquier inserto, y se contrapone al verde de los campos que los saltamontes buscan, posiblemente, en sus “migraciones”.

En otra parada técnica, es el director el que desciende del coche en medio de un bosque y, al escuchar el llanto de un bebé que parece abandonado, se olvida de sí mismo. La llamada de su hijo lo devuelve a la realidad, o bien al objetivo del viaje que da cuerpo a la película, cerrando ese desvío. Kiarostami, como Oliveira, filmaba el misterio más allá de lo sobrenatural, como algo que forma parte de la experiencia cotidiana.