Cerrar los ojos (Víctor Erice, 2023)
Todo empieza, en El espíritu de la colmena, con la llegada del cine a un pueblo de la meseta castellana, Hoyuelos, en el que los padres de la protagonista viven un inexplicado exilio interior. Es la experiencia del cine la que ensancha la percepción de Ana y le permite acceder al mundo de los espíritus mediante una sencilla fórmula: cerrar los ojos, invocar al espíritu: “Soy Ana”.
Han pasado cincuenta años, pero la estética de Víctor Erice se mantiene fiel a sus principios. Han cambiado muchas cosas, empezando por el soporte material de la película, pero se mantiene lo esencial: el ideal de un cine novelístico, en el que la trama progresa mediante simetrías y elementos recurrentes, creando relaciones que, más allá de su claridad significativa, se revelan como justas. Esta minuciosa construcción –que tiene un eco en la cuidadosa dicción y articulación de los textos por parte de todos los intérpretes (1)–,, se mantiene en Cerrar los ojos, pero en este caso con una dimensión adicional (que no sé muy bien cómo calificar): las simetrías y resonancias no son meramente internas sino que se extienden, sobre todo en la parte final de la película, al conjunto de la obra de Erice.
Abundan las citas literales, tanto temáticas como formales, si se pueden separar estos aspectos. Estas citas abarcan también, y es evidente, a los proyectos no realizados del cineasta: el viaje al sur (que aquí va más allá de los preparativos, aunque el personaje de Manolo Solo acaba tirando la maleta a la basura). Y el embrujo de Shanghai, evocado en el título castellano de The Shanghai Gesture, la película de Sternberg que cita La mirada del adiós (la película que está dentro de la película).
Dos planos laterales de corta duración, de Soledad Villamil y de Ana Torrent, cifran el desplazamiento de la mirada frontal, casi teatral, con la que se inicia La mirada del adiós, y la ruptura de la dinámica del plano/contraplano. También la voz en off del propio cineasta, que nos informa del destino de esa película después de que hayamos visto el final de su primera escena.
Cerrar los ojos incorpora una visión dialéctica, con la que el cineasta deja atrás la tentación del preciosismo. Muestra una realidad degradada y, en el mejor de los casos, aséptica: estudios de televisión, habitaciones de hotel o del asilo, trasteros de alquiler, paisajes que parecen nevados por las telas de los invernaderos… hasta la cafetería del Museo del Prado, un enclave de fealdad contemporánea en el templo del arte (que desaparece para dar entrada a un largo y maravilloso primer plano de Ana Torrent, que hay que ver en una sala de cine para apreciar como se merece).
Frente a esa melancolía o fealdad, el protagonista opta por exiliarse junto a un grupo de parias que practican una economía de subsistencia en un solar ocupado frente al mar. La imagen que lo muestra en su caravana es como la de un capitán de Conrad ante la mesa de su camarote. ¿Otro rey triste, o su antítesis? ¿O quizá las dos cosas, hegelianamente?
Otro filósofo, David Hume, sostuvo que la noción del “yo” carece de base racional: «nada cierto podemos afirmar del mundo objetivo y del sujeto que lo mira, salvo que uno y otro son haces de percepciones instantáneas e inconexas ligadas por la memoria y la imaginación» (esta síntesis se debe a Octavio Paz). Cuando fallan la memoria y la imaginación, el “yo” desaparece; el alma se alimenta de un bombardeo de estímulos exteriores, sin espacio para el reconocimiento (que, según Aristóteles, es uno de los elementos esenciales de la tragedia).
Cerrar los ojos se abre y se cierra con la imagen de una estatua de Jano, el dios de los umbrales que mira simultáneamente hacia adentro y hacia fuera.
(1) Es importante ser cuidadoso en esto, y en general en el trazado del paisaje sonoro que despliega también toda película, porque, como expone Cerrar los ojos, los niños y los animales reconocen antes la voz que la imagen de los seres queridos.