Niezábivaiemoie (Lo que no se olvida, Yuliya Solntseva, 1967)

La historia del cine ha conocido otras parejas de directores (Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet, Arthur y Corinne Cantrill, Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi) o de guionistas (Garson Kanin y Ruth Gordon); en comparación con estas, y aunque Yuliya Solntseva ya había codirigido algunas películas con su marido Aleksandr Dovzhenko durante la vida de este, lo más característico de su obra conjunta es que su parte esencial se desarrolla después de su muerte.
Surgen así unas películas que parecen no pertenecer a su tiempo; como un avatar femenino de Orfeo, Solntseva desciende al pasado (el averno de la industria y el progreso) y recupera los proyectos que su marido no pudo filmar. Lo que no se olvida se basa en un guion escrito por Dovzhenko en tiempos de la Segunda Guerra Mundial que fue prohibido en aquel momento por la censura estalinista (probablemente por presentar a Ucrania, y no a la URSS, como la patria invadida por los nazis).
No hace falta ser un gran conocedor de la obra de Dovzhenko para encontrar en Lo que no se olvida su concepción de la vida humana como algo que trasciende lo individual y biológico; en la que la orientación colectiva del comunismo soviético se mezclaba, generando roces en un sistema totalitario, con algunas convicciones ancestrales de los pueblos agricultores que se cifran en la parábola evangélica: “el grano de trigo que cae en la tierra y no muere queda solo, pero el que muere da mucho fruto”.
A la manera de sus héroes, el arte de Dovzhenko resucita en la obra de su mujer, y lo hace con una forma nueva: dejando atrás las viejas teorías del montaje, Solntseva filma amplios planos-secuencia que transmiten una armonía primordial, como el admirable de la reunión familiar que abre Lo que no se olvida. He aquí el eslabón perdido entre Dovzhenko y Tarkovski, que (si mal no recuerdo) este último no reconoció en sus escritos.
Los protagonistas de la película pertenecen a una familia que es como una alegoría de Ucrania. “Como mi madre, la patria”, escribió Yesenin, y también: “acariciar y fustigar es el don del poeta”. Lo que no se olvida se desenvuelve en el terreno de la fe: no está planteada desde fuera, para argumentar o convencer a los agnósticos; acariciar y fustigar son sus únicas metas, y no rehúye ni lo sublime ni lo obsceno. Solntseva y Dovzhenko apuntan a una especie de inconsciente colectivo, que nada tiene que ver con lo genérico; se hace visible en la materialidad de las cosas, pero no en la psicología individual, sin espacio para la ambigüedad ni la ironía. Juzgada con arreglo a las leyes de la novela, sería una obra fallida. Pero qué diferencia con tantas películas narrativamente impecables que no comunican nada.
La parte sublime está al inicio, y también puede evocar aunque sea remotamente el evangelio de San Juan: en concreto, el pasaje en que Jesús se sienta junto a la fuente de Jacob y le pide agua a una mujer samaritana. En la película, es la joven Olesia la que ofrece agua a los soldados que parten, en medio de la estampida de la gente y el ganado. Los soldados le dan las gracias. Ella se queda mirándolos, como si quisiera decirles algo. Tras un momento de vacilación, se dirige a uno de ellos. Él la escucha con los ojos bajos. El encuadre va y vuelve de una a otro siguiendo una hilera de árboles al borde de un río. La cámara se acerca a ella mientras se aprieta el pañuelo en torno al cuello de la blusa como si tuviera un escalofrío y la va envolviendo, casi acariciándola aunque no pueda tocarla, mientras ella dice sobre un fondo de detonaciones: “pronto anochecerá. Si pudieras… Soy virgen. Los alemanes llegarán mañana o pasado mañana y me violarán. Por favor, sé tú el primero.” Él le responde que no puede. No es el héroe que ella imagina. Está avergonzado por tener que retroceder frente al avance de los alemanes. Ella se da la vuelta, y él la acompaña. La cámara los sigue en torno al río, elevándose sobre las copas de los frutales hasta la entrada de la casa de ella. “Mi padre y mis hermanos están en el frente”.

Al trasponer la puerta de la casa, las cosas se ven en color. Ella le dice que no se quede de pie, y él posa su arma en la pared enyesada y se quita el petate. La mira con timidez. Tiene la camisa desgarrada a la altura del codo. Ella le ofrece algo de comer, y también que se dé un baño. Después de ayudarle a aclararse sobre una tina, le da una camisa blanca de lino bordada. Sentados a la mesa, parecen figuras de una escena bíblica. Ella va a su habitación y escoge algunos tejidos del ajuar que guarda en un arcón de madera. Coloca algunos en torno al espejo y a un retrato que cuelga de la pared sobre un estante con unos pocos libros, esparce margaritas por el suelo de la habitación, y se pone un camisón de lino blanco.

La consumación de la noche de bodas se desarrolla en tres secuencias: la primera sigue sin solución de continuidad a todo lo que antecede; la segunda, en blanco y negro, es introducida por la imagen de una hilera de casas ardiendo, y presenta un momento de duda: “¿por qué lloras?”. Tras una interrupción aún más larga y abrupta (protagonizada por unos desertores que regresan a casa, a los que su padre no quiere abrir la puerta), volvemos a encontrar a la pareja, otra vez en color; ella le pregunta a él si volverá para conquistarla en caso de que sobrevivan. El episodio concluye con la despedida de los amantes: un nuevo corte brusco al blanco y negro, ambos con sus ropas de diario. La puerta de la casa se cierra y los jóvenes vuelven a encontrarse junto a una cerca sobre el río. ¿Lo que hemos visto ha sucedido, o ha sido solo una visión interior? Y en ese caso, ¿de quién?


He aquí un amor que se ofrece sin ninguna connotación de conquista, como el polo opuesto de un mundo que se ha vuelto loco, en el que “las abejas se han vuelto locas también”. Filmar una escena como esta sin caer en el kitsch folclórico es una prueba de fuego al alcance de muy pocos y Solntseva la supera hasta un punto que hace palidecer al resto de la película (y al resto de las películas). Si la escena inicial puede recordar a Piavoli, aquí se siente una afinidad, no por inconsciente menos profunda, con Borzage: el amor físico adquiere una dimensión sagrada, aunque no se vincule explícitamente con ninguna religión. La pareja electiva de Olesia se llama Vasyli (como el protagonista de Zemlya), que viene del griego basileus (rey). Es evidente que Dovzhenko conocía La rama dorada, y el destino sacrificial que aguardaba a los reyes en las primitivas religiones agrícolas.
La muerte alcanzará a varios de los personajes de Lo que no se olvida, y ello tanto en el bando de los patriotas como en el de los ocupantes y traidores (la película insiste en que no se debe colocar entre estos últimos a las mujeres violadas por los nazis). En contraste con la pareja de desertores expulsados por su padre biológico, en la parte final la madre de Olesia acogerá como verdaderos hijos suyos a dos soldados heridos.
En el desenlace se reexpone la reunión inicial de la familia, ahora integrada por todos los que combaten por la patria; incluso la madre ausente retorna a través de su canto, que el patriarca Petro Chaban, firme como una roca, escucha en solitario… hasta que la comunidad lo rodea entonando la canción báquica que abría la película. Y a continuación volverá también Vasyli a recibir el agua de manos de Olesia; solo un momento antes de tornar al frente, con un brutal contraluz sobre el río. Estas repeticiones no tienen tanto un sentido narrativo como de rimas vinculadas a los ciclos del campo, a la muerte de las semillas que da vida a los cultivos y el eterno retorno de las estaciones -como la conexión gráfica entre la cadena del pozo y la horca con que los alemanes ejecutan a sus prisioneros.
