Y la vida continúa (A. Kiarostami, 1992)

El cine de Abbas Kiarostami se mueve entre la sencillez y la sofisticación. Y la vida continúa tiene mucho de película-dispositivo, que combina elementos de documental y autoficción en una estructura transparente: un director filma el periplo de un director que va en coche, acompañado de su hijo, en busca del niño con el que filmó su película anterior. En la región en la que vive el niño, donde se rodó esa película, se acaba de producir un fuerte terremoto. La película del segundo director, el del relato, es también la película del primer director, Abbas Kiarostami, y el segundo reproduce, asumiendo el papel protagonista, una búsqueda que recuerda a la que era el motivo de aquella película (¿Dónde está la casa de mi amigo?).
El cine no solo refleja la realidad, sino que la altera –algo en lo que insistirá la tercera pieza del ciclo, A través de los olivos, en la que se documenta también el propio proceso de filmación. Este permanece implícito aquí, y esa omisión refuerza la reticencia poética de esta película. Y la vida continúa puede verse como un ejercicio de estilo, en el que todo está pensado y medido; pero también, simultánea y contradictoriamente, como un registro de presencias que el azar concede, con maravillosa espontaneidad, al cineasta y al espectador, transportados a la capacidad de asombro propia de un niño. La película consigue mantenerse en ese filo de ambigüedad, dar marcha atrás sin renunciar al objetivo del viaje, cuando aparecen grietas en el camino o el motor se recalienta en exceso.
Después de la negrura del cine de autor de los años 70, recuperar otras tonalidades del espíritu podía ser una respuesta dialéctica, y no meramente regresiva. Kiarostami encuentra su camino siguiendo el ejemplo del cine que pudo hacer, en la Persia de antes de la revolución, Sohrad Shahid Saless: un cine que no trata de diluir el peso del tiempo, y ello no con una voluntad realista (no hay que confundir el tiempo cinematográfico con el tiempo real), sino constructiva. El viaje del director no es el de un turista que aspira a prescindir al máximo de las incomodidades y los tiempos de espera en su asedio de “lo interesante”, ni tampoco el de un activista guiado por una misión.
Mirar exige tiempo y curiosidad, bordear el aburrimiento: cosas que los niños tienen en mayor medida que los adultos. Estos deben volver de alguna manera a ser como niños para entrar en el dominio de la fascinación. Saber mirar se parece a saber escuchar. Implica olvidar la prisa, la necesidad de juzgar, los compromisos y certidumbres que vamos asumiendo en la edad adulta. Parece sencillo, pero no lo es.
P. Adams Sitney intentó encontrar las bases del cine americano de vanguardia releyendo a Emerson: “Nos afecta de un modo extraño ver la costa desde un barco que navega, desde un globo, o a través de los matices de un cielo antes visto. El más pequeño cambio en nuestra perspectiva le da al mundo un aire pictórico. Una persona que viaje solo necesita subirse a una diligencia y atravesar su propio pueblo para ver cómo la calle se transforma en un guiñol. (…) ¡Qué pensamientos nuevos sugiere ver la faz de una tierra familiar en el movimiento rápido de un vagón de tren! En efecto, los objetos más habituales (si se hace un ligero cambio en el punto de vista) son los que más nos complacen. (…) En estos casos, por medios mecánicos, se nos sugiere la diferencia entre el observador y lo observado –entre el ser humano y la naturaleza. Así surge un placer mezclado con reverencia: se puede decir que experimentamos un grado inferior de lo sublime cuando por fin nos damos cuenta de que, mientras que el mundo es un espectáculo, algo de nosotros es estable.”
A bordo de un coche en el que las cosas se ven de manera diferente, padre e hijo van encontrando reminiscencias de la película anterior: un hombre mayor y un niño de ojos verdes que salían en ella, el camino en zigzag por una ladera que el niño protagonista recorría varias veces –el final de Y la vida continúa descubre una carretera que es como una variación de aquel camino.
La sencillez de la película, su minimalismo, es acorde con su mirada sobre la vida humana –desde la perspectiva que da la experiencia del terremoto. El transcendentalismo de Emerson se tambalea como esa tierra que parecía firme. Sobrevivir al movimiento de la corteza terrestre depende de circunstancias mínimas y triviales: haber ido a ver un partido de fútbol a la casa de unos tíos en otro pueblo, o salir de una habitación porque te están picando los mosquitos… Dramatizar o invocar la voluntad de Alá es fingir, como en el cuento de Andersen, que el rey no está desnudo.

El hijo del protagonista comprende instintivamente la ligereza. Al principio, en una parada técnica, atrapa un saltamontes y se lo lleva al coche. Para referirse a sus desplazamientos utiliza la palabra “migración”, que sorprende a su padre –quien después de un breve diálogo, y despistado por la intromisión del insecto, le manda que lo saque por la ventana. Antes de cumplir la orden paterna, el niño examina al saltamontes y exclama con súbita emoción que tiene las alas rojas. Una observación que tiene la sorpresa y concreción de un haiku. La película no muestra el rojo de las alas: es algo que solo ve el niño. El fulgor de la palabra rojo crea una imagen mental más intensa que cualquier inserto, y se contrapone al verde de los campos que los saltamontes buscan, posiblemente, en sus “migraciones”.
En otra parada técnica, es el director el que desciende del coche en medio de un bosque y, al escuchar el llanto de un bebé que parece abandonado, se olvida de sí mismo. La llamada de su hijo lo devuelve a la realidad, o bien al objetivo del viaje que da cuerpo a la película, cerrando ese desvío. Kiarostami, como Oliveira, filmaba el misterio más allá de lo sobrenatural, como algo que forma parte de la experiencia cotidiana.

Lamento no poder dejar un comentario mejor, pero me encuentro entre los que vieron estas películas en su día y no han vuelto sobre ellas. Recuerdo las polémicas sobre la bondad de este cineasta (que llevaron a una recogida de firmas para contrarrestrar una crítica hostil) y su predicamento entre el sector francés de la cinefilia. Ahora que aquel ruido quedó atrás puede ser un buen momento para repasarlas; aunque no sé si «buen momento» es una expresión apropiada. ¿Qué opinaría Kiarostami de lo que está sucediendo en su país?
El comentario se agradece en cualquier caso. Yo solo he podido coincidir con esta segunda entrega de la trilogía en la reciente restauración digital (que se ve maravillosamente, a salvo de un momento con un desenfoque puntual que quizá puede deberse a problemas del equipo de proyección con el archivo, y no a la calidad de este). En cuanto a la película en sí, mi parecer es que los críticos franceses llevaban (una vez más) la razón. Demuestra que Kiarostami es, en sus mejores obras, y más allá de sus méritos o deméritos políticos, mucho más que una atracción exótica en la feria de los festivales.