El manantial (K. Vidor, 1949)

Conocer detalles sobre el origen de las películas no siempre es relevante a la hora de verlas, pero aquí es interesante saber que Ayn Rand, adaptadora de su propia novela El manantial, firmó un contrato según el cual la productora no podría omitir ni cambiar una palabra del guion sin su permiso.
En caso de incumplimiento, y siguiendo el camino de su héroe en la ficción, quién sabe si ella habría llegado a dinamitar los estudios de la Warner Brothers. Sobre el papel, la película podría parecer un proyecto condenado al fracaso: un guion prolijo e intocable, lleno de personajes como estatuas que encarnan ideas filosóficas… ¿Cómo se enfrenta la película a este problemático punto de partida? Como su protagonista, creyendo con fe ciega en sus principios. En lugar de diluir esa sopa filosófica, la película la asume sin temor a la grandilocuencia. Muestra a sus personajes movidos por impulsos (la ambición inflexible y la cobardía, el resentimiento y la voluntad de poder) que, en lugar de intuirse a partir de sus actos, se declaman en voz alta bajo la luz de los focos, en decorados grandiosos e irreales.
Como en las novelas de Dostoievski, aunque sin su complejidad polifónica, los personajes adoptan posiciones extremas y radicales, que se sitúan más allá de la lógica común. Luc Moullet, que publicó un bello librito sobre ella (en la editorial Yellow Now), comentó que esta podría ser la película más demente de la historia del cine: compromisos que se rompen en diez segundos, personas que se aman tanto que se ven forzadas a separarse… Hay personajes auténticamente novelescos, como Dominique Francon (Patricia Neal) y Gail Wynand (Raymond Massey), que fluctúan, que van de un lugar a otro a lo largo de la trama; y personajes míticos, alegóricos, fijos en su esencia, como Howard Roark (Gary Cooper) y Ellsworth Toohey (Robert Douglas).
En su concepción, parece como si a los autores no les hubiera inquietado que la película fuera inverosímil, pero sí que se hiciese larga. De ahí la apuesta por la rapidez: en la exposición (carente de transiciones suaves, llena de cortes brutales, obviando la preocupación por mantener un flujo narrativo constante), en los parlamentos, en las decisiones. Varias veces los personajes se ven enfrentados a encrucijadas en las que deben decidir su futuro mediante un sí o un no, y las afrontan violentamente, como si los segundos que median entre la pregunta y la respuesta no fueran un tiempo vital sino un espacio de representación; como si ya todo estuviera decidido de antemano, su destino escrito en su carácter, y solo hubiera lugar para un pequeño suspense teatral, dirigido a los antagonistas que aguardan el veredicto.
Todos los conflictos y debates ideológicos confluyen en el juicio final al que es sometido Howard Roark –una representación dentro de la representación, puesta en abismo de lo que separa al héroe de la sociedad, y que concluye necesariamente en una síntesis: acuerdo o condena. Es una buena prueba de lo que escribió Louis Skorecki: “todo el genio hollywoodiense, sus modos, su clasicismo maníaco, se sostiene verdaderamente en ese ceremonial tan fotogénico, ese ritual infinitamente dramático: el proceso”.
Desde la perspectiva del cine de autor (un concepto inexistente entonces), la obra de Rand puede sugerir ecos y analogías implícitas acerca de Hollywood, en su dramatización de la lucha entre el espíritu libre y el rodillo del sistema (que lamina las novedades para adaptarlas al gusto de las masas, un gusto que a la vez invoca y modela mediante su control de la oferta). La arquitectura se ha utilizado a menudo como metáfora del cine; basta recordar las declaraciones de John Ford:
«Es erróneo comparar a un director con un autor. Se parece más a un arquitecto, si es creador. Un arquitecto concibe sus planos a partir de ciertas premisas dadas: la finalidad del edificio, su tamaño, el terreno. Si es inteligente, puede realizar algo creador dentro de esas limitaciones (…) Los arquitectos no sólo crean monumentos y palacios. También construyen casas. ¿Cuántas casas hay en París por cada monumento? Lo mismo pasa con las películas. Cuando un director crea una pequeña joya de vez en cuando, un Arco del Triunfo, tiene el derecho de hacer películas más o menos corrientes».
King Vidor, que venía de romper su contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer a cuenta de los cortes impuestos por la productora a An American Romance (por no hablar de sus conflictos con Selznick en Duelo al sol), parecía el director perfecto para hacer de esta película un Arco del Triunfo. Lo consigue a partir del paradigma clásico de la transparencia. La mano del director se ve menos aquí que en las películas que cimentaron su carrera: The Big Parade, The Crowd. Como hace Roark con los edificios que proyecta, deja brillar a los actores de acuerdo con su organicidad propia. Las estatuas concebidas por Ayn Rand cobran vida gracias a la presencia física y la voz de Gary Cooper y Patricia Neal, de Raymond Massey y Kent Smith –y en menor medida de Robert Douglas, el personaje más teórico, envuelto en una nube de humo infernal.
Las interpretaciones de los dos protagonistas nunca son evidentes o unívocas, y esto da espesor al relato. Gary Cooper tiene un fondo de reserva sobre el que aflora una violencia erótica casi impúdica. Su elegancia no es una mera arma de seducción, sino que parte de dentro, como la fe en sí mismo del personaje: así aleja a Howard Roark de la petulancia. En ningún momento sobreactúa, al contrario que Patricia Neal –aunque quizá sería más justo pensar que es su personaje, que es Dominique Francon, la que lo hace, presa de su contradicción íntima: pusilánime ante lo que le afecta personalmente, y decidida para todo lo demás. Una mujer que se protege de sus deseos replegándose en un nihilismo lleno de paradójico apasionamiento.

Las manos de Gary Cooper son lo que Patricia Neal más recordaba de él, según dejó escrito en su autobiografía, As I Am. Unas manos largas y expresivas, manos de pianista o de jugador de baloncesto, casi femeninas si no fuera por sus dimensiones. Es sorprendente que Howard Roark las guarde en los bolsillos durante buena parte de la larga alocución que constituye su defensa en el juicio. Es como si el actor, convertido en el personaje de manera instintiva, sin la mediación de ningún “método”, quisiera deliberadamente controlar su expresividad física para que su discurso, si ha de imponerse al jurado, lo haga por su contenido, sin apoyarse en ninguna retórica gestual.

En cambio, y es solo un ejemplo, una de sus manos, apoyada en el marco de una ventana, aporta toda su expresividad a una escena anterior: Howard Roark, que acaba de salir de una reunión en la que le rechazan un proyecto, mira por la ventana y llega a ver, en una perspectiva no por imposible menos precisa, a unos recién casados cuyas manos se unen en el interior de un coche.


Estas dos imágenes contrapuestas tendrán, más adelante, su síntesis. El blanco del vestido de novia se transmutará en el blanco del hospital. Dominique pasará de mirar desde lo alto, sobre el pedestal de mármol en la cantera propiedad de los Francon, a bajar a ras de tierra, a mancharse en las trincheras, en la voladura de Cortland House. En una obra de estilo lapidario, sobrecargada de un pensamiento que busca expresarse a toda costa, el deseo amoroso abre un espacio para lo incierto, lo vivo, lo que no puede decirse.
