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Lunar

Koibumi / Carta de amor (Kinuuyo Tanaka, 1953)

Con sus mejillas perfectamente rasuradas y ojos absortos, Mayumi (Masayuki Mori) es como un niño melancólico. Su rostro es una máscara, pero bajo el velo de la inexpresividad se adivina la bilis negra que contamina su sangre. La película no presenta este mal desde una perspectiva psicológica, sino moral. Reikichi Mayumi ha optado por alejarse de la vida práctica y sus pequeñas corrupciones para mantenerse puro, intacto. Fiel a un pasado que solo existe en su mente, en forma de música, tiene la arrogancia del que mira el mundo a distancia, inmóvil mientras todo se agita a su alrededor.

Está la justificación de la guerra y la derrota, pero ¿acaso no las vivieron los demás? Su hermano pequeño, Hiroshi, que ha sido capaz de superar una infancia deshecha como la ciudad en que vivían, y se adapta a la posguerra con dinamismo (acompañado por notables movimientos de cámara). Su compañero de estudios, Yamaji, capaz de sacar rendimiento práctico a sus conocimientos de idiomas como una especie de alcahuete literario, y esto sin ponerse por encima de las mujeres que pagan por sus servicios –cuyas flaquezas observa como reflejo de las propias. Y ante todo esas mujeres, desde las más cómicas a las más dignas: como la que encarna Kinuyo Tanaka, sin ninguna necesidad de justificarse a sí misma frente a las críticas de Mayumi.

Como directora, Tanaka comparte con Ozu una concepción del espacio cinematográfico que rompe con la retórica occidental basada en el punto de vista de la platea de teatro. La multiplicación de perspectivas se inserta con naturalidad en la tradición teatral propia de Japón; pero aquí, por otra parte, la ruptura se da también a nivel temporal.

El momento más notable en este sentido es el que sucede al reencuentro de Mayumi con Michiko (Yoshiko Kuga) en una estación de tren de cercanías, en medio de la multitud. Ella reacciona a la llamada de él y sale del tren. El andén queda vacío y ellos uno frente a otro. La cámara los encuadra desde el interior del tren. La puerta del coche se cierra, y el tren arranca; los perdemos de vista. Corte a las manos de unos niños que juegan a piedra, papel, tijera, que corren por una ladera y agitan las ramas de un árbol llenos de energía (en abierto contraste con la abulia con que se peleaban en una escena anterior los hijos de Yamaji).

Luego siguen otras secuencias que van reconstruyendo el pasado común de Michiko y Mayumi en diferentes momentos: ¿es un flashback, o una visión interior, subjetiva, de Mayumi que toma la forma de relato para que podamos compartirla? En todo caso, la película no se atiene al punto de vista de su protagonista masculino, sino que lo alterna con el de los otros personajes. Mayumi podría ponerse en conexión con el Scottie de Vértigo de Hitchcock: ambas son hombres cuyas pasiones idealizadas se estrellan contra la realidad cotidiana –o, mejor dicho, contra las mujeres que “traicionan” sus sueños. Lo que diferencia a Mayumi de Scottie es que tiene un hermano y un amigo que lo zarandean para que despierte de sus fantasías.

Quizá por haber trabajado como actriz, Tanaka concibe el trabajo de dirección como la creación de un espacio que los actores deben habitar, llenar de vida. Nunca parecen estar actuando; no hay ninguna distancia entre intérpretes y personajes. Más allá de su anécdota narrativa, la película traza un arco que, desde la espera y la ocultación inicial del rostro de la protagonista, nos lleva a ver cómo ese rostro se rompe por la emoción, hasta desaparecer de nuevo. Y esto en una cultura en la que el decoro social prohíbe la expresión de los sentimientos, una sociedad que cultiva las “pequeñas virtudes”, como diría Natalia Ginzburg: el pudor en lugar de la sinceridad, el moralismo en lugar de la apertura al otro, la castidad en lugar del amor.

“Tienes que prepararte para soltar todo asidero cuando estés al borde de un precipicio, morir y volver de nuevo a la vida”: esta frase del maestro zen Hakuin puede ser un buen resumen de la película. Un tiempo después de verla, cuando uno ha olvidado ya los detalles del argumento (como decía el poeta: “oscura la historia / y clara la pena”), permanecen las caras de Mayumi, Hiroshi, Yamaji, que nunca podremos confundir con las de otros japoneses; y sobre todo el rostro cabizbajo de Yoshiko Kuga, en la penumbra o iluminado por fogonazos, con el lunar en la parte derecha de la nariz.

Querer la luna

La señorita Oyu / Oyû-sama (Kenji Mizoguchi, 1951)

Es muy natural que pidamos a gritos la luna, de acuerdo, aunque sería fatal que nuestros gritos llegaran a oírse. ¿Qué podríamos hacer cualquiera de nosotros con la luna si en efecto se nos diera?

J. Conrad: Salvamento

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Oyû-sama es una adaptación de un clásico de la moderna literatura japonesa: la novela corta de Junichirô Tanizaki que se conoce en Occidente como El cortador de cañas (1). El texto tiene dos partes: empieza con una larga introducción en la que el narrador relata su visita al santuario de Minase, situado entre Osaka y Kioto, en el lugar donde se ubicaba el palacio de retiro del emperador Go-Toba –que se vio forzado a abdicar al término del periodo Heian (794-1185), la edad de oro de la literatura clásica japonesa. Después de cenar en un pueblo cercano, el narrador se para a contemplar la luna llena (es el día central del octavo mes según el calendario antiguo, en el que los japoneses celebran la festividad de Tsukimi) desde un cañaveral en una isla en medio del río Yodo, a la que llega en un viejo transbordador (2). Toda la introducción está trufada de citas de textos clásicos de la tradición japonesa que al narrador le vienen a la memoria a partir de lo que va contemplando, y cuya conexión con lo que vendrá a continuación nunca se hace explícita.

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Entonces surge un hombre entre las cañas, que se convierte a su vez en narrador de la historia principal: empieza relatando cómo, cuando era niño, su padre lo llevaba a contemplar la luna llena junto al lago de Ogura la noche de Tsukimi, y allí se detenían ante una rica mansión en la que un grupo de mujeres y hombres tocaban el koto, el samisen y el kokyu (como si pertenecieran a la corte del emperador enclaustrado al que el narrador evoca en la primera parte). Luego cuenta, tal como se la refería todos los años su padre, la historia de la señora de la villa, a la que llamaba “la dama Oyû”.

La historia de la relación triangular del nuevo narrador, el padre, con la señora Oyû y su hermana Oshizu, relatada de forma lineal –por imposición del productor, en contra de la estructura original en tres flashbacks del guionista Yoshikata Yoda (3)– y con otras variaciones que responden a motivos de técnica narrativa, moral y psicología, es lo único que la película conserva del original literario. Aquella pierde así todo el sutil juego de perspectivas, y la oscilación entre lo dicho, lo insinuado y lo oculto que mece el magistral relato de Tanizaki; reducida a su esquema y modernizada para convertirse en un guión de melodrama perteneciente al subgénero de esposas desdichadas (Tsuma-mono), la base narrativa de la película es mucho más pobre que la del texto en que se basa –en este sentido, no resulta muy diferente de muchas adaptaciones literarias perpetradas en Hollywood.

Enfrentado a estas condiciones, Mizoguchi evoca el espíritu de la obra original de Tanizaki de dos maneras distintas: en primer lugar, la suntuosidad de los escenarios, la exactitud de las composiciones, el refinamiento de la luz y los movimientos de cámara (hay que citar al director de fotografía Kazuo Miyagawa) –rasgos todos que no tienen igual en la obra de ningún otro cineasta– recuperan, de la manera en que el cine puede hacerlo, el diálogo con la tradición que mantiene el relato original: así, las citas del Masukagami, los Genji monogatari, el Libro de la almohada, la pintura yamato-e, la evocación de los sonidos del koto y la flauta en el jardín del emperador Go-Toba, o los poemas chinos de Du Fu y La canción del laúd de Bai Juyi, son sustituidos por los follajes de los arces a contraluz, el humo ondeante del incienso, la firma de Oyû en un abanico, la imagen oblicua de un exquisito jarrón con un ikebana, los sonidos de las aves nocturnas y las olas del mar, o el concierto sobre el agua en la noche de Tsukimi –que se clausura con un movimiento de cámara que acompaña la lectura de una carta pasando de la efigie iluminada de una mujer a una llama temblorosa, y de ahí a las cuerdas silenciosas del koto.

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El rostro de Kinuyo Tanaka resulta demasiado moderno para encarnar a Oyû-sama, a la que Tanizaki describe como un ser de otra época (lo que justifica la pasión imposible del protagonista, fascinado por el pasado al igual que el narrador de la primera parte), con “facciones borrosas, como veladas por una gasa de seda que no dejara líneas claras y marcadas; al mirarla a la cara era como si ante los ojos cayera una sombra brumosa, como si la envolviera una neblina particular. En los textos antiguos se utiliza la palabra rôtaketa para definir esa clase de rostro; en eso reside la nobleza de la dama Oyû”. A cambio, la suavidad de la voz de la gran actriz, especialmente en la parte final de la película, se ajusta como un guante a ese carácter nebuloso. Por otra parte, Mizoguchi se las arregla para filmarla a través de cortinas de seda, desde el punto de vista de su hermana (llamada Shizu en la película, e interpretada por Nobuko Otowa), cuando tiene lugar su segundo y decisivo encuentro con el protagonista Shinnosuke (Yûji Hori): es la escena en que ella canta acompañada por el koto, vestida con un refinado quimono, que prefigura la escena final.

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El primer encuentro entre los personajes se muestra en la escena inicial de la película, que sella su destino: el amor a primera vista de Oyu y Shinnosuke, y la invisibilidad de Shizu para este último –cuando sorprende la llegada de la comitiva de mujeres desde el bosquecillo, la figura de Shizu queda siempre oculta tras la de una criada, lo que refleja, sin necesidad de palabras, que tal es su función en relación con su hermana Oyu. Otras imágenes y diálogos posteriores acentúan esa relación de poder inscrita en el vínculo familiar.

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En síntesis, Oyû-sama es la historia de una triple frustración sexual (4), que se basa en la disociación entre el deseo individual y la sujeción a unas estrictas normas sociales –que aún pervivían en Japón al inicio de la era Meiji (5). El relato de Tanizaki expresa la eterna postergación del deseo que sufren los protagonistas a través de los juegos perversos que Oyû impone al padre del narrador: “Una vez la señorita Oyû le puso a mi padre una mano delante de la nariz y le dijo: Quiero que no respire hasta que yo diga ya. Mi padre lo intentó hasta que no pudo más y dejó escapar un poco de aire. ¡Aún no he dicho ya!, exclamó la señorita Oyû enfadada; y de ahí pasó a cerrarle los labios con los dedos o a taparle la boca con una tira doblada de crespón rojo. (…) Otras veces le decía: No me mire; junte las manos y siéntese bien, con los ojos bajos; y prohibiéndole reírse le hacía cosquillas debajo del mentón o en los costados, y decía: No se puede decir ay, y le pellizcaba por todas partes. Le encantaban estas travesuras. No se puede usted dormir, decía, aunque yo me duerma. Si le entra sueño, aguántase y no deje de mirarme a la cara mientras duermo. Se dormía tranquilamente y, cuando mi padre también empezaba a cabecear, ella se despertaba y le soplaba en la oreja o le hacía cosquillas en la cara con un papel arrugado, para espabilarlo.

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Esta situación se desdobla en dos escenas de la película: una en la segunda parte reproduce su acontecer más o menos literal, aunque complicada con la presencia de testigos, que en su confusión subrayan melodramáticamente el sacrificio de Shizu –su silueta enmarcada entre los árboles y el agua cierra la escena con una imagen de exquisita belleza: una especie de suicidio simbólico que recuerda la muerte en el agua de Anju, en El intendente Sansho.

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No obstante, otra escena anterior revela la carga implícita de estos juegos: es el momento en que Shinnosuke vela el sueño de Oyû después de que esta haya sufrido un golpe de calor, y se ve asaltado por la tentación de violarla, que consigue reprimir.

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La belleza ideal, los rituales del pasado, son expresiones de la sublimación de un deseo sexual cuya satisfacción se niega sin cesar a los personajes –y que, cuando acceden finalmente a ella, como en el caso de Shizu, se paga con la muerte. Al mismo tiempo, el deseo imposible hace de la vida una forma de muerte, que los protagonistas recorren con lentitud y rigidez, presos de la belleza como fantasmas sin coartada sobrenatural, como emperadores que hubieran abdicado de sus poderes. A lo largo de toda la película, una historia íntima narrada en planos generales, Oyû, Shizu y Shinnosuke aparecen como prisioneros aislados por ramajes, troncos de bambú, velas, pilares de madera, estores, puertas shôji, cañaverales, barcas varadas en la arena, islotes desiertos.

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El ejemplo más deslumbrante es un plano-secuencia de más de tres minutos de la parte final (6), cuando los tres protagonistas están de viaje en una localidad costera y Shizu, que acaba de pedir a Oyû en la playa que no acepte la propuesta de matrimonio que le ofrece un rico fabricante de sake, vuelve junto a Shinnosuke y pone las cartas boca arriba.

Una escrupulosa geometría define las relaciones entre los personajes: al principio el escenario aparece vacío, pero un leve movimiento de cámara acompaña a Shizu, que llega corriendo y se sienta junto a Shinnosuke para pedirle que se case con Oyû; inmediatamente aparece esta, vestida de oscuro, que se interpone entre la pareja vestida de blanco, junto a unas ramas negras que recuerdan a su abanico:

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Shizu se postra ante Oyû y le revela la verdad de su matrimonio, mientras que Shinnosuke se gira avergonzado:

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Shinnosuke confirma las palabras de Shizu con una mirada fugaz que dirige a Oyû; ella avanza hacia él pero se detiene bruscamente porque Shinnosuke la rehúye dándose la vuelta, seguido por la cámara:

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Oyû mira alternativamente a Shizu y a Shinnosuke, y ahora es ella la que retrocede avergonzada; se desplaza hacia la izquierda seguida por la cámara  y por su hermana, que permanece por un momento, después de haber revelado su sacrificio, como vértice central del triángulo:

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Shizu insiste en su posición de sierva, pero pronto Oyû recupera su posicion central, mientras Shinnosuke trata de desaparecer con la técnica conocida como «del avestruz»:

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Oyû rechaza el sacrificio de Shizu porque sabe que ella también ama a Shinnosuke; incapaz de responder, Shizu sale del encuadre por la derecha:

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Oyû se dirige ahora a Shinnosuke pidiéndole que rectifiquen, y este la escucha avergonzado en la misma posición; incapaz de soportar su mirada, se levanta él también y retrocede hacia el fondo del encuadre:

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Un leve desplazamiento de cámara nos devuelve al mismo encuadre del inicio, pero ahora Shizu está agachada hacia la derecha; Oyû vuelve a situarse en el centro: «si no hacéis lo que os digo, dejaré de ser vuestra hermana«.

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«Y por el bien de todos, no nos veremos más«. Oyû sale por la derecha, y Shinnosuke se aleja en dirección opuesta dando la espalda a Shizu, que se queda sola en una posición descompensada, con los ojos en el suelo, mientras regresa a todo volumen el bello tema musical compuesto por Fumio Hayasaka:

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Todo este complejo juego de composiciones sucesivas se resuelve sin ningún corte, en un plano de milagrosa exactitud, en el que las imágenes parecen dibujadas o elaboradas con títeres, y no obtenidas a partir de fragmentos de “vida”. Desde el punto de vista narrativo la escena marca un punto de inflexión, en tanto que supone la ruptura del triángulo de los protagonistas: momentos después, cuando las camareras del hotel sirven la cena (solo para dos), Shizo aparece en una posición similar a aquella en que la dejábamos antes, pero en el lado opuesto; el encuadre, ligeramente más abierto, muestra ahora una luz de esperanza:

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Este grosero análisis trata de resumir la segunda estrategia con la que Mizoguchi reacciona frente al grueso trazo melodramático del guión impuesto por el productor, y se acerca a la sutil claridad de El cortador de cañas de Tanizaki: una extremada elaboración formal, y la renuncia a la sobrecarga emotiva de sus obras más famosas (Cuentos de la luna pálida, El intendente Sansho).

Si en una primera visión Oyû-sama puede resultar una película fría y remota, se hace apasionante al volver sobre ella; pese a las deficiencias de su base narrativa, hay que recordar que esta es solo el envoltorio –como la camisa de crespón de Oyû que evoca el narrador del relato de Tanizaki, sobre la que su padre le decía: “El crespón no tiene que ser blando; el verdadero valor de la tela está en esas arrugas que le dan peso. Se siente mucho mejor la suavidad de la piel de una mujer al tocarla junto a esas gruesas arrugas.

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(1) Las citas que figuran en el texto proceden de la traducción indirecta, hecha a partir de la versión inglesa, publicada en España por Siruela (Madrid, 2008). El título proviene de un poema del siglo XI que aparece citado al inicio: “¡Qué desdichado soy sin ti, cortando cañas! La vida en la bahía de Naniwa se me hace cada vez más dura.” Naniwa es el nombre antiguo de Osaka.

(2) Estos hechos se corresponden con las últimas imágenes de la película, que muestran al protagonista caminando lentamente bajo la luna llena.

(3) Esta información, y las referencias posteriores al subgénero Tsuma-mono, provienen del libro de Antonio Santos: Mizoguchi. Ediciones Cátedra. Madrid, 1993.

(4) En Tanizaki, antes de dar paso al relato principal, la visión de la luna llena induce al narrador a evocar a las cortesanas que, como las sirenas de la Odisea, seducían con sus cantos a los viajeros: según un texto antiguo, “allí grupos de cantoras navegan en barquichuelas con sus pértigas, se acercan a los barcos del río e invitan a los hombres a compartir su lecho. Sus voces se alzan sobre el río hasta más allá de las nubes, la brisa prolonga sus ecos sobre el agua, y no hay viajero que no se olvide de su hogar…” El narrador se pregunta: “¿dónde están aquellas mujeres flotantes? Se dice que escogían nombres de guerra con sabor budista en la creencia de que vender placer sexual era una acción digna de un bodhisattva. (…) Tal vez, como escribió Saigyo, esas mujeres hayan renacido en el paraíso de Amida, y allí sonrían apiadándose de que lo que no cambie nunca, en ninguna época, sean las miserias de la humanidad.

(5) En comparación con el relato de Tanizaki, las mujeres ganan en complejidad: no se acomodan a la sumisión familiar que se espera de ellas sin hacerse violencia. Esto supone un cierto anacronismo, al mezclar unas imposiciones sociales propias del pasado con unos movimientos psicológicos comprensibles para el público de los años 50, y hace que las decisiones que conducen al desenlace de la historia puedan resultar un tanto confusas.

(6) Este plano tiene correspondencia estructural con otro anterior, en el que Shizu explicaba a Shinnosuke, en la noche de bodas, los motivos de su renuncia a consumar el matrimonio. En el primero, en el que Oyû estaba ausente, el encuadre es oblicuo, en oposición a la frontalidad del segundo.

Imágenes: trigon-film.org / film.thedigitalfix.com / mubi.com / dvdbeaver.com / youtube.com /zwitscherdiele.blogspot.com / shangols.canalblog.com

Pintores y modelos

Todo comienza con la piel, la carne, la superficie de ese cuerpo, el revestimiento de esa alma. Lo mismo da que el cuerpo esté desnudo o vestido, que la extensión de esa piel se encuentre finalmente limitada por un mechón de cabello, por el cuello de un vestido o por el contorno de un torso, de un costado. Lo que importa es que el pintor haya cruzado o no esa frontera imaginaria de intimidad al otro lado de la cual empieza una ternura vertiginosa.

John Berger: El sentido de la vista. Alianza Editorial. Madrid, 1990