La folie Almayer / La locura de Almayer (Chantal Akerman, 2011)
Pese a que relatan aventuras exóticas, los libros de Conrad no son epopeyas ingenuas: sus héroes nunca son intachables, y a menudo tienen poco de “héroes”. En este sentido, representa la antítesis de Verne (en cuya obra las figuras ambivalentes de Nemo o Hatteras constituyen la excepción). Conrad inauguró su carrera literaria con una novela ya magistral –aunque de prestigio actual algo apagado por el brillo de otras de las que vendrían después–, que narra la historia de Almayer, el único hombre blanco que residía en la costa oriental de Borneo en los tiempos de las Indias Orientales Holandesas.
A la manera de los modernos directores de escena, Akerman trae el relato de Conrad al presente para mostrar que el racismo y la explotación colonial no son cuestiones superadas, limitadas a un concreto momento histórico, y también para privar a los hechos y personajes de todo halo de romanticismo. Si ya en la novela queda meridianamente claro que la auto-asumida superioridad moral de los blancos se basa en una hipocresía mucho más refinada que la de los árabes y malayos, respaldada por la fuerza invencible del capital y las armas, la película no deja ningún lugar para la esperanza. Es como una radiografía, tomada a la luz de los relámpagos de las tormentas tropicales, de la vida en una prisión sofocante cuya única salida es la riqueza fácil: un objetivo quimérico para hombres débiles como Almayer (Stanislas Merhar) o fuertes en apariencia como Lingard (Marc Barbé), soñadores doblemente peligrosos que, incapaces de conducir sus propias vidas, pretenden conformar también las de sus hijas (biológicas o adoptivas) a la medida de sus sueños.
Los largos planos de Akerman evocan el estilo de Conrad, que fluye despacio como las aguas de los canales secundarios del río Pantai, cargadas de aluviones de detalles concretos: las imágenes de hojas desenfocadas en primer plano, los sonidos de la selva y de los remos desplazando el agua, tienen más peso que cualquier traza de evolución psicológica. Tal vez por la renuncia, no ya al naturalismo sino también a lo específicamente novelístico, esta adaptación se acerca al umbral de lo simbólico, a un cierto cine de qualité, en mayor medida que las obras no narrativas de la cineasta; de ser arrastrada por esa corriente la salva su apego a lo sensible, y también un rechazo instintivo hacia cualquier forma de adoctrinamiento.
Akerman nos hace presenciar las experiencias traumáticas que vivió Nina en el curso de su educación como mujer blanca –aunque fuera del campo visual, solo a través del sonido. Conrad, en cambio, las evoca con sutil ironía, a través de sus consecuencias en el pensamiento de ella: «Su joven inteligencia, a la que tan torpemente se había permitido vislumbrar mejores cosas, había perdido la facultad de discernir. Le parecía a Nina que no se había operado cambio ni diferencia alguna. Que se traficase en almacenes de ladrillo o a la orilla del cenagoso río; que se ganase poco o mucho; que los juegos de seducción se practicaran a la sombra de los grandes árboles, o de la catedral, en el paseo de Singapur; que los hombres urdieran intrigas para hacer triunfar sus propios menesteres al amparo de las leyes y de acuerdo con las reglas de la conducta cristiana, o que lograsen la satisfacción de sus deseos con la astucia salvaje y la inquieta ferocidad propia de naturalezas tan huérfanas de cultura como sus propias inmensas y sombrías selvas; en todo ello, a Nina le pareció ver solamente las mismas manifestaciones de amor y odio y el sórdido apasionamiento en la caza del dólar esquivo en sus múltiples formas».
La película prescinde de todos los personajes y tramas secundarias que enriquecen el tejido de la novela. Es significativo que pase de largo por las imágenes tan visuales que se acumulan en la parte final de esta: Almayer, como un Lear del trópico, borrando cuidadosamente las huellas de Nina en la arena para aprender a olvidar que tuvo una hija; y luego quemando su casa para trasladarse a vivir al hotel absurdo que hizo construir al lado, bautizado por los holandeses como “la locura de Almayer” –de manera que la antigua burla se convierte en realidad trágica.
A cambio ofrece otras imágenes, frías como hojas de machete, músicas insinuadas que nunca llegan a alcanzar su apogeo, reflejos alargados de una luna invisible. Al final, las sombras de la techumbre y los cabellos desordenados y largas pestañas de Almayer convierten su cabeza en una extensión de la selva tropical, vertiginosa y llena de podredumbre en su interior sombrío.
Mientras que Conrad trata de comprender a todos sus personajes, incluso a los más equivocados y absurdos, y construye con sus palabras un dosel o refugio para el alma atormentada de Almayer –hasta que queda exánime, liberado de los recuerdos que lo atormentan como un genio malo–, Akerman ofrece una representación hermética y tenebrista, a la manera de un oratorio profano, de la mentalidad colonial y sus consecuencias. En la novela Almayer teme que, si no consigue olvidar a su hija en vida, se verá atado a su recuerdo por toda la eternidad. La película no concede a su protagonista alcanzar ninguna forma de perdón u olvido, y está interpretada como si el temor del personaje literario se hubiera materializado: como si todos, Almayer, Nina, Dain, Lingard, Zahira, Chen, Ali, a semejanza de los personajes de El año pasado en Marienbad, fueran muertos con apariencia de vivos, sonámbulos condenados a escenificar de manera incesante, sin exteriorizar ninguna emoción, un ritual sin objeto.
La idea de Au hasard Balthazar proviene, como es habitual en Bresson, de Dostoievski: en El idiota, el príncipe Myshkin relata cómo, durante su periodo de convalecencia en Suiza, se recuperó de su enfermedad (una epilepsia que, después de los ataques, le sumía en una profunda atonía): «la circunstancia que la eliminó fue escuchar el rebuzno de un asno que se hallaba tendido en el suelo, en la plaza del mercado. El asno me impresionó vivamente; verlo me causó, no sé por qué, un placer extraordinario… Y mi cerebro recobró en el acto su lucidez.» Su interlocutora responde: «Un asno. ¡Qué raro! … Aunque, después de todo, no tiene nada de raro. Muchas personas sienten cariño hacia los asnos. Eso se veía ya en los tiempos mitológicos.”
En el capítulo siguiente, el príncipe cuenta su felicidad al estar con los niños del pueblo. Al principio ellos no le hacían mucho caso, pero esto cambió por su relación con una chica pobre y desgraciada llamada María, a la que los niños perseguían para reírse de ella. El príncipe consiguió cambiar esta actitud: «en breve todos los niños llegaron a amarla, y a experimentar a la vez un repentino afecto por mí (…) Cuando los adultos me reprochaban el no ocultar nada a los chiquillos y el hablarles como si fueran personas mayores, yo respondía que era vergonzoso mentirles. Además –añadía–, a pesar de todas las precauciones, ellos llegarán siempre a saber lo que nos empeñamos en ocultarles, con la diferencia de que lo sabrán de un modo que excite su imaginación, mientras que conmigo ese peligro no existe.»
Lo mismo podría decir Bresson: con él ese peligro no existe. La sombra de Dostoievski se proyecta también sobre el tema central de la película: la corrupción de la inocencia. Hoy está mal visto entre los cinéfilos hablar sobre el contenido de las películas de Bresson (lo mismo que ocurre con las de Ingmar Bergman): parece una involución hacia los cineclubs de la España de los 60, los premios de la Oficina Católica Internacional del Cine y los comentarios sobre el estilo «trascendental» de Paul Schrader. Pero tratar de glosar el logro formal (indiscutible) del cine de Bresson al margen de su contenido es un camino sin salida, salvo que uno se convierta en poeta, como Jonas Mekas en su reseña de Une femme douce. (1)
«Juzgar la belleza es difícil. Aún no me siento con fuerzas para hacerlo. La belleza es un enigma», decía Myshkin en El idiota.
Las películas de Bresson tratan de preservar el misterio de las cosas, de impedir que las contradicciones se junten; Marie (como después, de forma aún más evidente, Mouchette) desciende del Edmund de Alemania, año cero. (2)
Ninguna explicación causal o psicológica nos facilitará la comprensión de los sucesos de Au hasard Balthazar, que parecen actos gratuitos (como el crimen de El extranjero de Camus): por qué el padre de Marie oculta sus cuentas, por qué Marie se entrega a Gérard, por qué Gérard y sus compañeros presionan la conciencia de culpa de Arnold, por qué Arnold maltrata a Balthazar después de haberlo salvado, por qué Marie vuelve a la casa ocupada por la banda de Gérard después de comprometerse con Jacques. Tratar de explicar estos actos recurriendo al cliché de los «pecados capitales» es explicar muy poco. Como ocurre con las películas que hacía Bergman en los años 60, parece claro que Bresson pretende reflejar el mundo después de la muerte de Dios. Siguiendo el esquema habitual de las novelas de Dostoievski, los críticos han interpretado la película como una confrontación de seres humanos ofuscados por sus pasiones con una alegoría de la Pasión de Cristo, en este caso rebajada de toda trascendencia y sentimentalismo bajo la figura de Balthazar; sin que esa confrontación conduzca a ningún cambio de actitud, ninguna conversión, ninguna síntesis en el marco del relato. Esa interpretación puede ayudar a comprender a posteriori el porqué de Bresson, de su proceso creativo, pero no los porqués de Marie, de su padre, de Jacques, de Gérard, de Arnold, mientras vemos Au hasard Balthazar. Sería un error simplificar la dificultad de la película interpretándola como una alegoría: al contrario, su dificultad es la que reviste toda interpretación de lo real –aunque en las películas de Bresson la realidad nunca aparece registrada de modo transparente, sino desmenuzada y reconstituida, después de haber pasado por fríos alambiques.
Bresson dijo que la originalidad consiste en pretender hacer lo mismo que los demás sin conseguirlo. Aunque pocos cineastas parecen más impermeables que él a la influencia exterior, la irrupción de la nouvelle vague, o los cambios sociales que la hicieron posible, tuvieron consecuencias sobre su obra: el cine, después de A bout de souffle, entró en una nueva era, la de “la pérdida de su inocencia y magia natural”, para volverse, según Jacques Lourcelles, “más triste, menos creativo, más consciente de sí mismo”. La evolución en el cine de Bresson no afecta esencialmente a la vertiente formal (cuyas bases aparecen ya bien establecidas en Le journal d’un curé de campagne), sino al contenido: sus películas se van haciendo cada vez más agrias y desesperanzadas, y si André Bazin hubiera vivido podría haberlas incluido en una nueva edición, muy ampliada, de su “cine de la crueldad”. Más allá de estas conexiones de época, me gusta conjeturar que Bresson conoció y llevó a su terreno rasgos de estilo de un cineasta tan alejado de su sensibilidad como Jacques Demy: en concreto, cómo la cámara registra los encuentros y desencuentros azarosos de los personajes; y también la repetición de breves ráfagas musicales a lo largo de la película (por ejemplo, el andante de la séptima sinfonía de Beethoven en Lola), un recurso que tomaría también Godard.
En Au hasard Balthazar, el motivo musical recurrente es el tema principal del andantino de la sonata D 959 de Schubert. Bresson convierte al wanderer, ese arquetipo romántico de Schubert, Goethe y Friedrich, en un burro. El animal tiene una dignidad superior a la de los humanos porque, a diferencia de estos, es capaz de mantener la inocencia. Los títulos de crédito funcionan como un comentario, el único que el autor se permite, pero que no tiene carácter verbal: nos instalan en la caída, el descenso lleno de disonancias de la sección central del movimiento, cuyo clima trágico contrasta de forma radical con la serenidad infinitamente nostálgica de las secciones extremas (las que escucharemos a lo largo de la película; generalmente en su primera aparición al inicio del movimiento, aunque también en una ocasión aparece en la forma variada que adopta en la reexposición final: a partir de 6’57 en la versión adjunta). En los títulos de crédito, el pasaje central de la caída (a partir de 3’22) se ve interrumpido por los rebuznos inarticulados del burro: en ese choque se resume toda la dialéctica de la película.
(1) Aunque Bresson no es Dostoievski, hay que recordar que este último fue siempre enemigo del esteticismo formal: “La belleza es cosa terrible y espantosa. En el seno de la belleza, las dos riberas se juntan y todas las contradicciones coinciden.” (Los hermanos Karamazov). En Demonios, la moral puramente estética revela su capacidad de corrupción en las figuras de Stepan Fiodorovich (“No se puede vivir sin belleza”) y su hijo el cínico Piotr Stepanovich, que solo muestra pasión verdadera cuando le dice a Stavogrin: “Eres bello como un ídolo”.
(2) André Bazin escribió sobre Alemania, año cero: “el neorrealismo tiende a devolver al film el sentido de la ambigüedad de lo real. La preocupación de Rossellini ante el rostro del niño en Alemania, año cero es justamente la inversa de la de Kuleshov ante el primer plano de Mosjukin. Se trata de conservar su misterio.” Como si tratara de ilustrar estas palabras, Bresson introdujo en Au hasard Balthazar una variante del experimento de Kuleshov: se trata de la escena en que el burro llega al circo, y “mira” a los animales allí enjaulados (un tigre, un oso, un chimpancé, un elefante).
Esta película es un proyecto personal de Naruse, que quiso ser escritor antes que director de cine: adapta una de las novelas más importantes de la posguerra en Japón, publicada por entregas entre 1949 y 1954, y traducida al castellano como El rumor de la montaña, de Yasunari Kawabata. Se trata de una novela lírica, en la que el relato se construye desde el punto de vista del personaje principal, Shingo Ogata, que pasados los sesenta años empieza a tener fallos de memoria. El relato nos introduce en su subjetividad, sus sueños y recuerdos del pasado, sus visiones de la naturaleza; la prosa de Kawabata resulta extremadamente precisa a nivel de detalle, pero, de forma coherente con el punto de vista elegido, y también con la tradición literaria japonesa (por ejemplo, del haiku), se caracteriza por su reticencia a la hora de expresar conclusiones: la novela tiene una trama argumental muy tenue, y progresa a partir de escenas sueltas, cuya única ubicación cronológica se encuentra en las referencias al paso de las estaciones, llenas de imágenes que crean asociaciones solo apuntadas.
Si los pioneros novelistas de la era Meiji tomaron como modelos a sus homólogos europeos del XIX (Zola, Dostoievsky), esta obra de Kawabata podría ponerse en relación con las de Virginia Woolf; como en ellas, la visión poética y subjetiva no impide que el conjunto sea una auténtica novela: los personajes experimentan una transformación a lo largo del relato, y este transmite una visión de la sociedad japonesa de su tiempo, a la que la catástrofe de la guerra conduce a una nueva moral, una ruptura incipiente de las tradicionales relaciones de poder.
Al terminar de leerla tuve curiosidad por ver cómo Naruse planteó su adaptación: una versión que pretendiera dar cuenta de toda la complejidad de la novela de Kawabata (que ocupa, en su edición española, unas 300 páginas) debería durar bastantes horas, y además demandaría un estilo de narración subjetiva como el que empezarían a cultivar en esos años cineastas como Buñuel, Bergman, Resnais, etc.
La película de Naruse es muy diferente a la novela de Kawabata, y no trata de sustituirla ni de agotar todas sus sugerencias, como si de la visión del ojo compuesto de un insecto pasáramos a una clara y distante, en blanco y negro: una narración clásica en la que todo está visto desde fuera, y que excluye todos aquellos elementos de la novela incompatibles con ese formato –ni siquiera explica el porqué del título, el misterioso sonido de la montaña que, en las primeras páginas, el anciano Shingo cree percibir como un anuncio de muerte:
Quería preguntarse, con calma y determinación, si había sido el sonido del viento, el rumor del mar o un zumbido dentro de sus oídos. Pero había sido otra cosa, de eso estaba seguro. Había sido la montaña. Como si un demonio a su paso la hubiera hecho sonar.
El actor Sō Yamamura, que entonces tenía 44 años, interpreta a un Shingo menos anciano que el de Kawabata; no solo por esta rebaja de su edad, el personaje resulta en la película más digno, pero también más tenue y lejano: lo comprendemos menos, pese a que sus contradicciones éticas quedan menos en evidencia (la novela sugiere que las culpas de los hijos proceden, aunque ello no las justifique, de las de sus padres); la componente siniestra de su obsesión por la belleza quizá habría sido mejor resaltada por un cineasta como Mizoguchi, que hizo de esa asociación una de las claves de su obra.
Su nuera Kikuko está interpretada por la gran actriz Setsuko Hara, que el año anterior había interpretado un papel muy diferente de nuera devota en Cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu. La película de Naruse muestra con claridad desde el principio algo que en la novela de Kawabata está solo sugerido: la familia de Shingo tenía una criada, pero cuando esta se marcha Kikuko ocupa su lugar.
En oposición a Kikuko se sitúa el personaje de Kinu, que representa un nuevo modelo de mujer: su independencia hace que el embarazo ilegítimo se convierta en legítimo, al contrario de lo que sucede con el de Kikuko. La película hace de esa oposición el centro del relato, y se mantiene muy fiel a la novela en este punto. Aunque solo se haga presente al final, la fuerza de Kinu gravita en todo momento sobre los demás; pero su libertad tiene una dimensión trágica –que se hace visible en la figura de su mensajera, la secretaria de Shingo, Eiko Tanizaki (interpretada por Yōko Sugi).
Todo el arco de la película, que traza un retrato colectivo de familia, se desenvuelve entre dos escenas simétricas protagonizadas por Shingo y Kikuko: al inicio, después de una breve escena en Tokio, donde trabaja el primero, ambos se encuentran y vuelven juntos al hogar familiar de Kamakura, a través de una sucesión de estrechos callejones rodeados de muros y frondas que parecen metafóricos por la forma en que condicionan su trayecto.
En la secuencia final, que transcurre en el parque Shinjuku de Tokio, asistimos a un nuevo encuentro y paseo de los dos personajes: la repetición de los mismos recursos visuales que el del comienzo (suaves travellings de retroceso, primeros planos de sus rostros), en contraste con la amplitud del espacio, resalta en términos visuales que ellos ya no son los mismos. Esta evolución resulta mucho más marcada en la película –que modifica, de hecho, el desenlace de la novela. En esta, la escena del parque Shinjuku queda lejos del final, seguida por cuatro capítulos adicionales; contiene pasajes descriptivos casi cinematográficos, y la película se limita a sintetizar algunos de ellos, variando sutilmente ciertos detalles del texto. Kawabata escribe:
La vasta extensión verde le transmitió a Shingo una sensación de libertad. – Uno siente que se expande aquí. Es como estar fuera de Japón. Nunca me hubiera imaginado que existía un lugar como este en medio de Tokio –y miró hacia el horizonte que trazaba el verde hacia Shinjuku.
Y también:
Nadie les prestaba atención mientras caminaban por el campo, sorteando aquí y allá la presencia de las jóvenes parejas. Shingo se mantenía tan lejos de ellas como podía. ¿Qué pensaría Kikuko? Un hombre viejo paseaba con su joven nueva por el parque, era solo eso, pero había algo en la situación que lo ponía nervioso. Cuando Kikuko le había propuesto por teléfono que se encontraran en el parque Shinjuku no se había detenido a pensar en el asunto, pero ahora que estaban allí todo le parecía extraño.
En la película el desenlace resulta más radical y progresista que en la novela, como si los personajes, al ser trasvasados a un medio más popular y dinámico como el cine, se vieran impulsados por nuevas alas. La criada se libera de su servidumbre, pero la escena resulta agridulce, con un toque sutil de melodrama: una despedida de dos seres que renuncian a su amor imposible y, para evitar males mayores, se separan con dignidad.
Las citas de la novela de Kawabata proceden de la edición española, traducida por Amalia Sato (Emecé. Barcelona, 2007).
Las imágenes de la película están tomadas de: cinematalk.wordpress.com / cinemasparagus.blogspot.com / coffeecoffeeandmorecoffee.com / avxhm.se
Ver bien una película es difícil si uno se proyecta a sí mismo en la pantalla: muchas películas han sido mal vistas a lo largo de la historia por ese motivo. Ver una película es otra cosa: hay que eliminar la identificación emocional. También hay que cambiar el modo de producir las películas.
Pedro Costa (seminario en el festival Nuevas Olas de Santander, 2/10/16)
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Amamos la comodidad, la repetición, los mitos; amamos escuchar siempre lo mismo, con esas pequeñas diferencias que permiten demostrar inteligencia. Escuchar la música: es muy difícil. Yo creo que, hoy en día, es un fenómeno raro. Escuchamos cosas literarias, escuchamos lo que se ha escrito, nos escuchamos a nosotros mismos en una proyección.
Luigi Nono: L’erreur comme necessité. Revue Musicale Suisse, 1983
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– ¿Qué hay de malo en comenzar una novela por el principio?
– El problema es que, si empiezas por el principio, tienes que llegar hasta el final.
– Con un razonamiento así, sin duda… pero ¿qué problema hay en llegar hasta el final?
– Ninguno, naturalmente. Yo también lo hago a veces, cuando quiero conocer el argumento de una narración.
– Pero si no quiere conocer la trama, ¿qué otra cosa puede interesarle?
(…)
– Como artista que soy, considero interesante cualquier pasaje de una novela, incluso fuera de contexto. Encuentro interesante hablar con usted. Es más, me agrada tanto que me gustaría hablar con usted todos los días de mi estancia aquí. Hasta podría enamorarme de usted, si lo desea. Sería verdaderamente interesante. Pero por mucho que me enamore, ello no significa que tengamos que casarnos. Si crees que el matrimonio es la conclusión lógica del amor, entonces conviene que leas las novelas desde el principio hasta el final.
– ¡Qué forma más inhumana, sin sentimientos, tienen los artistas de enamorarse!
– No diga «inhumana» sino «no-humana», es decir, sin dejarse arrastrar por los sentimientos. Porque leemos novelas con este mismo objetivo no-humano de aproximación, es decir, de no involucrarse, por eso no quedamos enredados en la trama. Para nosotros es interesante abrir un libro al azar, con la misma imparcialidad con la que dibujamos un cuadro; se trata de leer sin objetivo fijo cualquier pasaje por donde lo hayamos abierto.
Natsume Soseki: Kusamakura (Almohada de hierba) Ediciones Sígueme. Salamanca, 2009
Fuentes de las imágenes: linternamagicasevilla.blogspot.com / mubi.com / criterionforum.org
La señorita Oyu / Oyû-sama (Kenji Mizoguchi, 1951)
Es muy natural que pidamos a gritos la luna, de acuerdo, aunque sería fatal que nuestros gritos llegaran a oírse. ¿Qué podríamos hacer cualquiera de nosotros con la luna si en efecto se nos diera?
J. Conrad: Salvamento
Oyû-sama es una adaptación de un clásico de la moderna literatura japonesa: la novela corta de Junichirô Tanizaki que se conoce en Occidente como El cortador de cañas (1). El texto tiene dos partes: empieza con una larga introducción en la que el narrador relata su visita al santuario de Minase, situado entre Osaka y Kioto, en el lugar donde se ubicaba el palacio de retiro del emperador Go-Toba –que se vio forzado a abdicar al término del periodo Heian (794-1185), la edad de oro de la literatura clásica japonesa. Después de cenar en un pueblo cercano, el narrador se para a contemplar la luna llena (es el día central del octavo mes según el calendario antiguo, en el que los japoneses celebran la festividad de Tsukimi) desde un cañaveral en una isla en medio del río Yodo, a la que llega en un viejo transbordador (2). Toda la introducción está trufada de citas de textos clásicos de la tradición japonesa que al narrador le vienen a la memoria a partir de lo que va contemplando, y cuya conexión con lo que vendrá a continuación nunca se hace explícita.
Entonces surge un hombre entre las cañas, que se convierte a su vez en narrador de la historia principal: empieza relatando cómo, cuando era niño, su padre lo llevaba a contemplar la luna llena junto al lago de Ogura la noche de Tsukimi, y allí se detenían ante una rica mansión en la que un grupo de mujeres y hombres tocaban el koto, el samisen y el kokyu (como si pertenecieran a la corte del emperador enclaustrado al que el narrador evoca en la primera parte). Luego cuenta, tal como se la refería todos los años su padre, la historia de la señora de la villa, a la que llamaba “la dama Oyû”.
La historia de la relación triangular del nuevo narrador, el padre, con la señora Oyû y su hermana Oshizu, relatada de forma lineal –por imposición del productor, en contra de la estructura original en tres flashbacks del guionista Yoshikata Yoda (3)– y con otras variaciones que responden a motivos de técnica narrativa, moral y psicología, es lo único que la película conserva del original literario. Aquella pierde así todo el sutil juego de perspectivas, y la oscilación entre lo dicho, lo insinuado y lo oculto que mece el magistral relato de Tanizaki; reducida a su esquema y modernizada para convertirse en un guión de melodrama perteneciente al subgénero de esposas desdichadas (Tsuma-mono), la base narrativa de la película es mucho más pobre que la del texto en que se basa –en este sentido, no resulta muy diferente de muchas adaptaciones literarias perpetradas en Hollywood.
Enfrentado a estas condiciones, Mizoguchi evoca el espíritu de la obra original de Tanizaki de dos maneras distintas: en primer lugar, la suntuosidad de los escenarios, la exactitud de las composiciones, el refinamiento de la luz y los movimientos de cámara (hay que citar al director de fotografía Kazuo Miyagawa) –rasgos todos que no tienen igual en la obra de ningún otro cineasta– recuperan, de la manera en que el cine puede hacerlo, el diálogo con la tradición que mantiene el relato original: así, las citas del Masukagami, los Genji monogatari, el Libro de la almohada, la pintura yamato-e, la evocación de los sonidos del koto y la flauta en el jardín del emperador Go-Toba, o los poemas chinos de Du Fu y La canción del laúd de Bai Juyi, son sustituidos por los follajes de los arces a contraluz, el humo ondeante del incienso, la firma de Oyû en un abanico, la imagen oblicua de un exquisito jarrón con un ikebana, los sonidos de las aves nocturnas y las olas del mar, o el concierto sobre el agua en la noche de Tsukimi –que se clausura con un movimiento de cámara que acompaña la lectura de una carta pasando de la efigie iluminada de una mujer a una llama temblorosa, y de ahí a las cuerdas silenciosas del koto.
El rostro de Kinuyo Tanaka resulta demasiado moderno para encarnar a Oyû-sama, a la que Tanizaki describe como un ser de otra época (lo que justifica la pasión imposible del protagonista, fascinado por el pasado al igual que el narrador de la primera parte), con “facciones borrosas, como veladas por una gasa de seda que no dejara líneas claras y marcadas; al mirarla a la cara era como si ante los ojos cayera una sombra brumosa, como si la envolviera una neblina particular. En los textos antiguos se utiliza la palabra rôtaketa para definir esa clase de rostro; en eso reside la nobleza de la dama Oyû”. A cambio, la suavidad de la voz de la gran actriz, especialmente en la parte final de la película, se ajusta como un guante a ese carácter nebuloso. Por otra parte, Mizoguchi se las arregla para filmarla a través de cortinas de seda, desde el punto de vista de su hermana (llamada Shizu en la película, e interpretada por Nobuko Otowa), cuando tiene lugar su segundo y decisivo encuentro con el protagonista Shinnosuke (Yûji Hori): es la escena en que ella canta acompañada por el koto, vestida con un refinado quimono, que prefigura la escena final.
El primer encuentro entre los personajes se muestra en la escena inicial de la película, que sella su destino: el amor a primera vista de Oyu y Shinnosuke, y la invisibilidad de Shizu para este último –cuando sorprende la llegada de la comitiva de mujeres desde el bosquecillo, la figura de Shizu queda siempre oculta tras la de una criada, lo que refleja, sin necesidad de palabras, que tal es su función en relación con su hermana Oyu. Otras imágenes y diálogos posteriores acentúan esa relación de poder inscrita en el vínculo familiar.
En síntesis, Oyû-sama es la historia de una triple frustración sexual (4), que se basa en la disociación entre el deseo individual y la sujeción a unas estrictas normas sociales –que aún pervivían en Japón al inicio de la era Meiji (5). El relato de Tanizaki expresa la eterna postergación del deseo que sufren los protagonistas a través de los juegos perversos que Oyû impone al padre del narrador: “Una vez la señorita Oyû le puso a mi padre una mano delante de la nariz y le dijo: Quiero que no respire hasta que yo diga ya. Mi padre lo intentó hasta que no pudo más y dejó escapar un poco de aire. ¡Aún no he dicho ya!, exclamó la señorita Oyû enfadada; y de ahí pasó a cerrarle los labios con los dedos o a taparle la boca con una tira doblada de crespón rojo. (…) Otras veces le decía: No me mire; junte las manos y siéntese bien, con los ojos bajos; y prohibiéndole reírse le hacía cosquillas debajo del mentón o en los costados, y decía: No se puede decir ay, y le pellizcaba por todas partes. Le encantaban estas travesuras. No se puede usted dormir, decía, aunque yo me duerma. Si le entra sueño, aguántase y no deje de mirarme a la cara mientras duermo. Se dormía tranquilamente y, cuando mi padre también empezaba a cabecear, ella se despertaba y le soplaba en la oreja o le hacía cosquillas en la cara con un papel arrugado, para espabilarlo.”
Esta situación se desdobla en dos escenas de la película: una en la segunda parte reproduce su acontecer más o menos literal, aunque complicada con la presencia de testigos, que en su confusión subrayan melodramáticamente el sacrificio de Shizu –su silueta enmarcada entre los árboles y el agua cierra la escena con una imagen de exquisita belleza: una especie de suicidio simbólico que recuerda la muerte en el agua de Anju, en El intendente Sansho.
No obstante, otra escena anterior revela la carga implícita de estos juegos: es el momento en que Shinnosuke vela el sueño de Oyû después de que esta haya sufrido un golpe de calor, y se ve asaltado por la tentación de violarla, que consigue reprimir.
La belleza ideal, los rituales del pasado, son expresiones de la sublimación de un deseo sexual cuya satisfacción se niega sin cesar a los personajes –y que, cuando acceden finalmente a ella, como en el caso de Shizu, se paga con la muerte. Al mismo tiempo, el deseo imposible hace de la vida una forma de muerte, que los protagonistas recorren con lentitud y rigidez, presos de la belleza como fantasmas sin coartada sobrenatural, como emperadores que hubieran abdicado de sus poderes. A lo largo de toda la película, una historia íntima narrada en planos generales, Oyû, Shizu y Shinnosuke aparecen como prisioneros aislados por ramajes, troncos de bambú, velas, pilares de madera, estores, puertas shôji, cañaverales, barcas varadas en la arena, islotes desiertos.
El ejemplo más deslumbrante es un plano-secuencia de más de tres minutos de la parte final (6), cuando los tres protagonistas están de viaje en una localidad costera y Shizu, que acaba de pedir a Oyû en la playa que no acepte la propuesta de matrimonio que le ofrece un rico fabricante de sake, vuelve junto a Shinnosuke y pone las cartas boca arriba.
Una escrupulosa geometría define las relaciones entre los personajes: al principio el escenario aparece vacío, pero un leve movimiento de cámara acompaña a Shizu, que llega corriendo y se sienta junto a Shinnosuke para pedirle que se case con Oyû; inmediatamente aparece esta, vestida de oscuro, que se interpone entre la pareja vestida de blanco, junto a unas ramas negras que recuerdan a su abanico:
Shizu se postra ante Oyû y le revela la verdad de su matrimonio, mientras que Shinnosuke se gira avergonzado:
Shinnosuke confirma las palabras de Shizu con una mirada fugaz que dirige a Oyû; ella avanza hacia él pero se detiene bruscamente porque Shinnosuke la rehúye dándose la vuelta, seguido por la cámara:
Oyû mira alternativamente a Shizu y a Shinnosuke, y ahora es ella la que retrocede avergonzada; se desplaza hacia la izquierda seguida por la cámara y por su hermana, que permanece por un momento, después de haber revelado su sacrificio, como vértice central del triángulo:
Shizu insiste en su posición de sierva, pero pronto Oyû recupera su posicion central, mientras Shinnosuke trata de desaparecer con la técnica conocida como «del avestruz»:
Oyû rechaza el sacrificio de Shizu porque sabe que ella también ama a Shinnosuke; incapaz de responder, Shizu sale del encuadre por la derecha:
Oyû se dirige ahora a Shinnosuke pidiéndole que rectifiquen, y este la escucha avergonzado en la misma posición; incapaz de soportar su mirada, se levanta él también y retrocede hacia el fondo del encuadre:
Un leve desplazamiento de cámara nos devuelve al mismo encuadre del inicio, pero ahora Shizu está agachada hacia la derecha; Oyû vuelve a situarse en el centro: «si no hacéis lo que os digo, dejaré de ser vuestra hermana«.
«Y por el bien de todos, no nos veremos más«. Oyû sale por la derecha, y Shinnosuke se aleja en dirección opuesta dando la espalda a Shizu, que se queda sola en una posición descompensada, con los ojos en el suelo, mientras regresa a todo volumen el bello tema musical compuesto por Fumio Hayasaka:
Todo este complejo juego de composiciones sucesivas se resuelve sin ningún corte, en un plano de milagrosa exactitud, en el que las imágenes parecen dibujadas o elaboradas con títeres, y no obtenidas a partir de fragmentos de “vida”. Desde el punto de vista narrativo la escena marca un punto de inflexión, en tanto que supone la ruptura del triángulo de los protagonistas: momentos después, cuando las camareras del hotel sirven la cena (solo para dos), Shizo aparece en una posición similar a aquella en que la dejábamos antes, pero en el lado opuesto; el encuadre, ligeramente más abierto, muestra ahora una luz de esperanza:
Este grosero análisis trata de resumir la segunda estrategia con la que Mizoguchi reacciona frente al grueso trazo melodramático del guión impuesto por el productor, y se acerca a la sutil claridad de El cortador de cañas de Tanizaki: una extremada elaboración formal, y la renuncia a la sobrecarga emotiva de sus obras más famosas (Cuentos de la luna pálida, El intendente Sansho).
Si en una primera visión Oyû-sama puede resultar una película fría y remota, se hace apasionante al volver sobre ella; pese a las deficiencias de su base narrativa, hay que recordar que esta es solo el envoltorio –como la camisa de crespón de Oyû que evoca el narrador del relato de Tanizaki, sobre la que su padre le decía: “El crespón no tiene que ser blando; el verdadero valor de la tela está en esas arrugas que le dan peso. Se siente mucho mejor la suavidad de la piel de una mujer al tocarla junto a esas gruesas arrugas.”
(1) Las citas que figuran en el texto proceden de la traducción indirecta, hecha a partir de la versión inglesa, publicada en España por Siruela (Madrid, 2008). El título proviene de un poema del siglo XI que aparece citado al inicio: “¡Qué desdichado soy sin ti, cortando cañas! La vida en la bahía de Naniwa se me hace cada vez más dura.” Naniwa es el nombre antiguo de Osaka.
(2) Estos hechos se corresponden con las últimas imágenes de la película, que muestran al protagonista caminando lentamente bajo la luna llena.
(3) Esta información, y las referencias posteriores al subgénero Tsuma-mono, provienen del libro de Antonio Santos: Mizoguchi. Ediciones Cátedra. Madrid, 1993.
(4) En Tanizaki, antes de dar paso al relato principal, la visión de la luna llena induce al narrador a evocar a las cortesanas que, como las sirenas de la Odisea, seducían con sus cantos a los viajeros: según un texto antiguo, “allí grupos de cantoras navegan en barquichuelas con sus pértigas, se acercan a los barcos del río e invitan a los hombres a compartir su lecho. Sus voces se alzan sobre el río hasta más allá de las nubes, la brisa prolonga sus ecos sobre el agua, y no hay viajero que no se olvide de su hogar…” El narrador se pregunta: “¿dónde están aquellas mujeres flotantes? Se dice que escogían nombres de guerra con sabor budista en la creencia de que vender placer sexual era una acción digna de un bodhisattva. (…) Tal vez, como escribió Saigyo, esas mujeres hayan renacido en el paraíso de Amida, y allí sonrían apiadándose de que lo que no cambie nunca, en ninguna época, sean las miserias de la humanidad.”
(5) En comparación con el relato de Tanizaki, las mujeres ganan en complejidad: no se acomodan a la sumisión familiar que se espera de ellas sin hacerse violencia. Esto supone un cierto anacronismo, al mezclar unas imposiciones sociales propias del pasado con unos movimientos psicológicos comprensibles para el público de los años 50, y hace que las decisiones que conducen al desenlace de la historia puedan resultar un tanto confusas.
(6) Este plano tiene correspondencia estructural con otro anterior, en el que Shizu explicaba a Shinnosuke, en la noche de bodas, los motivos de su renuncia a consumar el matrimonio. En el primero, en el que Oyû estaba ausente, el encuadre es oblicuo, en oposición a la frontalidad del segundo.