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Padres e hijos

Mi hijo John (Leo McCarey, 1952)

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Aviso a navegantes: como a pesar de sus años la película es poco conocida, advierto que este texto incluye “spoilers”.

Dicho lo cual, y si me permitís empezar por el final, no debo ocultar que la última media hora de Mi hijo John resulta incómoda de ver. Pero no creo que anule lo que antecede; por el contrario, me parece más interesante buscar una interpretación del desenlace a partir del planteamiento de la película.

El paso del tiempo ha sentenciado que el maccarthismo sobreestimó la capacidad de los lefties americanos de llevar a cabo nada parecido a una revolución de octubre y, lo que es más importante, que un Estado democrático no debe importar métodos totalitarios para enfrentarse a sus enemigos políticos.

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Desde este punto de vista, resulta fácil juzgar el error ideológico de Leo McCarey, que además de dirigir la película figura aquí como autor de la historia y, en colaboración, de los diálogos; pero despachar Mi hijo John como caduca propaganda derechista es otra forma de error ideológico, porque el juicio de una película debe basarse en otros argumentos. Digo esto porque el error está muy extendido, como se puede comprobar mediante un simple vistazo a las valoraciones de IMDb, que oscilan entre el suspenso puro y simple, y la agudeza bolchevique del “cuanto peor, mejor”.

Es sabido que la forma final de la película se vio afectada por la muerte repentina de su protagonista, el joven Robert Walker, antes de terminar el rodaje. Pero, más allá de imaginar lo que pudiera haber sido, tenemos que enfrentarnos con la película tal como ha llegado hasta nosotros.

La ambigüedad y la ironía características del cine de McCarey aparecen en la primera parte de Mi hijo John en grado máximo: desde el movimiento de cámara inicial, que sigue la trayectoria de un balón de fútbol americano lanzado en medio de una idílica calle residencial, el fluir de los planos va lanzando proyectiles con carga de profundidad sobre todos los personajes, desvelando lo que podríamos llamar su “ridículo cotidiano”. La impronta satírica del director le impide caer en una apología unidimensional de ningún partido, de ninguna persona.

Haría falta ver la película varias veces para ser capaz de apreciar todas las miradas, los objetos, los ecos visuales entre diferentes escenas, la intensidad de las poderosas composiciones triangulares en que un personaje aparece cercado por otros dos.aamyson9

La cámara de McCarey muestra los detalles que no se ven normalmente en las películas que todo lo fían al desarrollo de una “historia”: las discusiones familiares por motivos nimios, la descortesía autoritaria del padre, la demencia incipiente de la madre, la superficialidad de “los centrocampistas” Chuck y Ben, el servilismo del cura, la superstición del Dr. Carver, la superioridad distante de John, la mezquindad del detective Stedman.

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Antes que Godard en Weekend, y sin sus referencias librescas, McCarey descubrió que la revolución de Marx encubría en realidad la de Freud: enarbolando la bandera roja, los hijos de los burgueses se vuelven contra sus padres, y así reinterpretan el ritual primitivo de Tótem y tabú. Mi hijo John es como una versión negra, sintética y sin sentimentalismo, de Make way for tomorrow.

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Aunque pienso que McCarey no aprobaba este tipo de revoluciones, la película muestra con claridad que los hijos, si quieren llegar a ser algo más que carne de cañón como Chuck y Ben, tienen que rebelarse contra sus padres. El centro del conflicto es la relación de la madre con John: aquí McCarey se hermana con Hitchcock en su visión del “amor de madre” como un sentimiento posesivo, psicótico y peligroso (1). La frágil Helen Hayes, recuperada para el cine veinte años después de sus heroínas juveniles (Adiós a las armas, de Frank Borzage), ofrece una interpretación verdaderamente admirable; su personaje podría decir, con San Agustín: “el amor es mi peso”.

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Comprendemos la intensidad de su relación con John, su hijo favorito, durante la cena de despedida de sus hermanos, que parten para el frente de Corea: después de que John ha enviado un telegrama excusando su presencia, suena el timbre de la casa y ella piensa irracionalmente que a pesar de todo ha venido para verla. El director registra el momento saltándose el eje que ha guiado la composición de la escena hasta entonces.

Mi hijo John mantiene una cierta esquizofrenia en su construcción dramática: la primera parte parece justificar al personaje de John como el más maduro y equilibrado, capaz de rebajar las tensiones familiares mediante la ironía sin renunciar a sus ideas. En la segunda parte John se convierte, sin solución de continuidad, en un burdo y desalmado comunista.

Este salto tan violento debe atribuirse al punto de vista de la madre, que la película mantiene en buena medida en su transcurso. La charnela está marcada por el momento en que, a través de las imágenes registradas por una cámara oculta del FBI, presenciamos cómo ella accede con la llave de John al apartamento de una mujer que ha sido detenida como sospechosa de actividades antiamericanas: más que una madre parece una esposa despechada que constata la existencia de su rival.

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Si chocante es el cambio de comportamiento de John tras el viaje de su madre a Washington, más brusca e injustificada aún resulta su escena de toma de conciencia, que precede a su sacrificio final: la vuelta al redil materno significa ni más ni menos que la muerte. En el epílogo el personaje comparece sin sustancia corporal, hecho voz milagrosa que resuena sin discordancias en los oídos de sus padres.

Fuentes de las imágenes: dvdbeaver.com / greenbriarpictureshows.blogspot.com / sensesofcinema.com

(1) Aunque el modelo, tanto psicológico como físico, del personaje es el de Lydia Knott en Una mujer de Paris de Chaplin.

Un cuento de Navidad

Las campanas de Santa María (Leo McCarey, 1945)

Es difícil imaginar una película más contrapuesta a Weekend, última comentada en este blog, que Las campanas de Santa María. Hemos podido verla la semana pasada, dentro del excelente ciclo que está dedicando a Leo McCarey la Filmoteca de Cantabria (aunque lamentablemente nos perdimos la presentación de Miguel Marías, una de las personas que más ha hecho en España por mantener vivo el recuerdo del más olvidado de los grandes directores de Hollywood).

Los aficionados que se preocupan por el “contenido” de las películas, o aquellos que sienten por las monjas -o por el himno nacional de Estados Unidos- un odio más intenso que su amor por el cine, tenderán a despachar con una sonrisa de superioridad esta película, tan alejada de la crueldad de qualité de nuestra época, empeñada en arrimar cine y cinismo.

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Como La paura de Rossellini, también protagonizada por Ingrid Bergman, Las campanas de Santa María se inicia con una toma que, desde la parte superior de la torre de una iglesia, desciende hasta el suelo: pero la película no parece transcurrir en esta tierra, sino en un mundo en el que todos los seres son bondadosos y esencialmente honestos, en el que los conflictos y tentaciones siempre se resuelven de la manera más pura; en las antípodas del drama naturalista, se trata de un cuento en el que (en palabras del protagonista) todos los días es Navidad, en el que el papel de Mr. Scrooge (aquí llamado Bogardus) es interpretado por Henry Travers, que encarnaría el año siguiente el del ángel en la película más famosa de Frank Capra.

A pesar de todo, el conflicto principal de la película, relacionado con la decisión de aprobar o no a una niña, Patsy, que no ha alcanzado el nivel exigido en los exámenes debido a sus circunstancias familiares, sigue siendo actual, como se desprende de los debates siempre vivos sobre el nivel de exigencia en la educación y su influencia en los resultados del informe PISA, etc.

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En simetría con este conflicto, en el que los personajes encarnados por Ingrid Bergman y Bing Crosby actúan como jueces de criterios dispares, surge otro en el que la propia hermana Benedict (Ingrid Bergman) asume la posición de Patsy, mientras que el padre O’Malley (Bing Crosby) se debate entre seguir su propia intuición o el criterio del médico, como juez acaso más autorizado.

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La pregunta que plantea la película es si la represión y la crueldad resultan de verdad necesarias, y en qué medida, para alcanzar un presunto beneficio futuro.

Pero la belleza de Las campanas de Santa María no reside en sus aspectos temáticos, sino en algo de lo que es mucho más difícil hablar con precisión -y más en una breve reseña como esta, que de ningún modo pretende, como escribió Keats, destejer el arco iris.

Leo McCarey, en paralelo a otros directores del Hollywood clásico como el citado Frank Capra o desde luego John Ford, parecía tener un don para alumbrar la emoción, sin necesidad de recurrir a la manipulación sentimental ni a argumentos sublimes; Ingrid Bergman estaba obsesionada con interpretar a Juana de Arco, pero bien se podría decir que su interpretación en el tramo final de esta fábula inocente es tan emocionante como la de Falconetti en la mucho más seria película de Dreyer sobre la mártir francesa.

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Formalmente la película no puede ser más sencilla: McCarey presenta las escenas entre dos personajes (separados por puntos de vista divergentes) con un plano común, luego sigue con una sucesión de planos y contraplanos más próximos que recogen los intercambios de miradas de los interlocutores, y termina con una vuelta al plano inicial, un poco más alejado, que no pretende crear ninguna síntesis sino apuntar a la complejidad de la empatía: por ejemplo, la escena en la escalera en que la hermana Benedict, después de un parlamento convencional, vislumbra que tal vez Patsy no quiere que su madre se sienta orgullosa de ella.

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Esta escena tiene su correspondencia con otras en la parte final: la conversación de la monja y la niña antes de la ceremonia de graduación, que empieza con sus imágenes alternas en plano/ contraplano pero que se cierra con un largo plano que las mantiene unidas; y el momento en que el personaje de Bergman abandona el convento con la creencia de que ella también ha sido “suspendida”, y desciende por esa misma escalera, que ahora se presenta llena de sombras.

La mirada del director siempre se sitúa más allá de las diferencias de los personajes, y no excluye ningún punto de vista: acoge las visiones contrapuestas que la hermana Benedict y el millonario Bogardus tienen del nuevo edificio; y reúne a Bergman y Crosby en un mismo plano frontal mientras contemplan admirados la simplicidad de la representación navideña concebida por los niños más pequeños de la escuela, que parece una metáfora de la película en su conjunto.

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En el discurso de graduación, cuando el padre O’Malley se dirige a los alumnos y les dice que para ellos es un día alegre porque se gradúan, el contraplano muestra una imagen genérica de los muchachos; cuando les dice que también es un día triste porque abandonarán Saint Mary’s, pasamos a un primer plano en el que vemos cómo la hermana Benedict -que sabemos que también abandonará Saint Mary’s por otras razones- escucha esas palabras en primera persona: así, este plano enlaza con su última frase en la película: “Yes, I know. Just dial O, for O’Malley”.

Como sugería Max Ophüls, quizá el cine tenga más que ver con la música que con la literatura: quizá todo consiste en esas sutiles reexposiciones, en una mera cuestión de ritmo, de respiración, de renunciar a la música de violines y dejar oír el silencio o el griterío lejano de unos niños en el patio, del tono de voz de los actores, de repetir un plano y un contraplano sin que los personajes intercambien ningún diálogo, de mantener otro plano unos segundos más de lo que otros cineastas harían, sin temor de aburrir o de caer en el ridículo en esos momentos en que la saliva forma un nudo en la garganta: los encuentros con el benefactor imposible, con el amante perdido, con el padre ausente, con el juez que, en beneficio de la duda, renuncia a la crueldad “necesaria”.

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Fuente de las imágenes: dvdbeaver.com / pinterest.com / listal.com / youtube.com / astimesgobye.com