Archivo por meses: abril 2014

Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte

El nacimimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915)

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El nacimiento de una nación marca el inicio del cine-novela en Hollywood; aunque la novela, en especial la folletinesca, tendrá su equivalente visual más logrado en los seriales televisivos, Griffith logra, en mucho menos tiempo, evocar su ambición y complejidad.

Los hallazgos técnicos en que se fundamenta la narrativa clásica del cine no fueron descubiertos aquí, y el propio Griffith rodó antes muchos cortometrajes en los que experimentó con el uso dramático del montaje paralelo, los primeros planos, los travellings que siguen a los personajes, etc.: pero en El nacimiento de una nación todos esos recursos se juntan para dar vida a una gran obra épica, lírica y política, que demuestra por sí misma todas las posibilidades del joven arte.

El nacimiento de una nación se estructura en dos partes: la primera narra la guerra civil americana a través de la relación entre dos familias, una del Norte y otra del Sur, y concluye con el asesinato de Lincoln: resulta magistral su evocación del viejo Sur (un tiempo remoto que se refleja en una obra que ahora nos resulta igualmente remota), su potente discurso antibelicista, la precisión de los detalles con que se nos muestran tanto los acontecimientos de la gran Historia como las historias mínimas de los anónimos protagonistas. Griffith parece tener el don de la imaginación concreta: es como si hubiera sido testigo de todos los hechos que muestra y luego fuera capaz de recrearlos con la intensidad de lo verdadero. Como ejemplo, valga la escena de la vuelta a casa del coronel superviviente de la guerra, que se cierra con una mano que sale de la puerta y se apoya en su hombro.

La película conserva su perfume tenue de otra época: muchas imágenes guardan un aire de familia con la fotografía victoriana de Julia Margaret Cameron (que comparte apellido, curiosamente, con la familia sureña protagonista).

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En otros momentos, ya en la segunda parte, encontramos ecos (quizá no plenamente conscientes) de otras artes: evocaciones perversas de Botticelli –Mae Marsh corriendo por el bosque perseguida por el negro Gus recuerda el primer cuadro de la Historia de Nastagio degli Onesti (1):

… o de Miguel Ángel (el herrero blanco que va en busca de Gus a la cantina tiene un gesto como el de David antes de atacar a Goliat):

Esto muestra la influencia del “espíritu burgués” en la concepción de la película: como señala con inteligencia André Bazin, siguiendo a Malraux, en principio la fotografía imitó ingenuamente a la pintura: “Niepce y la mayor parte de los pioneros de la fotografía buscaban ante todo reproducir los grabados por este medio. Soñaban con producir obras de arte sin ser artistas, por calcomanía. (…) Era natural que el modelo más digno de imitación para el fotógrafo fuera en un principio el objeto de arte, y a que, a sus ojos, imitaba la naturaleza, pero mejorándola.” (2)

La segunda parte describe la aniquilación del Sur en la postguerra, con una visión maniquea y abiertamente racista, que concluye con la glorificación del Klu Klux Klan. Las imágenes no son menos bellas o intensas, pero esta parte de la película nos plantea un dilema moral como espectadores (especialmente agudo en Estados Unidos, como prueba el hecho de que la película, próxima a su centenario, no pueda proyectarse allí públicamente –de modo similar al boicot de la música de Wagner en Israel); y también un dilema estético.

La novela moderna, como género, va más allá del ejercicio narrativo para convertirse en una exploración moral de la realidad; por tanto, en esta película (al ser la novela su modelo inspirador) la ética forma parte de la estética. Su debilidad no consiste en que el autor fuera un canalla, o en que se equivocara de bando, sino en el hecho de que se conforme con una explicación tan simplista de la realidad como la que ofrece, en la que una solución imposible se presenta como real.

La película plantea, en esta segunda parte, un problema político sin solución: el de los oprimidos que, tras su liberación, se convierten en opresores; y confronta a los políticos con las consecuencias de sus decisiones. Es instructivo comparar la visión de Griffith con la de otro artista contemporáneo nuestro, J.M. Coetzee, que en su novela Desgracia explora un panorama análogo en la Sudáfrica posterior al apartheid. Coetzee escribe desde la ética y no cae en prejuicios y simplificaciones; tampoco en el sensacionalismo, a pesar de que saca a la luz todo aquello que Griffith evita mostrar, o no se atreve a imaginar.

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Toda obra de arte va más allá de las intenciones de su autor y El nacimiento de una nación apunta cosas que seguramente Griffith no planeó: por ejemplo, que las mujeres no eran víctimas de los negros depravados sino de una moral que las empujaba a morir antes que ser tocadas fuera del matrimonio, y que las encerraba en una endogamia casi incestuosa (cfr. la relación del personaje de Mae Marsh con su hermano cuando se entera de que ha roto con su novia). El máximo horror que puede concebirse en el mundo que refleja la película es que un negro viole a una virgen blanca (la sutil Lillian Gish; la alocada Mae Marsh, que se hermana con la ardilla en la escena en que, como en las coplas populares, va por agua a la fuente; la oscura y digna Miriam Cooper, que parece una vestal antigua encerrada entre las columnas jónicas de su mansión sureña, una triste Penélope que da largas a su pretendiente del Norte mientras teje los mantos del Klan).

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También nos muestra que el nacimiento de los Estados Unidos va unido al enfrentamiento étnico; y que el cine, desde su mayoría de edad (alcanzada en esta película), no es un espectáculo inocente, sino que puede transmitir una visión política: como en la literatura moderna desde Baudelaire, ética y estética no son conceptos separados.


El título de la reseña procede de Vicente Huidobro: Altazor. Ed. Cátedra. Madrid, 2001

(1) Aunque no viene mucho al caso, podemos recordar que otra versión pictórica del mismo motivo aparece en Gertrud, la última película de Dreyer:

gertrud

(2) André Bazin: ¿Qué es el cine? Traducción de José Luis López Muñoz. Ed. Rialp. Madrid, 2006

Ética y estética

Paisà (Roberto Rossellini, 1946)

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Paisà está compuesta por seis episodios, como una recopilación de relatos breves que ilustran el avance de las tropas aliadas del sur al norte de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Hablar de neorrealismo -o de realismo a secas- es un tópico que poco puede aportar a estas alturas; pero lo cierto es que las imágenes de Rossellini se mezclan con las documentales que aparecen intercaladas entre los episodios sin ninguna solución de continuidad, como notas a pie de página en el libro de historia que desgrana los nombres y fechas de las batallas, de las ciudades liberadas.

En una cultura como la nuestra amante de la complejidad, en la que la novela se considera como la forma culminante de la narración -en detrimento del relato breve- puede ser comprensible el olvido relativo de Paisà, sepultada por el prestigio de las dos grandes películas-novela que la rodean en la obra de Rossellini: Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero. En realidad, el género del relato funciona aquí como un híbrido experimental entre el drama y la novela: retiene del primero su rapidez sin elementos accesorios, y de la segunda su renuncia a las cadenas causales estrictas, la voluntad de mantenerse fiel a la opacidad de lo real.

Como ocurre en aquellas películas, y aun quizá en mayor grado, la dificultad de Paisà radica en su misma desnudez y voluntad de transparencia, en su espontaneidad sin énfasis ni retórica: el reto que nos lanza es el de prestar atención a una voz no impostada, a una belleza aún más rápida que la de una frase de recitativo de Verdi, a una narración áspera y fragmentaria que demanda la reflexión como única vía para obtener una visión de conjunto.

Los tres primeros relatos que componen Paisà abordan las dificultades de comunicación entre americanos e italianos: el núcleo del primer episodio, que transcurre en Sicilia (aunque en realidad fue rodado en la torre normanda de Maiori, en la costa amalfitana), es la conversación improbable, pero que funciona como conversación al fin y al cabo, entre un soldado americano cuyo repertorio de italiano se reduce a: Paisà, bambini, spaghetti, mangiare, Mussolini y c’est la guerre (sic), y una campesina siciliana que ignora completamente el inglés. El último plano, tomado desde el mar, desvela sintéticamente el desenlace trágico de la historia, desde un punto de vista que completa la visión parcial de los alemanes y los americanos. Este desenlace apunta a una incomprensión más profunda que la idiomática: la de quienes, confundidos por la parcialidad de su visión, por los oscuros indicios de la noche, identifican a la víctima como verdugo, toman el sacrificio por traición.

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El segundo relato, más sencillo, se centra en un caso extremo de relación con el “otro”: está protagonizado por un niño napolitano al que las circunstancias obligan a comportarse como un adulto, y un ingenuo soldado negro que se comporta como un niño -o como un loco: en una escena interrumpe violentamente un espectáculo de marionetas, como Don Quijote en el episodio del retablo de Maese Pedro-, por su ignorancia del idioma, su ebriedad, su incapacidad para imaginar otras condiciones morales que las que conoció en su New Jersey natal. Como le ocurre a Don Quijote, su moral es anacrónica; a diferencia de Don Quijote, hay poco admirable en su locura; el niño es aquí el verdadero héroe.

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La tercera, una historia sentimental narrada sin sentimentalismo, se basa también en una relación entre dos: otro soldado americano borracho, perdido entre la uniformidad de los palazzi de Roma, y una joven “caída” en la prostitución. Como el anterior, este episodio describe la pobreza desesperanzada que siguió a la “liberación”: un escenario en el que ni el giro casual propio de un melodrama puede redimir a la mujer caída. El soldado sigue el hábito masculino de aferrarse a un ideal (acaso evocado por la extraña muñeca que aparece sobre la cama de la casa de citas) sin reconocer a la mujer real que tiene al alcance de sus manos, y no podemos evitar la sensación de que, de este modo, ella recibe un castigo por su «mala vida».

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La mirada crítica del narrador se evidencia en el hecho de que la mujer esté encarnada por la misma actriz (Maria Michi) que, también a cambio de un abrigo de piel, hacía el papel de delatora para los nazis en Roma, ciudad abierta: se trata quizá de un primer atisbo de la actitud sádica de Rossellini hacia las mujeres, que, en su etapa con Bergman, ha analizado Roberto Amaba en este bello texto: http://cinentransit.com/el-sadismo-de-rossellini-con-ingrid-bergman-2/

El cuarto episodio transcurre en Florencia, en el momento en que el Oltrarno ha sido liberado pero la parte de la ciudad situada al norte del río permanece aún en manos de los nazis. La protagoniza una enfermera inglesa interpretada por una actriz que es como un boceto tosco de Ingrid Bergman, la cual, acompañada por un amigo, cruza al otro lado del río (a través del pasaje de los Uffizi) en busca de su amante, un pintor convertido en líder partisano. Es como una transposición del descenso de Orfeo a los infiernos, aliviada por momentos irónicos (el encuentro con el veterano friki en los tejados), que desemboca en un desenlace seco y amargo.

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Este episodio me recuerda que, también en la inminencia de la liberación de Florencia, tras la destrucción del puente de Santa Trìnita, escribió Montale el segundo de sus Madrigales florentinos, invocando el retorno de su hermana muerta años atrás:

Un Bedlington se asoma, corderillo
azul, al tremolar de esos tocones
-Trinity Bridge- del agua. Si se enfangan
cual ratas de cloaca los señores
de ayer (¿de siempre?), estos martillazos
en tus sienes allí, en el corredor
del paraíso, son el gong que aún
te requiere, oh hermana, entre nosotros.1

El quinto relato reproduce como comedia, a modo de intermedio, los conflictos de incomprensión debida al choque cultural, protagonizados por niños con apariencia de adultos: se trata en este caso de una comunidad de frailes mendicantes que se ven sobresaltados por la llegada a su convento, en el Apenino emiliano, de tres capellanes militares (de los cuales uno es católico, otro protestante y otro judío). Pero su confrontación es pacífica; la conclusión, que se expresa a través del parlamento final del capellán católico, nace de la generosidad: no critica la simpleza preconciliar de sus anfitriones sino que es capaz de ver el lado admirable de su reacción, impulsada por una fe pueril. Esa misma generosidad demandan del espectador las películas de Rossellini: quien ya crea saberlo todo, haberlo visto todo, no obtendrá de ellas más que un reflejo de su prisa y su negligencia.

El sexto y último relato transcurre en el delta del Po, y expresa la experiencia bélica como quizá ninguna otra película lo haya hecho. Sólo citaré una imagen: una familia de pescadores acoge a un americano que lidera un grupo de partisanos que se han quedado sin víveres, rodeados por las tropas alemanas; el padre coge una anguila de un cubo en el exterior, y la degüella esforzadamente con un pequeño cuchillo.

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Paisà pone de manifiesto una posición ética que es también política: su renuncia a obtener belleza de la violencia está en las antípodas de la visión cultivada por D’Annunzio y el fascismo 2. No es que aquí no haya héroes: los hay, pero son héroes cotidianos y en sordina, que distan de ser invencibles. En el mundo que muestra esta película, la muerte llega de improviso, abruptamente, sin ningún lirismo.


Notas

(1)  E. Montale: La bufera e altro (Arnoldo Mondadori Editore, S.p.A, Milán). La traducción es mía.

(2)  Como ocurrió en Rusia tras la revolución soviética, la necesidad de crear una nueva sociedad, de dar la espalda a la antigua Italia, funcionó como un estímulo para la creación artística (que explica en parte la extraordinaria explosión del cine italiano en la posguerra).


Fuentes de las imágenes:

worldscinema.org / cinerituel.com / shangols.canalblog.com / youtube.com

Bola de sebo

Pyshka – Bola de sebo (Mijaíl Romm, 1934)

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Hace unos días pude ver en la Filmoteca de Madrid (donde estaba de paso) esta rara película, que pasa por ser la última producción muda de la Unión Soviética. No es una obra trascendental para la historia del cine, pero hay tan poco escrito sobre ella (en comparación con todo lo que se puede leer sobre otras películas mucho menos interesantes) que me ha parecido oportuno dedicarle unas líneas.

La enseñanza del cine es otra forma de hacer cine, decía recientemente Víctor Erice refiriéndose a Paulino Viota. El prestigio actual de Mijaíl Romm proviene, antes que de su obra de creación, de su figura como profesor en la escuela de cine de Moscú VGIK (con él se formaron directores como Chujrai, Tarkovsky, Klimov…). Según los testimonios recogidos por Vida T. Robinson y Graham Petrie (The films of Andrei Tarkovsky: a visual fugue), Romm no creía que fuera posible enseñar a dirigir, y animaba a sus estudiantes a pensar por sí mismos, desarrollar su talento individual e incluso criticar su propia obra. Esta obra se inició en los años de hierro del estalinismo, y hay que señalar entre sus méritos el de haber seguido en el oficio (tanto con la cámara y la moviola como en las aulas) y haber sobrevivido con dignidad.

Pyshka, su primera película, es una adaptación contundente y muy expresiva del relato de Maupassant Bola de sebo, el cual se ha hecho célebre para los cinéfilos porque también está en el punto de partida de La diligencia, de John Ford (cinco años posterior); curiosamente, la segunda película de Romm (Los trece, 1936) copia una anterior de Ford (La patrulla perdida, de 1934), cerrando un doble círculo de influencias y casualidades cuya intersección define una proximidad ética, antes que estética.

(En realidad, la relación entre La diligencia y Bola de sebo se limita al marco y el espíritu del relato, y será una película tardía de John Ford, Siete mujeres (1966), la que presente un núcleo dramático mucho más próximo en el detalle.)

En todo caso hay diferencias, y hay que señalarlas por evidentes que sean. Mis lecturas de los cuentos de Maupassant son antiguas pero, por lo que recuerdo, su pesimismo es universal; se trata de un narrador muy hábil que supo condensar su oscura concepción de la humanidad en el relato perfectamente graduado de un hecho particular escandaloso (tanto en el sentido mezquino de la expresión, vinculado a una moral puritana, como en el más amplio de indignación ante la injusticia). La crítica humanista de Ford está planteada desde dentro de una sociedad burguesa en proceso de formación, y asume que también la honestidad puede caber en sus márgenes, y dentro de ella. Por su parte, la película de Romm muestra la hipocresía como atributo propio de la burguesía, siguiendo la concepción marxista de que todos los problemas podían explicarse (y resolverse) como problemas de clase.

Salvo por este desplazamiento del punto de vista, Pyshka se mantiene extremadamente fiel a su referente literario, que ilustra de forma eficaz y certera; destaca por su fluidez narrativa y la perfecta adecuación entre objetivos y resultados. Su claridad expositiva la separa de las grandes películas de la vanguardia soviética de los años 20 -de las que conserva una herencia de intensidad fotográfica y compositiva, o el característico montaje tridimensional, lleno de saltos de eje.

La posición antiburguesa, que constituye la esencia de la película (sintetizada en las divertidas imágenes, montadas rítmicamente, de los burgueses y religiosas comiendo vorazmente, limpiándose los dientes, jugando a las cartas o apostrofando a “Bola de Sebo”), determina también su ausencia de ñoñería y academicismo -al menos en el sentido occidental al que nos han acostumbrado las adaptaciones culturales “de prestigio”. A la negatividad de los burgueses se opone la dignidad sin refinamiento de los pocos campesinos o proletarios que aparecen como contrapunto; la escasa representación de personajes positivos potencia la frescura de la película (pues la sátira suele resistir mejor el paso del tiempo que el panegírico).

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El planteamiento antiburgués se aprecia también muy claramente en la figura de la protagonista, que difiere enormemente de lo que habría sido en una película occidental (pensemos en la figura de Anne Bancroft en la citada Siete mujeres, o de Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai de Sternberg). Su actriz, Galina Sergeyeva -que procedía del teatro y que más tarde se casaría con el sutil tenor lírico Ivan Kozlovsky (1)- fue elegida porque da físicamente el perfil de un personaje que, no lo olvidemos, es una prostituta del siglo XIX cuyo apodo es “Bola de sebo”, y debuta en la historia con un tremendo bostezo; hacia el final de la trama, retenida en una posada rural, sustituye a una campesina ordeñando a una vaca, lo que la muestra también a ella como una campesina, y no una burguesa más o menos caída (por otro lado, y atendiendo al desenlace del relato, esta escena podría interpretarse como una alusión sexual, en la línea de la escena de la desnatadora de Lo viejo y lo nuevo de Eisenstein -o, yendo más lejos, de una situación similar en Viridiana (2).

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Pyshka se inicia con unas imágenes de potente composición que muestran en primer plano soldados con los ojos cerrados, con unas figuras desenfocadas que marchan en segundo término; sólo al cabo de unos segundos, uno se percata de que los primeros no están dormidos, sino muertos… La progresión del relato pone en evidencia la hipocresía que subyace en el patriotismo de los burgueses y la relatividad de sus relaciones con el enemigo: de este modo insinúa la identidad entre la guerra (que, según el rótulo que abre y cierra la película, no interrumpe sus negocios) y esos mismos negocios, cuyas víctimas son las clases trabajadoras.

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(1)  La Rusia Soviética, al tiempo que abolió otras, mantuvo y consolidó sin empacho ciertas tradiciones burguesas de la época zarista, como la ópera y el ballet. Stalin era muy aficionado a la ópera: se cuenta que lloraba en La bohème, y que precisamente Ivan Kozlovsky era su cantante favorito. La rivalidad entre este y Serguei Lemeshev, el otro gran tenor de la época (una rivalidad no personal, sino creada entre los partidarios de uno y de otro, como ocurriría en occidente en los años 50 entre los fans de Callas y Tebaldi) se ha convertido en legendaria. En 1978, tras la muerte de Lemeshev, las autoridades soviéticas dieron su nombre a un asteroide descubierto en el cinturón que se extiende entre Marte y Júpiter; en 1987, algún miembro de la autoridad decidió que otro asteroide recibiera el nombre de Kozlovskij, para que no fuera menos que su rival. Aquí dejo un enlace a una muestra del arte de Kozlovsky (aunque confieso que yo estoy entre los partidarios de Lemeshev, desde que escuché su interpretación de Lenski en la grabación de Evgueni Oneguin de Chaikovsky dirigida por Boris Jaikin en el teatro Bolshoi en 1956): https://www.youtube.com/watch?v=rjGVNWG7T04

(2) La fuente común de todas estas escenas está, probablemente, en Intolerancia de Griffith: me refiero a la impúdica secuencia en la que la chica de las montañas de Babilonia, mientras ordeña a una cabra en el mercado, piensa con mirada soñadora en su adorado rey:

griffith

Fuentes de las imágenes: baron-wolf.livejournal.com / divxclasico.com / youtube.com

Enlace

Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa, Hippolyte Girardot, 2009)

Escribo con cierto retraso un comentario sobre esta película que pude ver en el cine-club de la Filmoteca de Cantabria hace un par de semanas: sirva este texto como muestra de agradecimiento a su programador.

Captura de pantalla 2014-04-05 a las 16.53.52Recuerdo haber leído, aunque ahora no sé dónde, que Víctor Erice confesaba que, en una película tan deliberadamente construida como El espíritu de la colmena, en la que ningún detalle fue dejado al azar, el momento a la postre más bello no fue responsabilidad suya, ni era posible de prever antes de que sucediera ante la cámara: ocurre en la escena, que nadie que haya visto la película habrá olvidado, en que Ana Torrent se levanta en el aula de la escuela del pueblo y coloca los ojos a un muñeco.

Captura de pantalla 2014-04-05 a las 12.44.03Los autores de Yuki & Nina parten de un planteamiento opuesto para llegar al mismo punto: frente al rigor constructivista de Erice y Fernández-Santos, Suwa y Girardot eligen la libertad improvisatoria, la narración simple de un conflicto dramático reducido a su esquema más simple (la ruptura de una pareja vista desde los ojos de una niña, la hija, que ve cómo esa ruptura la trasladará al otro extremo del mundo, desde Francia a Japón, muy lejos de su mejor amiga). El relato se desarrolla con una dramatización muy leve, centrada en escenas sin aparente importancia y tiempos muertos, que transmiten una impresión de veracidad muy convincente.

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Por otra parte, la experiencia que relataba Erice no es más que un caso extremo de la contraposición que existe en toda película entre lo recreado (la visión propia del cineasta) y lo registrado involuntariamente (la irrupción de la realidad, del reclamo del otro), por decirlo con las palabras de Serge Daney 1; esto último es lo que, de acuerdo con la concepción de André Bazin, ejemplificada programáticamente en El río de Renoir, constituye la esencia del cine (que resultaría así el último eslabón de la estética clásica, la mímesis de Platón).

Suwa sigue este camino hasta el punto de redefinir de forma casi minimalista la misión del cineasta como aquel que establece el marco y la atmósfera del rodaje, la distancia y la duración de la mirada: nada más, ni nada menos. Centrado en esta posición, puede aceptar todos los retos: desde trabajar en un país extranjero cuyo idioma ignora, y con niñas muy pequeñas, hasta abandonar finalmente el realismo baziniano permitiendo que la trama tome un giro fantástico.

Cuando se produce este giro, uno lo interpreta en principio como una elipsis que rompe con la estructura previa de planos-secuencia (que cuando se interrumpían, hay que entender que por motivos prácticos derivados de las dificultades del rodaje, lo hacían con un montaje brusco, intencionadamente llamativo); luego, la continuación del relato desmiente la hipótesis de la elipsis. Así que hay que aceptarlo tal cual: un hayedo francés limita con los árboles sagrados que rodean un cementerio sintoísta en Japón. Al perderse en este bosque, que nada tiene que ver con el de los cuentos de Grimm o Perrault, la niña y el cineasta descubren un pliegue metafísico que disuelve poéticamente la distancia entre dos mundos opuestos, entre dos tiempos remotos (el de la infancia de la madre y el de la hija, como se revela en el bello epílogo bajo la lluvia).

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No se trata tampoco de una imagen mental, sino de un suceso ontológicamente imposible que se hace real en la narración, como un argumento de Borges o Cortázar (el título de este comentario está tomado de su microrrelato Continuidad de los parques) recreado por un occidental fascinado por el cine fantástico japonés: Suwa ha explicado que la idea provino de Girardot, y ello explica quizá su reconocimiento como co-autor de la película.

La posibilidad intuida de un pasaje entre Oriente y Occidente se reitera a través de una cita muy deliberada (tanto que es la cita de una cita) que aparece en el episodio final, rodado en Japón con una cámara casera: en la pared de una casa vemos fragmentos de una fotografía de Jeff Wall:

Jeff Wall, 1993: A sudden gust of wind (after Hokusai)

Jeff Wall, 1993: A sudden gust of wind (after Hokusai)

…que a su vez cita un antiguo grabado de Hokusai (una de sus 36 vistas del monte Fuji):

Katsushika Hokusai, 1830-33: Ejiri, Provincia de Suruga

Katsushika Hokusai, 1830-33: Ejiri, Provincia de Suruga

El paisaje industrial de las afueras de Vancouver se contrapone, en la imagen de Wall, a la silueta serena y aérea del monte sagrado, un canal rectilíneo sustituye al estrecho camino lleno de curvas que discurre entre los marjales, pero tanto la pareja de árboles del primer término como las actitudes y posturas de los personajes de la fotografía reproducen con perfecta fidelidad los del grabado. De este modo, Jeff Wall omite el elemento principal que unifica la serie de Hokusai y que da significado a su imagen (el contraste entre la serenidad de la montaña sagrada y la agitación del primer plano): al mantener sólo los elementos pintorescos de ese primer término (que, en su congelación del movimiento, anticipan la fotografía antes de su materialización técnica) Wall genera, ante todo, en el espectador que desconozca o no recuerde la imagen original, una sensación de incomprensión y de extrañeza.

Este pequeño análisis va probablemente más allá del motivo por el que la imagen de Wall aparece en la película: igual que un fotógrafo occidental dialoga con la pintura tradicional japonesa, un cineasta japonés rueda en Occidente tras los pasos de André Bazin, o de Víctor Erice. Pero hay una diferencia esencial en sus métodos de trabajo: Jeff Wall busca reconstruir minuciosamente una mirada (aunque, como en este caso, sea ajena y distante, y su reconstrucción apunte hacia un sentido muy diferente al del original), hasta el punto de que no permite que irrumpan en su imagen otros elementos de la realidad que aquellos que ya ha decidido previamente. Su proceso de trabajo, como el de un escultor, consiste en una sustracción: eliminar de la realidad lo que no concuerda con su visión predeterminada.


(1) https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/2013/11/15/serge-daney-al-abrigo-del-cine/

Fuentes de las imágenes:

divxclasico.com / cinemafrancesvistoportugues.wordpress.com / commons.wikimedia.org / tate.org.uk

Misterioso objeto al mediodía

El río (Jean Renoir, 1951)

Captura de pantalla 2013-11-28 a las 18.01.28Este comentario comparte título con una película asiática que no he visto (1) y con uno de los blogs más interesantes que se escriben sobre cine en castellano: lo traigo porque me parece que describe bien la cualidad a un tiempo luminosa y enigmática de esta película.

Si en una reseña anterior sobre M escribí que Fritz Lang es como el fiscal de la humanidad, Jean Renoir sería nuestro abogado defensor. Podemos dudar sobre la vigencia de su visión humanista en nuestro mundo desencantado, pero no negar su belleza, como la de una fruta pintada cuyo volumen y apariencia evoca el dulzor de su carne.

El río narra acontecimientos simples (transcurre en esa franja de la vida en la que la infancia empieza a dar paso a la madurez), pero ello no implica que sea una película simple; muestra comportamientos ridículos y embarazosos, pero lo hace con un pudor que deja la puerta abierta a una expresividad que, en su tramo final, se convierte en emoción sublimada.

Esa franja entre la infancia y la madurez se describe en la película como amplia e indefinida, por el hecho de que en el retrato de los adultos aflora, indudablemente, una parte infantil: los hombres no expresan ningún poder, aunque lo posean, y destacan ante todo por sus carencias (el padre ha perdido un ojo, el capitán John una pierna, y Mr. John a su esposa). El monólogo final de este último (interpretado, o vivido, por Arthur Shields, al que recordamos como el menudo pastor protestante de El hombre tranquilo) lo deja perfectamente claro.

arthur shields

Las mujeres (la madre, la niñera Nan) parecen vivir en una suerte de prolongación melancólica de la adolescencia, y sólo se diferencian de las tres jóvenes protagonistas por su ausencia de conflictos interiores; puesto que ya han asumido la dirección de su vida.

Con Nan

En cuanto a las tres adolescentes, cada una de ellas aparece unida a una música y unos colores que reflejan su personalidad profunda más allá de las contradicciones propias de la edad.

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Melanie, el personaje escindido entre su doble condición de inglesa e india, está representada por los brillantes colores primarios (amarillo, rojo) de los saris y la música indolente y oscura del sitar, metáfora de su (aún vacilante) elección vital. Este personaje es, por cierto, muy similar al que interpretaría Ava Gardner en una película posterior de George Cukor titulada Cruce de destinos.

Valerie por el naranja (el color de su pelo), o el verde, su complementario, y por la música de vals (¿Chaikovski?) que suena en la fiesta en que conoce al capitán John.

Harriet por el azul de su rincón secreto, que anticipa el del río en su huida final, y por el aura poética de las Escenas infantiles de Schumann (que toca al piano su hermana pequeña).

Renoir no mira a ninguno de sus personajes (niños o adultos) desde arriba; cuando su visión se eleva por encima, siempre parte de ellos y los integra (como podemos ver en los escasos planos con movimiento de grúa: el que muestra la higuera sagrada junto al muro de la propiedad de la familia protagonista, y la imagen final, en la que la negación del paso del tiempo enlaza con la imagen del río en la distancia).

Aun sin saber nada de sus métodos de rodaje ni de sus cualidades personales, la mera contemplación de El río nos persuade de que su director no era un tirano perfeccionista, alguien empeñado en acomodar hasta el último detalle de las cosas a su visión personal. Renoir no pertenece a la estirpe de los directores formalistas, los que llevan ya todo pensado al rodaje, Lang, Eisenstein o Hitchcock: como un director de orquesta de la vieja escuela, él sólo cuida lo esencial y, en el resto, deja hacer a sus músicos, permitiendo que asome el azar y la imperfección de lo vivo.

final

Recordando la frase de Marx (Groucho) sobre el dinero: “hay cosas mucho mejores, pero cuestan tanto”, podríamos decir que para Renoir había cosas mucho mejores que el cine, pero que éste le servía para convivir con ellas durante los ensayos y el rodaje, para poseerlas, de alguna manera, a través de su mirada, retenida en el celuloide. Esta actitud es quizá el principal punto en común con la pintura de su padre -un tópico sobre el que no querría extenderme.

El río transcurre en un mediodía sereno pero no exento de sombras, con una fluidez que parece reclamar la comparación musical. Su transparencia esconde un misterio, como el del río que oculta su profundidad reflejando el cielo, o el de la danza que toma forma a través del cuerpo de la bailarina:

Captura de pantalla 2013-11-28 a las 18.06.22

O body swayed to music, O brightening glance,
How can we know the dancer from the dance?

(Yeats: Among school children)

Fuentes de las imágenes: dvdbeaver.com / moviemail.com / divxclasico.com

(1) En realidad, la expresión procede de Goethe, que la utilizó en diversas ocasiones.