Paisà (Roberto Rossellini, 1946)
Paisà está compuesta por seis episodios, como una recopilación de relatos breves que ilustran el avance de las tropas aliadas del sur al norte de Italia en la Segunda Guerra Mundial. Hablar de neorrealismo -o de realismo a secas- es un tópico que poco puede aportar a estas alturas; pero lo cierto es que las imágenes de Rossellini se mezclan con las documentales que aparecen intercaladas entre los episodios sin ninguna solución de continuidad, como notas a pie de página en el libro de historia que desgrana los nombres y fechas de las batallas, de las ciudades liberadas.
En una cultura como la nuestra amante de la complejidad, en la que la novela se considera como la forma culminante de la narración -en detrimento del relato breve- puede ser comprensible el olvido relativo de Paisà, sepultada por el prestigio de las dos grandes películas-novela que la rodean en la obra de Rossellini: Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero. En realidad, el género del relato funciona aquí como un híbrido experimental entre el drama y la novela: retiene del primero su rapidez sin elementos accesorios, y de la segunda su renuncia a las cadenas causales estrictas, la voluntad de mantenerse fiel a la opacidad de lo real.
Como ocurre en aquellas películas, y aun quizá en mayor grado, la dificultad de Paisà radica en su misma desnudez y voluntad de transparencia, en su espontaneidad sin énfasis ni retórica: el reto que nos lanza es el de prestar atención a una voz no impostada, a una belleza aún más rápida que la de una frase de recitativo de Verdi, a una narración áspera y fragmentaria que demanda la reflexión como única vía para obtener una visión de conjunto.
Los tres primeros relatos que componen Paisà abordan las dificultades de comunicación entre americanos e italianos: el núcleo del primer episodio, que transcurre en Sicilia (aunque en realidad fue rodado en la torre normanda de Maiori, en la costa amalfitana), es la conversación improbable, pero que funciona como conversación al fin y al cabo, entre un soldado americano cuyo repertorio de italiano se reduce a: Paisà, bambini, spaghetti, mangiare, Mussolini y c’est la guerre (sic), y una campesina siciliana que ignora completamente el inglés. El último plano, tomado desde el mar, desvela sintéticamente el desenlace trágico de la historia, desde un punto de vista que completa la visión parcial de los alemanes y los americanos. Este desenlace apunta a una incomprensión más profunda que la idiomática: la de quienes, confundidos por la parcialidad de su visión, por los oscuros indicios de la noche, identifican a la víctima como verdugo, toman el sacrificio por traición.
El segundo relato, más sencillo, se centra en un caso extremo de relación con el “otro”: está protagonizado por un niño napolitano al que las circunstancias obligan a comportarse como un adulto, y un ingenuo soldado negro que se comporta como un niño -o como un loco: en una escena interrumpe violentamente un espectáculo de marionetas, como Don Quijote en el episodio del retablo de Maese Pedro-, por su ignorancia del idioma, su ebriedad, su incapacidad para imaginar otras condiciones morales que las que conoció en su New Jersey natal. Como le ocurre a Don Quijote, su moral es anacrónica; a diferencia de Don Quijote, hay poco admirable en su locura; el niño es aquí el verdadero héroe.
La tercera, una historia sentimental narrada sin sentimentalismo, se basa también en una relación entre dos: otro soldado americano borracho, perdido entre la uniformidad de los palazzi de Roma, y una joven “caída” en la prostitución. Como el anterior, este episodio describe la pobreza desesperanzada que siguió a la “liberación”: un escenario en el que ni el giro casual propio de un melodrama puede redimir a la mujer caída. El soldado sigue el hábito masculino de aferrarse a un ideal (acaso evocado por la extraña muñeca que aparece sobre la cama de la casa de citas) sin reconocer a la mujer real que tiene al alcance de sus manos, y no podemos evitar la sensación de que, de este modo, ella recibe un castigo por su «mala vida».
La mirada crítica del narrador se evidencia en el hecho de que la mujer esté encarnada por la misma actriz (Maria Michi) que, también a cambio de un abrigo de piel, hacía el papel de delatora para los nazis en Roma, ciudad abierta: se trata quizá de un primer atisbo de la actitud sádica de Rossellini hacia las mujeres, que, en su etapa con Bergman, ha analizado Roberto Amaba en este bello texto: http://cinentransit.com/el-sadismo-de-rossellini-con-ingrid-bergman-2/
El cuarto episodio transcurre en Florencia, en el momento en que el Oltrarno ha sido liberado pero la parte de la ciudad situada al norte del río permanece aún en manos de los nazis. La protagoniza una enfermera inglesa interpretada por una actriz que es como un boceto tosco de Ingrid Bergman, la cual, acompañada por un amigo, cruza al otro lado del río (a través del pasaje de los Uffizi) en busca de su amante, un pintor convertido en líder partisano. Es como una transposición del descenso de Orfeo a los infiernos, aliviada por momentos irónicos (el encuentro con el veterano friki en los tejados), que desemboca en un desenlace seco y amargo.
Este episodio me recuerda que, también en la inminencia de la liberación de Florencia, tras la destrucción del puente de Santa Trìnita, escribió Montale el segundo de sus Madrigales florentinos, invocando el retorno de su hermana muerta años atrás:
Un Bedlington se asoma, corderillo
azul, al tremolar de esos tocones
-Trinity Bridge- del agua. Si se enfangan
cual ratas de cloaca los señores
de ayer (¿de siempre?), estos martillazos
en tus sienes allí, en el corredor
del paraíso, son el gong que aún
te requiere, oh hermana, entre nosotros.1
El quinto relato reproduce como comedia, a modo de intermedio, los conflictos de incomprensión debida al choque cultural, protagonizados por niños con apariencia de adultos: se trata en este caso de una comunidad de frailes mendicantes que se ven sobresaltados por la llegada a su convento, en el Apenino emiliano, de tres capellanes militares (de los cuales uno es católico, otro protestante y otro judío). Pero su confrontación es pacífica; la conclusión, que se expresa a través del parlamento final del capellán católico, nace de la generosidad: no critica la simpleza preconciliar de sus anfitriones sino que es capaz de ver el lado admirable de su reacción, impulsada por una fe pueril. Esa misma generosidad demandan del espectador las películas de Rossellini: quien ya crea saberlo todo, haberlo visto todo, no obtendrá de ellas más que un reflejo de su prisa y su negligencia.
El sexto y último relato transcurre en el delta del Po, y expresa la experiencia bélica como quizá ninguna otra película lo haya hecho. Sólo citaré una imagen: una familia de pescadores acoge a un americano que lidera un grupo de partisanos que se han quedado sin víveres, rodeados por las tropas alemanas; el padre coge una anguila de un cubo en el exterior, y la degüella esforzadamente con un pequeño cuchillo.
Paisà pone de manifiesto una posición ética que es también política: su renuncia a obtener belleza de la violencia está en las antípodas de la visión cultivada por D’Annunzio y el fascismo 2. No es que aquí no haya héroes: los hay, pero son héroes cotidianos y en sordina, que distan de ser invencibles. En el mundo que muestra esta película, la muerte llega de improviso, abruptamente, sin ningún lirismo.
Notas
(1) E. Montale: La bufera e altro (Arnoldo Mondadori Editore, S.p.A, Milán). La traducción es mía.
(2) Como ocurrió en Rusia tras la revolución soviética, la necesidad de crear una nueva sociedad, de dar la espalda a la antigua Italia, funcionó como un estímulo para la creación artística (que explica en parte la extraordinaria explosión del cine italiano en la posguerra).
Fuentes de las imágenes:
worldscinema.org / cinerituel.com / shangols.canalblog.com / youtube.com