The River’s Edge (Al borde del río. Allan Dwan, 1957)

A primera vista, su forma y materia pueden parecer anticuadas, artificiosas, irreales. Pero esta es una ilusión a la que sucumbe el mal lector.
(V. Nabokov: Curso de literatura europea)
El argumento de The River’s Edge es muy sencillo: un hombre llamado Nardo (Ray Milland) va en busca de su antigua novia, Margaret (Debra Paget), a la que abandonó dejando que fuera a la cárcel por un robo que había cometido él. Ella se ha casado con Ben (Anthony Quinn) para salir en libertad condicional, pero no se adapta a la vida en su rancho, y decide creer en las palabras de disculpa de Nardo. Este acaba de robar un millón de dólares, y pretende contratar a Ben como guía para cruzar la frontera de México. Ben acepta el papel, sin resignarse a perder a su esposa y el dinero (que tal vez podría darle, a los ojos de ella, el atractivo de Nardo).
A propósito del cine de Allan Dwan, Jean-Claude Biette se refirió, con ecos de Bachelard, a una poética del espacio. Esa poética, tan difícil de analizar, no puede separarse de una del tiempo, que organiza el curso de las imágenes como si fuera música -una música hecha de armonías simples. La sensación de equilibrio que transmiten sus mejores películas, y ésta en particular, procede de una cuidadosa estructura, llena de ecos y repeticiones. Los elementos del relato se entrelazan y crean una suerte de reverso del tapiz que solo se hace visible en la memoria.
Por ejemplo, la escena del inicio en que Ben marca a un ternero mientras su esposa aparta la vista tiene una recurrencia en la posterior en que opera el hombro infectado de ella con un cuchillo calentado al fuego; entonces será Nardo quien tenga que apartar la mirada.



La oposición entre Ben y Nardo en el afecto de Margaret se da mediante el contraste entre la ducha de fango y el baño de burbujas que uno y otro le ofrecen sucesivamente. En el hotel de la ciudad Nardo reescribe el pasado: pone en marcha un jukebox y le tiende a ella la mano en medio de un decorado de barrotes, como si volviera para sacarla definitivamente de la cárcel.



Los celos de Ben se hacen visibles en el humo que exhala cuando deja que su mujer se vaya con Nardo; y más tarde, cuando irrumpe en la casa y el viento entra por la ventana con una violencia pareja a la suya.



Estas relaciones funcionan gracias a la precisión de unas imágenes casi esquemáticas, depuradas de todo lo superfluo (incluyendo el énfasis). Aunque en esta película no intervino John Alton, su fotografía tiene un grado de refinamiento similar al de las obras en que Dwan colaboró con él. Aquí la paleta es restringida y el encuadre tiende a llenarse con grandes manchas de color uniforme. El punto de vista es casi siempre frontal, lo que da a las imágenes una cualidad bidimensional que recuerda el arte de Manet. La profundidad no está nunca subrayada, carece de espesor dramático: incluso las imágenes más complejas, como la de un espejo cuya perspectiva oblicua revela a Ben el contenido oculto de la maleta de Nardo, o aquella otra que muestra a la serpiente de cascabel en primer plano, los hombres enzarzados en segundo término, y al fondo a la mujer, se resuelven con orden y naturalidad.
Quizá no podía ser de otra manera en una historia que parece una parábola, un pecio rescatado de los tiempos del cine mudo. Las composiciones frontales se tensan mediante el uso de los colores complementarios (verdes y rosas, amarillos terrosos y azules nocturnos). Colores puros y sentimientos simples, que dejan de serlo cuando entran en conflicto con otros. “En la Tercera Guerra Mundial todo será blanco. Nos arrebatarán nuestros brillantes colores y los emplearán en el esfuerzo bélico”, dice un personaje de una novela de Don DeLillo.
Los tres protagonistas de The River’s Edge van dejando atrás sus colores y sus posesiones, y se adentran en una aventura abstracta en pos de un maletín lleno de billetes, y del amor (siempre rodeado de contradicciones, y enfrentado con el amor al dinero). El más abstracto de los bienes (según Borges) se hace aquí concreto y tangible.
En algunas de las recurrencias estructurales es posible ver una intención metafórica: así ocurre con la ducha de fango y las lluvias de billetes. Estamos ya muy lejos de las ideas optimistas del tío Ed, en The Inside Story (1948), sobre la circulación del capital. En este aspecto, The River’s Edge tiene más relación con otra película, tres años posterior y muy distinta tanto en la forma como en su visión de fondo: Psicosis, en la que Hitchcock trata el dinero como el perfecto macguffin. El católico proveniente de la cuna del capitalismo y el panteísta ateo (en palabras de Miguel Marías, pionero divulgador entre nosotros de la obra de Allan Dwan) se unen así secretamente.

Acogiéndome al título de tu comentario, sugiero ver en programa doble esta película junto a otra anterior, «Inferno» (1953), de Roy Ward Baker.
Tomo nota de la recomendación, para cuando se cruce en mi camino.
Yo aporto otro posible compañero de doble programa: «The trap» de Norman Panama.
Anotada también, muchas gracias.
Una pena que, por el virus y el horario, no se pudiera hacer debate en el Cine Club del otro día, pero este texto lo compensa. Maravillosa sesión y película.
Coincido en lo último, pese a todas las dificultades. Una película como esta no hace más que ganar si se tiene ocasión de verla en pantalla grande.
Por cierto, un detalle de composición de los planos muy evidente al verla en cine en tan buena copia es que el formato 1:2,55 está «forzado» en el laboratorio, y la película se rodó en 1:2,35. Se nota especialmente en la secuencia en la cueva en la parte baja del encuadre, aparte de bastantes encuadres demasiado cortados por arriba. Es un asunto nada raro en las producciones de Benedict Bogeaus para Dwan, y un poco los recursos del «pobre» en otras películas para hacer pasar por algo más en su exhibición unas películas que en estos casos, desde luego, no lo necesitaban. El Superscope de «Tennessee’s Partner» (por lo demás una obra maestra absoluta), por ejemplo, es un ejemplo de delirio: una película rodada en «open matte» (lo habitual cuando no se filmaba en anamórfico) para ser proyectada en 1,66 o 1,85 (elecciones dejadas a la elección del proyeccionista entonces, para la complicación de un análisis filológico posterior) que se trampea en esa cosa del 1:2:00. Precisamente hablaba hace días del tema con el hermano del responsable de este blog, sobre cuál sería la manera correcta de restaurarla. ¿Con la(s) proporción(es) pensadas al rodar? ¿Con el formato falso de laboratorio para exhibirse? Todas serían necesarias, pero me moriría por ver una copia en 1,85 de «Tennessee’s Partner» sin recortes.
Gracias por la precisión técnica, que explica la falta de «aire» que se aprecia en algunos planos, tanto por arriba como por abajo (esa serpiente demasiado próxima al límite del encuadre). De todas formas, otras películas han sufrido más que esta por manipulaciones de formato.
En cuanto a la restauración de películas como «Tennessee’s Partner», imagino que en un mundo ideal habría una edición para uso doméstico con las dos opciones de formato.
En un mundo real… ¡yo incluso pondría las cuatro opciones! Un poco al estilo del «Touch of Evil» de Welles en su edición (no aquí) en blu ray. Y efectivamente, la película no sufre demasiado. Este tipo de manipulaciones en el laboratorio forman parte de cierta época y tipo de películas, pero a veces son uan desgracia, y donde más se notan es, precisamente, en el cine, donde estaban destinadas. Otro tipo son los destrozos en planos sin corte para «dinamizar» la planificación. A Fuller se lo hicieron a veces, por ejemplo los troceos en algunas conversaciones de «Run of the Arrow». En pantalla grande es muy molesto, al hacer el plano más espeso y saturado
El problema con películas como las de Allan Dwan (y Henry King, André de Toth, etc. etc.), relegadas a una suerte de arqueología industrial, es que no tienen ya valor comercial relevante, y tampoco se les reconoce valor artístico. Este, en el ámbito del cine, sigue limitado a un número predeterminado de películas (en los años 50 eran 10, ahora hemos avanzado hasta 100) que, como «Touch of Evil», han alcanzado el consenso crítico a fuerza de repetición. «El cine recuperado» es, por tanto, un ciclo casi inagotable: ojalá perdure.