Los infortunios de la virtud

Nazarín (Luis Buñuel, 1959)

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Comentar cualquier película de Buñuel es un desafío, porque las propias películas se explican con una claridad que hace inútil cualquier paráfrasis; una claridad de cristal de roca, compatible con la ambigüedad y la poesía. Cuando quiere ser ambiguo, Buñuel expone con toda precisión esa ambigüedad, y cuando pretende lanzar la película a otra dimensión, más allá de la progresión del relato, lo hace de manera fulgurante, con un solo detalle: en Nazarín se pueden citar como ejemplos el parpadeo alucinado de Beatriz (Marga López), la imagen onírica del Cristo que se ríe a carcajadas ante Ándara (Rita Macedo), o los tambores del Viernes Santo de Calanda que acompañan la escena final.

Son tópicas las referencias a la tradición española de esta parte de la obra de Buñuel, como si el cineasta, en un proceso similar al de Cernuda y otros exiliados, necesitara revivir otra España diferente de la de aquel momento: los enanos de Velázquez y las reyertas de Goya, la novela picaresca y el Quijote, parecen cobrar vida en Nazarín, como lo hace la película, cargada de la peculiar densidad fotográfica de Gabriel Figueroa, a partir de los grabados que ilustran los títulos de crédito. El tono literario de los diálogos, llenos de giros antiguos y palabras intraducibles, abona ese tópico, pero el propio Buñuel recordaba que la realidad española, al menos en tiempos de su juventud, era un buen muestrario de picaresca viva; y tampoco hay que olvidar su “trabajo de campo” en los barrios bajos de la Ciudad de México cuando preparaba el rodaje de Los olvidados: “Salía muy temprano en autobús y caminaba al azar por las callejas, haciendo amistad con la gente, observando tipos, visitando casas. Recuerdo que a veces iba a hablar con una chica que tenía parálisis infantil. Caminaba por Nonoalco, la plaza de Romita, una ciudad perdida en Tacubaya. Esos lugares luego salieron en la película y algunos ni siquiera existen ya” (1).

Galdós concibió a Nazarín como una especie de Don Quijote “a lo divino”: a semejanza del hidalgo castellano que aspiraba a recuperar el espíritu anacrónico y novelesco de los caballeros andantes, el sacerdote Nazarín revive la letra del Evangelio en todo su rigor ético (“para mí nada es de nadie; todo es del primero que lo necesita”), lo que hace que sus coetáneos, especialmente en el ámbito del clero, lo tomen por loco; por su parte, la figura de Sancho Panza se desdobla de modo burlesco en dos mujeres, las citadas Beatriz y Ándara, con las que el sacerdote convive de forma sospechosa a ojos del mundo.

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Como los protagonistas de La edad de oro, Él, Ensayo de un crimen o Viridiana, cada cual a su modo, Nazarín es un lunático. En su primera aparición, cuando denuncia tranquilamente a su patrona doña Chanfa el robo que acaba de sufrir, entra a su cuarto (una operación que debe realizar por la ventana), y la entrada va acompañada por un tremendo salto de eje; nos adentramos en otro mundo, que responde a una lógica aparte del que pulula por el patio del Mesón Héroes: hombres que cargan cestos y bandejas de mimbre, mujeres que conspiran, niños que juegan, hombres que esquilan a un burro, los operarios de la electricidad con su libreta, el ingeniero delgado y de pocas palabras que parece sacado de un cuadro de El Greco, y hasta un afilador amenazado de desahucio –todos ellos perfectamente caracterizados en unos segundos.

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Buñuel conserva la ambigüedad esencial del protagonista, que no deja de ser admirable en su extravío, y lo contempla con ternura, crueldad y humor a partes iguales; hacia el final, lo compara implícitamente con el caballeresco enano Ujo (Jesús Fernández). La crueldad de la película va un paso más allá que la de Cervantes o Galdós porque el cineasta añade una perspectiva adicional, tomada de la Justine del marqués de Sade: la demostración racionalista de la inutilidad del bien. La caridad de Nazarín no redime a nadie, ni siquiera a él mismo: “Usted no tiene malicia, y hace las cosas a lo santo, con lo cual perjudica sin querer”, le dice Ándara en la novela, y la película muestra sin piedad las consecuencias perversas de su candidez. No soy ningún experto en Sade, pero leyendo por ahí he visto que hay una referencia más específica al divino marqués en la película: se trata de la escena en que Nazarín asiste a una mujer enferma de peste, que adapta el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo (2). Buñuel cambia el sexo del moribundo y consigue encerrar toda la verbosidad silogística y blasfema del texto sadiano en una escueta frase: “Cielo no, Juan”, seguida de la llegada de este último y el beso de los amantes, un desenlace digno de Artaud (3).

Don Quijote recupera su cordura cuando está al borde de la muerte, mientras que Nazarín lo hace en el transcurso de su pasión, cuando es arrestado y conducido entre criminales: como Jesucristo, se encuentra con un buen y un mal ladrón, y recibe del primero la iluminación a través de otra simple frase: “y su vida para qué sirve, usted pa el lado bueno y yo pa el lado malo, ninguno de los dos servimos para nada”. Como corolario de esta tesis, comprobamos de inmediato que su relación con Beatriz y Ándara solo ha significado para ellas un rodeo, pero no una salida: ambas terminan como lo habrían hecho si nunca se hubieran topado con el sacerdote, la primera sometida al dominio brutal del Pinto (Noé Murayama, de inquietantes rasgos japoneses), con la cabeza apoyada en su hombro como poco antes se había posado en el de Nazarín, y la segunda camino de la prisión.

La película abandona al protagonista en su momento de crisis, con la cabeza ceñida por una venda a modo de corona de espinas, cuando despierta de las ilusiones que han dirigido su vida hasta entonces: vemos cómo rechaza el don que le ofrece una mujer anónima porque quizá ha dejado de creer en la caridad, pero luego lo acepta. En ese momento, ¿vuelve a ser un creyente o comienza a ser humano? Y en ese último caso, ¿qué forma adoptará su humanidad? Buñuel se limita a plantear con claridad estas preguntas, pero no las responde.

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He vuelto a ver Nazarín después de mucho tiempo: creo que lo único que recordaba de ella de primera mano, y me sigue pareciendo el gran hallazgo de la película, es la entonación de Francisco Rabal. Con ese tono llano, de infinita paciencia, cuya suavidad contrasta con lo rotundo de las ideas que expresa, tan diferente al acento chulesco del mismo actor en Viridiana, podría haberse expresado, si hubiéramos podido escuchar su voz, el mismo Don Quijote.

Vista en la Filmoteca de Cantabria el 10 de julio de 2016


(1) Tomás Pérez Turrent y José de la Colina: Buñuel por Buñuel. PLOT Ediciones, S.A. Madrid, 1993.

(2) El texto de Sade se puede leer aquí: https://nestormieres.files.wordpress.com/2014/05/dialogo-entre-un-sacerdote-y-un-moribundo.pdf

(3) Un planteamiento similar al de la moribunda de Nazarín lo expresa la joven poeta Robin Myers en este poema: http://www.letraslibres.com/revista/poemas/la-metafisica-de-pedro-el-heladero

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Fuentes de las imágenes: abretedeorejas.com / seronoser.free.fr / rarecinemablogcine.wordpress.com / enclavedecine.com / lbunuel.blogspot.com / areadelibrepoesiadelasamericas.wordpress.com/

2 comentarios en “Los infortunios de la virtud

  1. Roberto Amaba

    Como decía aquel alemán gruñón buen lector del Marqués, se nos castiga sobre todo -y siempre- por nuestras virtudes. Sobre todo por aquello relacionado con la compasión y las piedades.

    Un saludo.

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    1. elpastordelapolvorosa Autor

      A veces la piedad extrema no es más que una forma refinada de egolatría. El camino de la santidad no es precisamente fácil y, como parece insinuar Buñuel a través del personaje de Beatriz, conviene hacérselo mirar, no sea que el deseo sea en realidad de otra cosa.
      Un saludo

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