Colorado Territory (R. Walsh, 1949)

Volver a territorio conocido siempre ha sido algo habitual en Hollywood: poner al día las viejas películas de éxito con nuevos medios, o utilizar patrones argumentales recurrentes en aras de la personalidad escénica de una estrella. Menos frecuente, en el periodo de esplendor de los grandes estudios que se extiende hasta principios de los años 60, es que el protagonista de esta recurrencia fuera el director. De los grandes “autores clásicos”, Raoul Walsh, con su aura viril y su ojo único, sería a primera vista uno de los menos sospechosos de manierismo. Y sin embargo es sabido que compuso (al menos) dos veces variaciones sobre películas suyas anteriores: Colorado Territory (1949) reelabora High Sierra (1941), y Distant Drums (1951) hace lo propio con Objective, Burma! (1945). No pretendo extenderme en la comparación entre unas y otras, solo insistir en la necesidad de revisar los tópicos sobre el “clasicismo”. En todo caso, se puede decir que la diferencia de tonalidad entre estas películas radica en los actores y actrices, y en el paisaje que los rodea. Walsh concibe el desplazamiento de géneros como, en esencia, un cambio de paisaje.
Esto aparece desde el principio en Colorado Territory: los títulos de crédito se imprimen sobre el fondo rocoso y desnudo del “cañón de la muerte” (que parece ser en realidad el Canyon de Chelly, en Arizona). Justo después aparece, en abierto contraste, un paisaje frondoso de Missouri. El trayecto hacia el oeste, siguiendo al sol, no conduce a la tierra prometida, como reconocerá más adelante el personaje de Henry Hull, sino a la ausencia de agua, a las ciudades de los muertos.
Colorado Territory se desarrolla con la misma rapidez que las circunstancias imponen al protagonista, Wes McQueen (Joel McCrea, con la impasibilidad y rectitud que luego aportará a sus personajes con Jacques Tourneur). Como el Jean Picard de Uncertain Glory, empieza su “largo camino” huyendo de una prisión en que le aguarda una sentencia de muerte, y la película podría interpretarse como el sueño de un condenado en la antesala de la ejecución: en lugar de un final rápido, prolonga su andadura gracias a un hilo de Aridna que le llega, irónicamente, en forma de calcetín. Nada sabemos de su vida anterior y sus motivos, salvo que estaba detenido precisamente en Clay County, el lugar de nacimiento de los hermanos James (lo que sugiere un paralelismo con ellos).
La película está llena de tumbas, necrópolis, cantos fúnebres. Como en las tragedias antiguas, casi todos los personajes mueren: parece algo más que simple mala suerte. “Nací bajo una carreta y todo ha estado siempre por encima de mí”, dice Colorado (Virginia Mayo). Wes sueña con fantasmas y cubre con la corpulencia de su torso el fuego que arde en la antigua kiva de la ciudad abandonada de “Todos Santos”. A diferencia de Pursued, las ruinas no tienen connotaciones familiares sino que aluden a catástrofes más amplias: los indios pueblo y los colonos españoles combatiendo entre sí, finalmente aniquilados por un movimiento sísmico.
Virgina Mayo, a la que el maquillaje exagerado (al estilo de Perla Chávez en Duelo al sol) confiere una belleza estridente que en algunos momentos linda con la fealdad, asume el prototipo ideal de la mujer walshiana, tan carnal y apasionada como Anna Q. Nilsson, Ann Sheridan, Yvonne de Carlo, Jane Russell o, quizá por encima de todas, Ida Lupino (sobre todo en The Man I Love). Esa carnalidad no está dada solo por los vislumbres convencionales de piernas y hombros, sino por detalles como el de su lengua terminando de liar un cigarrillo, justo después de haber extraído la bala que ha alcanzado a Wes en un hombro.

La película acentúa su carácter plebeyo, su condición mestiza, en contraste con la belleza perfecta de Julie Ann (Dorothy Malone). Colorado no se cree mejor de lo que es, y por eso es incapaz de traicionar. El transcurso de la trama demuestra sin ninguna retórica discursiva que el bien y el mal no están distribuidos netamente a uno y otro lado de la ley, de la sociedad: los ciudadanos honrados, y de forma especialmente notoria el marshal (Morris Ankrum), son capaces de maniobras de traición por dinero que en nada difieren de las de los malhechores. Los indios, integrados en la sociedad de los blancos, no se comportan de manera diferente.
El destino no está escrito en las debilidades de carácter; es algo que excede a los individuos. Pedro Costa recordaba que, según Buñuel, toda película debería dar cuenta de alguna manera de que algo anda mal en el mundo; esta lo hace continuamente. Aunque físicamente Virginia Mayo está en las antípodas de lo que uno se imagina de la Monelle de Schwob, también ella podría decir: He salido de la noche, y volveré a la noche. Y también:
Destruye, destruye, destruye. Destrúyete a ti mismo, destruye a tu alrededor. Haz sitio para tu alma y para las demás almas.
Destruye todo bien y todo mal. Los escombros son parecidos.
Destruye las antiguas moradas de los hombres y las antiguas moradas de las almas; las cosas muertas son espejos que deforman.
Destruye, porque toda creación proviene de la destrucción.
Y para lograr la bondad superior, hay que aniquilar la bondad inferior. Y así el nuevo bien parece saturado de mal.
Y para imaginar un nuevo arte, es necesario romper el arte antiguo. Y así el arte nuevo parece una especie de iconoclastia.
Porque toda construcción está hecha de escombros, y no hay nada nuevo en este mundo excepto las formas.
Pero hay que destruir las formas.
Walsh utiliza la rapidez para destruir las formas sin que se note (como afirma Carlos Losilla, en sus últimas películas recurrirá a otros procedimientos). Primero Colorado y luego Wes descubren, en dos escenas simétricas, que su amor no es correspondido: no hay nada que decir, ningún espacio para la insistencia o la queja. Al final de la primera escena, Wes enciende una cerilla en las paredes de piedra de la kiva circular. Justo antes de la segunda, Colorado enciende otra cerilla para cauterizar una herida física que precede a la anímica (1). La velocidad con que sucede todo hace que las rimas internas propias del estilo clásico pasen inadvertidas.
La persecución de la diligencia, el asalto al tren y las maniobras casi militares en torno a la “ciudad de la luna” están dadas de forma sintética, a través de unos pocos planos vertiginosos y perfectos. Las imágenes finales de las formaciones del “cañón de la muerte”, la luna elevándose sobre ellas, los grabados indígenas, son quizá las más próximas que pueden encontrarse en el “cine clásico” a las que años después filmarán Arthur y Corinne Cantrill en Uluru, y las manos que se aferran antes del epílogo hacen pensar en L’or des mers de Epstein, que con toda probabilidad Walsh nunca vio, y en las películas de Nicholas Ray. Más allá de asechanzas y arenas movedizas, Colorado y Wes alcanzan, como diría Conrad, la victoria.
Monelle sigue diciendo:
Mezcla la muerte con la vida y divídelas en momentos.
No esperes a la muerte: está dentro de ti. Has de ser su compañero, tenla junto a ti; ella es como tú.
Muere de tu muerte: no envidies las muertes antiguas. Varía los géneros de la muerte con los géneros de la vida.
Ten cada cosa incierta como viva y cada cosa cierta como muerta.

(1) Las dos heridas se unen en una escena posterior, en la que Colorado lava el hombro de Wes con un pañuelo con agua de un estanque mientras hablan sobre Julie Ann y Martha (la novia de Wes que «se fue» cuando él estaba en la cárcel).