Este abanico, este polvillo: imágenes pintadas de una pradería, el tornasol de alguna juventud que se aventa, disfraces de colores en un país de laca quemada bajo el vendaval.
Pere Gimferrer
Aquest ventall, aquest polsim: imatges pintades d’una praderia, el tornassol d’alguna joventut que s’esventa, disfresses de colors en un país de laca cremada sota el vendaval.
La tensión del poema de Gimferrer (que va más allá de una mera sucesión de imágenes orientales, cuya falta de densidad se alía a una suprema capacidad de evocación) reside en su desplazamiento de ventall a vendaval. La relación sonora se pierde en la traducción castellana -salvo que se optara por la palabra «ventalle», con sus reminiscencias de San Juan de la Cruz, a costa de introducir un factor de extrañamiento ausente del original.
En la película, en ese Japón tan estilizado como cargado de una tensión a punto de estallar, los abanicos se blanden como espadas -armas cargadas de pasado (1). Entre todos ellos hay un protagonista, que incluso merece un plano de detalle: este abanico es probablemente el de la dama de Gion, que lleva inscrito, en su finísimo papel translúcido, un poema que tiene cierta importancia en el desarrollo de la trama.
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(1) En la tradición japonesa existe el abanico de hierro (tessen), cuyo manejo constituye una de las artes marciales, y también un estilo de baile tradicional con espadas llamado kenbu; al término de la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas de ocupación prohibieron el uso civil de armas, de modo que durante unos años el kenbu tuvo que adaptarse sustituyendo las espadas por abanicos, lo que dio lugar al nuevo género shibu. Para más información, se puede consultar este artículo de Deborah Klens-Bigman: The Fan and the Sword: Exploring Kenbu.
El poema de Gimferrer forma parte del pequeño ciclo A Kenji Mizoguchi que forma parte del libro El diamant dius l’aigua. Se puede leer aquí.
Cuentos de la luna pálida de agosto (K. Mizoguchi, 1953)
Volví a ver hace dos semanas, en la Filmoteca de la Universidad de Cantabria, esta película tan deslumbrante a primera vista, y que ha despertado casi tanta pasión y tanto análisis como Vértigo de Hitchcock. Por eso, acercarse a ella produce también vértigo: el de saber que cualquier cosa que uno diga ya se habrá dicho antes, y con toda probabilidad mejor.
Después de una inmejorable presentación, tan erudita como llena de simpatía del gran experto (no sólo en cine japonés) Antonio Santos, autor de un excelente libro sobre Mizoguchi (1), la proyección fue accidentada, con mediana calidad de imagen y pésima de sonido: una lástima, y una excepción (nada que ver con anteriores sesiones de esta filmoteca a las que he asistido últimamente). Aunque procuro no ser demasiado purista con estas cosas, confieso que las condiciones técnicas me sacaron por momentos de la película y me privaron de una parte del placer que esperaba de su revisión.
Quienes preferimos pensar que no hay más (ni menos) fantasmas que los que crea la psique, no insistiremos en cuestiones de género fantástico para centrar el asunto de estos cuentos de la luna pálida, que puede explicarse perfectamente sin visiones sobrenaturales: en esta película los fantasmas intervienen en la vida cotidiana con la misma naturalidad con que lo hacen nuestros deseos más ocultos, nuestras más secretas esperanzas.
Mizoguchi y su guionista Yoda (como Hitchcock en Vértigo) tratan, a través de una historia de fascinación con envoltorio fantástico, de un tema realista y cotidiano: que no hay encuentro posible entre mujeres y hombres, pues estos son como niños grandes, sólo capaces de amar sus sueños –de los cuales las mujeres acaban siendo víctimas reales.
Genjuro sueña que ama a su mujer Miyagi, pero también que su habilidad de artesano le ganará el ascenso social, la admiración –y finalmente el amor– de las princesas; de la misma forma su hermano Tobei, en una variante cómica (con resonancias homosexuales), aspira al honor militar de liderar un grupo de hombres que escucharán admirados sus batallitas. El final en apariencia moralizante muestra con claridad aún más cruel cómo los sueños se encarnan en fantasmas, cuando Genjuro, en su vuelta al hogar, no encuentra a su mujer, sino a su imagen mental de ella –dando a entender que esa imagen es lo que ama realmente Genjuro: un fantasma doméstico que da vueltas a la comida sobre el fuego, como antes hacía con el torno del alfarero.
Pero una cosa son los temas y otra la violencia formal que sobre ellos ejerce el cineasta, como decía Serge Daney; aunque suene extraño hablar de violencia en relación con una película tan exquisita. Pero se trata de violencia, al fin y al cabo.
Mizoguchi juega con los tópicos de la representación de lo sobrenatural, manteniendo una suerte de ambigüedad irónica: desde el episodio del cruce del neblinoso lago Biwa (que evoca las representaciones clásicas occidentales del paso de la laguna Estigia u otros ríos infernales, sin ahorrar el encuentro con un barco fantasma –cuya condición de tal es desmentida desde su misma aparición por el tripulante moribundo) hasta el episodio de la princesa Wakasa (que se mezcla imperceptiblemente con los vivos en Nagahama y llega a preguntar al dudoso Genjuro: “¿cómo, si fuese un fantasma, me pasearía por el mercado a plena luz del día?”).
Podríamos hablar de otros detalles sutiles, como el manejo de las sombras, o el aliento de Genjuro, que se hace visible en la escena matinal junto a Wakasa como una imagen de su alma amenazada.
Parece como si Mizoguchi hubiera leído a Henry James (otro gran estilista, en este caso de la prosa, que sólo visitó episódicamente el género de fantasmas pero que ha quedado indisolublemente unido a él en la memoria colectiva), y además hubiera sido capaz de reproducir su técnica por medios distintos, en un circense más difícil todavía. A priori las imágenes carecen de la ambigüedad etérea de las palabras; estas sirven tanto para expresar como para ocultar nuestras verdaderas percepciones y encierran con frecuencia el subterfugio y la mentira… mientras que no podemos dudar de lo que ven nuestros ojos.
No obstante, algunos cineastas nos enseñan a desconfiar también de esto: si en Rashomon (1951) Kurosawa mostraba imágenes que se contradecían entre sí (y que por tanto eran, unas u otras, falsas), en la escena que muestra la aparición de Miyagi cuando Genjuro vuelve al hogar al final de Los cuentos de la luna pálida de agosto Mizoguchi hace lo mismo sin cambiar de plano.
Como en los grabados de M. C. Escher, lo que vemos es literalmente imposible:
La violencia de la forma da así una vuelta de tuerca al contenido: la interpretación de que Miyagi sea aquí una imagen mental alucinatoria del protagonista es una interpretación; no trato de cuestionarla, sino de resaltar que lo que vemos es, en primera instancia, otra cosa. No sólo porque el propio Genjuro aparezca en la imagen (algo que ya ocurría en la escena que antecede a la irrupción de Wakasa, que mostraba una imagen mental evidente: aquella en que Genjuro se imaginaba a Miyagi envolviéndose en las exquisitas telas del puesto de tejidos del mercado de la ciudad de Nagahama)
… sino por el propio desarrollo en continuidad del plano, con una cámara que acompaña sin pestañear las dudas y requiebros del personaje. El plano anterior lo deja en el umbral de la vivienda, donde se reúne con su sombra.
El cambio de plano trae también un salto de eje: el punto de vista se traslada ahora hasta el interior de la casa, en la que Genjuro penetra para ver la realidad de su ruina y abandono, va acompañando mediante desplazamientos y giros su sonámbulo deambular por ella y luego, después de que salga por otra puerta al fondo, sigue su movimiento con una panorámica sobre la pared (que, en un momento, deja ver el rumbo del personaje a través de una ventana) para, finalmente y siempre sin montaje, acompañar su segunda entrada por la misma puerta del inicio, momento en el que Genjuro descubre que la casa está habitada por la presencia de Miyagi junto al fuego del hogar, como si su mágica aparición hubiera respondido a las llamadas de él –que hemos escuchado desde el otro lado de la pared.
La presentación segmentada de estas dos imágenes tiene un sentido que en nada puede compararse a su función en la película, donde forman parte de un movimiento unitario. Bastaría con esto, si debiéramos limitarnos a un solo ejemplo, para ilustrar la capacidad del cine de crear «alucinaciones reales» a la que se refería André Bazin. Mizoguchi, a diferencia de otros cineastas, no se limita a «contarnos» la aparición de un fantasma, sino que hace que asistamos a ella con nuestros propios ojos: lo hace a través de este plano en el que lo real y lo sobrenatural acontecen en el mismo tiempo, y que bastaría por sí solo para justificar ante cualquier escéptico la fascinación perenne de esta película, tan convincente para los recién llegados como para los que volvemos a ella quizá abrumados por su fama excesiva, que oscurece la de otras películas no menos valiosas de su autor. Una fascinación que nadie ha expresado mejor entre nosotros que Pere Gimferrer (2):
Esta es la mirada: el mundo se torna espacio que se precipita, el ojo se desposa y se mide con la claridad, la duración se anula en los pliegues de oro del instante. Joyería.
(1) Antonio Santos: Mizoguchi (Ediciones Cátedra. Madrid, 1993)
(2) Pere Gimferrer: El diamante en el agua. Traducción de Luis García Jambrina (Ediciones del Bronce. Barcelona, 2002)
Fuentes de las imágenes: celtoslavica.de / dvdbeaver.com / blu-ray.com / laescueladelosdomingos.com / youtube.com