Luz negra (Julius Richard, 2013-2017)
Aunque su película no es precisamente pequeña, Julius Richard no la deja sola: la acompaña como un padre cuidadoso, una madre que no cede al sueño. Como el abrazo de un monje giróvago es la lectura, llena de conexiones eléctricas, de los ensalmos que abren su «Libro de las aluzinaciones», con la que acompañó a la proyección que tuvo lugar el pasado sábado en el centro cultural Eureka de Santander.
Lo primero que destaca es la duración imposible de la película, 761 minutos, su proyección nocturna: esta se convierte así en una especie de ejercicio espiritual, durante el que la percepción se altera por el cansancio y la duermevela. Luz negra exige generosidad, que retribuye con generosidad, proporcionando diversos estados de «aluzinación» sin necesidad de ninguna sustancia (solo la luz). La densidad de la experiencia de verla, aunque sea de modo fragmentario, no solo radica en su duración, sino también en la superposición de imágenes, y la lectura superpuesta. Esta se inicia con la bella letanía denominada «El cine (Sermón en 80 definiciones y/o metáforas)»:
«El cine es una religión que nos devuelve a la vida, sin presente ni lugar. Nada que leer.»
Julius Richard profesa la dialéctica: el pensamiento crece desde la raíz de la paradoja. La película en sí misma es silente, aunque está llena de palabras escritas (luz negra sobre fondo blanco), a menudo subrayadas. Una cama de libros sobre la que el autor duerme en su viaje. Un viaje como el que reclamaba para sí Alvaro de Campos: emigrar de una vez del país de Yo soy.
Aluzinación, según el autor, es ver lo que ya no es, pero ha sido. «El cine: «un pasado que jamás ha sido presente»». Durante la proyección del prólogo una niña asiste, tres años después, a su nacimiento. Julius Richard se une a Brakhage, Antonioni, Kramer, Pelechian, Kawase (y antes que todos ellos, aunque en el mundo de los gatos, Alexander Hammid y Maya Deren). El propio autor lo explicaba de forma inmejorable: «Solo ellos, hartos de las mentiras y la oquedad del significado, se han atrevido a mirar de frente la verdad, y, con sus imágenes asignificantes, dar a luz. O, lo que es lo mismo, presenciar el milagro con los propios ojos, la posibilidad de renacer.» (El texto completo se puede leer en la revista Transit.)
El parto sería así la verdadera escena primaria del cine (del cine que aspira a dejar de ser teatro). Brotando de la oscuridad, un nuevo ser. El sol se pone en el mar. Se elevan las hogueras de la noche de San Juan. Empieza el verano, la estación violenta. Es preciso volver a nacer, como Jonás, entrar por el ojo de una aguja en ausencia de camellos.
Convertirse en un niño que ve desfilar las cosas pegado al cristal de la ventanilla de un coche: un plano-secuencia interminable.
«Ver es tener a distancia«, escribió Merleau-Ponty. Y también: «Hay que tomar al pie de la letra lo que la visión nos enseña: que por ella tocamos el sol, las estrellas, que estamos al mismo tiempo en todas partes, tan cerca de las lejanías como de las cosas próximas. (…) Solo la visión nos enseña que seres diferentes, «exteriores», extraños el uno al otro, están no obstante absolutamente juntos, la «simultaneidad»: misterio que los psicólogos manejan como un niño manipula explosivos.»
Se podría decir que Julius Richard es un beatnik no posmoderno sino requetemoderno, que se echa a la carretera sin aullidos; con una sonrisa permanente, sin rostro, como la del gato de Cheshire.
Esto no quiere decir que sea un ingenuo, o un inconsciente: como buen heideggeriano, no puede olvidar que nuestro ser es ser para la muerte. En su recorrido en espiral, el monje o poeta errante tiende a eludir las modernas «atrociudades». En cambio se detiene en esas otras ciudades serenas habitadas por cipreses y estantiguas («El cine: necrópolis o tanatópolis». «El cine: comunidad de los que no tienen comunidad»), en pos de tumbas de poetas: José Hierro, autor de otro Libro de las alucinaciones, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí…
Como Quevedo, podría decir: «vivo en conversación con los difuntos / y escucho con los ojos a los muertos». Con los ojos pero también con las manos, pues el cineasta, como el pintor, ve con las manos: «manojos», capaces de recomponer una flor. («El cine: tu vida r(ec)omp(on)iéndose.»)
Julius Richard no pretende hacer películas definitivas; las películas son para él objetos contingentes que remiten al ser absoluto que es el cine. Su función es ensanchar nuestra percepción, hacernos vislumbrar, como en una ecografía parpadeante, al niño cineasta que hay en todos nosotros.