La petite Lise (Jean Grémillon, 1930)

Primera película sonora de Grémillon, La petite Lise narra con lentitud una historia muy sencilla; melodrama de padre e hija, es como el reverso de Lirios rotos, y transmite hoy una sensación de distancia comparable a la de aquella. Pero no se trata solo de lejanía: la película fue un fracaso de público cuando se estrenó, y estuvo a punto de acabar con la carrera del director en el cine de ficción. Tal vez su lado problemático radica en la relación con el tiempo: invierte demasiado para contar una historia mínima y sin reclamos morbosos (a diferencia de Gardiens de phare), de modo que la espera del previsible desenlace acaba pesando en el ánimo. Es lo contrario del «pasatiempo»: basta ver cómo el protagonista se demora, al final, en abandonar el cuarto en que la pequeña Lise llora en compañía de su joven y torpe amante, André.

La película dice algo sobre el amor, pero no solo a través de las convenciones de su argumento. Como se desprende de estas imágenes, el amor del que trata la película es del que hace que una persona se borre a sí misma, salga de cuadro. Los hitos fundamentales de la trama suceden fuera de campo, como si fueran momentos demasiado íntimos para ser compartidos, espiados: así el reencuentro de padre e hija, que presenciamos sin terminar de subir las escaleras, ante una puerta entreabierta que deja escapar un llanto lleno de delicadeza; así la entrada final del padre en la comisaría, que cierra la película de forma circular (culminando en el toque de una campana, como el que sigue a la canción del inicio).
Fuera de campo permanece también el hecho crucial del pasado, determinante de la separación de padre e hija, que Lise (Nadia Sibirskaïa) relata a André (Julien Bertheau) después de la vuelta de su padre. Su relación cobra así una nueva dimensión a posteriori; de la misma forma que la emoción del reencuentro se había anticipado, tanto para el personaje como para nosotros, a través de la canción de cuna tradicional Ferme tes jolies yeux que entona, como clímax del primer acto, el coro de reclusos del penal de la Guayana.
A Lise, una casi huérfana de los años 20, le aguarda un destino parecido al de la protagonista de Ménilmontant. Asomada a la ventana, con su rostro cubierto por los reflejos de los visillos, mira también hacia el futuro, hacia la Micheline Presle de L’amour d’une femme.

El tempo lento de La petite Lise puede tener relación con las circunstancias de rodaje asociadas a la nueva tecnología del sonido. Pero es ante todo Berthier (Pierre Alcover), con su respiración pesada, su timidez y su paciencia, su corazón aferrado a un sentimiento único (a imagen del as que pinta un hombre en la prisión), quien impone su lentitud a la película.
No hay en ella ninguna nostalgia del cine mudo. Los gestos vanguardistas de Maldone se transponen a otro ámbito; a partir de aquí, las películas de Grémillon estarán dirigidas a un spectateur-auditeur. Grémillon fue músico antes que cineasta, y nunca dejó de serlo. Su singularidad lírica, dentro de una industria que trataba de prolongar la tradición del teatro por otros medios para abrirla a otros públicos, es inseparable de esa condición. La irrupción del cine sonoro no solo abrió el grifo del discurso verbal. También permitió incorporar la música, los sonidos del mundo, de manera controlada, no librada al azar de cada proyección; y construir una dialéctica con las imágenes.
«La cinematografía de los gestos, de las actitudes, de las acciones, no es más que efigies muertas a las que falta el baño de un elemento en el que estas realidades en continuo movimiento adquieren su sentido más profundo. Ese elemento es el sonido.”
La petite Lise se abre con una canción acompañada por una percusión exótica y un coro obsesivo, que nos traslada a un lugar muy remoto. Su letra, difícil de entender, juega con el doble sentido del verbo voler (volar y robar); procede de uno de los cuentos populares africanos editados por Blaise Cendrars.
La importancia de la música no implica omnipresencia; es un elemento ocasional, lo mismo que el diálogo y otro tipo de ruidos. En su ausencia no hay silencio sino ruido de fondo o blanco (como se dice en inglés), la crepitación característica de los micrófonos primitivos. A través de esta especie de humo sonoro llegan a nosotros las sirenas, el ruido de los trenes, el batir de las puertas, una misteriosa canción callejera (en la escena del crimen, como en La chienne de Renoir); y finalmente la música antillana de la sala de baile Loulou, que continúa en la banda sonora cuando el protagonista ya está en la comisaría.

Aunque no tengan música añadida, las escenas de padre e hija están filmadas como dúos operísticos; parece como si escucháramos la voz grave de Rigoletto cantando a la frágil Gilda: Solo per me l’infamia (…) Piangi, fanciulla, piangi.
La película no cierra los ojos (ni los oídos) a todo lo que rodea a los protagonistas; como ellos, vive a la vez en una realidad hostil y en “el dulce país de los sueños”. En ella “todo es mentira”, pero también, en el tiempo de un cruce de miradas, de un temblor en la voz, todo es real -dentro de la concepción que el cineasta tenía de realismo:
“Para mí, el realismo sería el descubrimiento de lo sutil que ni el ojo ni el oído humano perciben de inmediato, y que hay que mostrar o hacer escuchar estableciendo armonías, relaciones entre los objetos y los seres, vivificando sin cesar esta suma inagotable de sensaciones visuales y auditivas que conmueve nuestra imaginación, que fascina a nuestro corazón.”


Las citas de Grémillon proceden de: Philippe Roger, “Le chant du monde”, Entrelacs [Online], 11 | 2014