Montparnasse 19 (Jacques Becker, 1958)
Lo convencional que llega a traspasar –por qué no decirlo– el límite de la falsedad tiene más peso en esta película que en toda la obra restante de Becker que conozco; pero quizá esto es así por la misma razón por la que el final de la película omite mostrar el “verdadero” final de Jeanne Hébuterne (el mismo, por cierto, que el de Falbalas, aunque en aquel caso protagonizado por un hombre), y es que un exceso de realidad sería demasiado terrible en esta historia de amores incondicionales, que no piden nada a cambio y saben desde el principio que hay cosas que no se pueden cambiar: primero Béatrice (Lilli Palmer), a la que el cinismo le permite protegerse a sí misma, y luego Jeanne (Anouk Aimée, que nunca como aquí sería tan amada por la cámara). El mismo amor incondicional siente por la pintura el Modigliani existencialista al que da cuerpo y voz Gérard Philipe, y por eso es incapaz de vender un solo cuadro.
“Prefiero pintar los ojos de los hombres y las mujeres de la calle antes que pintar catedrales, porque en los ojos de los hombres hay algo que no está en las catedrales”. Mientras dice estas palabras, la mirada de Gérard Philipe, un actor enfático cuyo estilo está en las antípodas del de Becker, vacía milagrosamente de toda retórica a la cita de Van Gogh y la convierte en el mejor emblema del cine de Jacques Becker. El sentido de la frase se revela más adelante, en el momento de la verdad, cuando (¿quizá por primera vez (1) en una película narrativa de estilo clásico?) compartimos la mirada subjetiva del hombre que está en el trance de la muerte: en ese momento la película abandona definitivamente el cliché, las visiones retrospectivas de la vida pasada y las luces al final del túnel creadas por la imaginación popular.
Este final también resulta demasiado terrible en su sequedad, de modo que la película le añade un epílogo que, por medio de la indignación, proporciona una suerte de distracción porque sugiere que el desenlace podría haber sido otro si los hombres pudieran enfrentarse al dinero de forma diferente a la del marchante al que interpreta Lino Ventura. En medio de las luces de gas y la niebla, Morel parece primero una encarnación de la muerte que hubiera llegado a esta historia, ambientada en 1919, directamente desde el cine mudo (cuando los cineastas tenían aún tan poco miedo al ridículo y, por consiguiente, tanta libertad como para mostrar a la muerte en persona).
En el epílogo, Morel reaparece como un villano de Griffith o el cine soviético, para que los espectadores (ya que queda impune, a diferencia de lo que ocurría en aquellas películas) le arrojamos mentalmente un objeto contundente a través de la pantalla, como poco antes el personaje del amigo que interpreta Gérard Séty. Pero, en realidad, Morel es una contrafigura de Modi, y su obsesión por el dinero no es diferente de la que este siente por la pintura. Becker utiliza lo convencional exterior para dar la espalda a la convención del héroe romántico y firma su película más moderna –hasta Le trou.
(1) Hablar de la primera vez, en términos absolutos, conduce siempre al error. Un ejemplo anterior, aunque en las antípodas de la sequedad y falta de significación de la imagen de Becker, puede encontrarse en The westerner (William Wyler, 1940).
Fuentes de las imágenes: dvdclassik.com / vimeo.com / vodkaster.com / cinelounge.org / boutique.arte.tv/f293-petitemarchandedallumettes