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La luz que alumbra el sueño por debajo

The Tattooed Man (Storm de Hirsch, 1969)

Para André Bazin, la esencia de la imagen cinematográfica está en su naturaleza de huella: una recreación del mundo a su imagen, una imagen sobre la que no pesaría la hipoteca de la libertad de interpretación del artista ni la irreversibilidad del tiempo. El cine (fotografía más duración) permite fijar la realidad de forma objetiva, transparente: La cámara ha operado esta misteriosa y paradójica acción fotográfica, al término de la cual no se nos da otra cosa que el conocer la realidad.

Pero, ¿y si la «realidad» misma es la que no es transparente? Según la máxima de Heráclito (en traducción seguramente infiel, como ha mostrado Pierre Hadot), la naturaleza ama esconderse. De acuerdo con esta concepción tan asentada en la historia del pensamiento occidental, la verdad está oculta y su búsqueda implica un acto de des-velar, des-cubrir.

El programa baziniano sirve, en una u otra medida, a todas las formas de realismo. Es obvio que Bazin no postulaba una mera transcripción documental, al asumir que: por otra parte, el cine es un lenguaje; y al distinguir entre el verdadero realismo, que entraña la necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo, que se satisface con la ilusión de las formas.

En un artículo de 1946, El mito del cine total, Bazin escribe:

Si los orígenes de un arte dejan entrever algo de su esencia, resulta admisible considerar el cine mudo y sonoro como etapas de un desarrollo técnico que realiza poco a poco el mito original de los inventores. Con esta perspectiva resulta absurdo mantener el cine mudo como una especie de perfección primitiva de la que se alejaría cada vez más el realismo del sonido y del color. La primacía de la imagen es accidental histórica y técnicamente; y la nostalgia que mantienen todavía algunos por el mutismo de la pantalla no se remonta demasiado lejos en la infancia del séptimo arte, ya que las verdaderas primicias del cine —que no han llegado a existir más que en la imaginación de algunas decenas de hombres del siglo XIX— buscan la imitación total de la naturaleza. Todas las perfecciones que se añadan al cine sólo pueden, paradójicamente, retraerlo a sus orígenes. El cine, en realidad, no se ha inventado todavía.

Todos los que se han acercado al cine en conexión con la tradición hermética habrían suscrito, en un momento u otro, esta última frase. El cine no podía permanecer ajeno al mito romántico del “vidente”, que tuvo en Rimbaud su formulación definitiva: el poeta como alguien capaz de conducir hasta un punto de ruptura su descontento con la «realidad», y abrazar lo desconocido a través de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos.

André Breton escribió en el primer manifiesto del surrealismo: ¿El cine? Bravo por las salas oscuras. Los surrealistas, y no solo ellos, comprendieron que el cine, como los sueños, realiza la frase de Rimbaud yo es otro. Mientras dura la proyección, el yo permanece suspendido, a la deriva; su campo gravitatorio se ensancha indefinidamente. Puede vibrar con circunstancias o emociones completamente ajenas, saltar las barreras del espacio y el tiempo, y todas las limitaciones que me imponen el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.

Más allá de esto, y como afirmó Pere Gimferrer, Rimbaud fue un ejemplo por su fe en la capacidad de la poesía para construir un mundo autónomo, duplicado, pero en modo alguno equivalente del mundo real. Un ejemplo para todos los artistas, no solo para los poetas: El cine surrealista no sería explicable sin el antecedente de Rimbaud y, más generalmente, no lo sería la totalidad del cine de vanguardia. Un ejemplo, y también un desafío, ya que sin su genio poético la búsqueda del absoluto puede acabar en el solipsismo.

En los años 50 y 60 la técnica del cine siguió evolucionando, aunque también en un sentido diferente al que se refería Bazin: estos años vieron la extensión de los formatos amateurs, que culminaron con el lanzamiento del Super 8. El cine empezaba a ser posible al margen de la industria, lo que abrió nuevas posibilidades a la indagación hermética. Por otro lado, la investigación química dio un nuevo impulso al desarreglo de los sentidos con ayuda de nuevas y más potentes sustancias: de ahí nació la psicodelia (que significa literalmente: manifestación del alma).

Siguiendo a Jack Smith y otros integrantes del New American Cinema, Storm de Hirsch se adentró en este campo en su serie The Color of Ritual, the Color of Thought (1964-1966), rodada en 16 mm: películas de trance, violentas y repetitivas, dominadas por percusiones insistentes, en las que las imágenes fotográficas, puras o combinadas para formar visiones caleidoscópicas, se alternan con animaciones de estilo naïf realizadas directamente sobre la película, para proporcionar al espectador un viaje sin necesidad de ingerir ninguna sustancia.

También en esos años, Storm de Hirsch realizó películas muy diferentes en Super 8: se trata de sus series Cine Songs y Cine Sonnets, evocaciones líricas de los ritmos de la naturaleza, de espacios (casas, jardines) o eventos (una exposición de Malevich en el Guggenheim, un festival a bordo de un buque amarrado en el puerto de Nueva York, un viaje en tren en Italia), rodadas cámara en mano, como fragmentos de diario elusivos y abstractos.

The Tattooed Man (1969) es una película más larga y elaborada que todas las citadas. Para situarla en su contexto histórico es interesante citar un fragmento de la entrada del Diario de Jonas Mekas del 1 de enero de 1970, en la que resume su perspectiva del año cinematográfico de 1969:

DICIEMBRE: «The Tattooed Man» de Storm de Hirsch; «La Raison Avant La Passion» de Joyce Wieland, «Tantra» de Nick Douglas; «Imitation of Christ» de Warhol; «Self» de Lucas Samaras; «Topaz» de Hitchcock; «La caduta degli dei» de Visconti; «C’era una volta il West» de Sergio Leone, vuelta a presentar por Sarris; «La femme infidèle» de Chabrol; «Artificial Light» de Hollis Frampton.

Los miembros del New American Cinema pretendieron escribir cine en primera persona. El suyo fue un impulso lírico, dirigido a una pequeña comunidad de espíritus afines. Como Charles Boltenhouse, cuyo sorprendente Dionysius de 1963 pudimos ver como primer acto en la sesión de cineinfinito que cerró la retrospectiva dedicada a Storm de Hirsch, ella fue poeta antes que cineasta. Su desplazamiento hacia nuevas formas de expresión apunta a esa voluntad de transgredir los límites. De Hirsch le dijo a Jonas Mekas en una entrevista: no creo que un poeta se deje guiar por ningún límite.

Dionysius y The Tattooed Man tienen rasgos en común: la apelación a la danza como vislumbre de otra vida posible, más ingrávida y grácil, en la que se difuminan las fronteras entre lo femenino y lo masculino, entre el retrato y la naturaleza muerta; y el uso de superposiciones de imágenes como vía para trascender el «pseudorrealismo», para alejar el cine de la prosa del mundo y dirigirlo al ámbito abstracto de la música (acordes en vez de notas, intensidad independiente del significado).

Las imágenes superpuestas que podemos ver en el mundo físico responden a la existencia de superficies parcialmente reflectantes (masas de agua, cristales). Mucho antes de que Bazin pusiera por escrito su idea del cine como huella luminosa de lo real, la película había empezado a concebirse también como una superficie parcialmente reflectante, capaz de generar imágenes imposibles en la «realidad». Así, las imágenes múltiples irrumpieron en la historia del cine: utilizadas con fines narrativos (confluencia de historias paralelas, como en Intolerancia de Griffith), o poéticos (asociación de realidades distantes, como en los fundidos encadenados de Sternberg o las composiciones de Gance y Epstein).

El cine puede alcanzar la abstracción absoluta si se limita a la animación; como observó Barthes, no hay foto sin «algo» o «alguien». Pero, igual que ocurre con las palabras, es posible recrear con imágenes fotográficas una música impura, abierta a otros sentidos. En algunos momentos de The Tattooed Man la superposición de imágenes conduce a una suerte de visión táctil. Storm de Hirsch comparte, si no la técnica, la aspiración última de Val del Omar: el tacto es un sentido que puede llevarse por un arco reflejo a la vista si la luz acierta a tocar los objetos que ilumina orientada por el instinto de posesión. Aquí ese instinto se dirige no a objetos, sino a cuerpos. La autora escribió: ser abrazado es descubrir / el idioma materno.

The Tattooed Man se presenta como un sueño filmado; pero un sueño doble, ya que los títulos de crédito identifican a dos «soñadores», y también a varios «asesinos del sueño». La película combina el blanco y negro y el color; las imágenes simples y diversos grados de superposición (que culminan en clústeres en que los miembros se multiplican como composiciones florales, naturalezas muertas).

Su desarrollo se caracteriza por la heterogeneidad de elementos que la componen: incluye escenas de un hombre joven en un parque, de un grupo de hombres contra un telón negro que se ríen de alguien invisible que está abajo, de un estudio de danza con dos bailarines suspendidos de cables, de la puesta de sol sobre el mar, de un hombre acostado que se acaricia el pecho desnudo, de una ceremonia en la que el cuerpo de una mujer muerta es envuelto como si fuera una crisálida, de un hombre junto a la boca de una cueva, de un escenario teatral (una mesa con platos llenos de fruta a la que están sentados una mujer y dos hombres: la cámara hace panorámicas de uno a otro, sin cortes, hasta que uno de los hombres arroja al otro el contenido de una copa), etcétera.

La película pide ser vista y no descifrada, al contrario de lo que acostumbramos (según el diagnóstico de Rohmer en 1948): ahí radica únicamente su dificultad. Lo mismo se aplica a la tarea de glosarla con palabras. En todo caso, mejor que intentar una paráfrasis verbal de nuevo cuño sería acudir al poema del mismo título que la autora escribió antes de hacer la película -un poema hoy por hoy inencontrable en internet; solo he dado con estos versos:

Yo soy ahora el oso de la noche
Tejo con plata el silencio de un orbe
Lleno de preguntas que aúllan
Suplicando nacer.

I am the bear now of the night / Weaving the silence of a planet silver / Filled with roaring questions / Begging to be born.

La imagen poética de tejer con plata puede remitir al proceso fotográfico. Como sugiere el nombre que se dio a sí misma, Storm de Hirsch mezclaba con naturalidad las fuerzas de la naturaleza y los movimientos humanos, lo íntimo y lo cósmico. Por ejemplo, asoció crepúsculo y masacre en el poema que da título a su segunda colección de poemas publicada en 1964, en el que el sol aparece como un viejo general que desciende a una especie de infierno alimentado por su propio calor, y que vuelve a salir a tomar aire.

Storm de Hirsch ha permanecido como una figura histórica de la vanguardia neoyorkina de los años 60, pero sus películas se han visto muy poco. Paradójicamente, su recuperación reciente ha venido asociada a la de un cine hecho por mujeres, cuando ella mantuvo (en una conversación con Shirley Clarke) que el arte es una cuestión del alma, del mundo interior, y que el alma no es masculina ni femenina: Cuando trabajo en una película, especialmente en mi obra de animación, me convierto tanto en hombre como en mujer, o en ninguna de las dos cosas. No se trata de asexualidad, sino más bien de una conciencia de la sexualidad implícita. Silenciada por P. Adams Sitney (que participó en ella como uno de los «soñadores»), vilipendiada por Dominique Noguez, The Tattooed Man no ha sido una excepción en el eclipse de la obra de Storm de Hirsch, pero creo que ha resistido el paso del tiempo y hoy podemos apreciarla a la luz de otras películas posteriores (de Teo Hernández, de Klonaris y Tomadaki) que llegaron a formulaciones visuales análogas, tal vez de forma casual e inconsciente.


El título del texto es un verso de Juan Ramón Jiménez, de Dios deseado y deseante, en Poesía escojida VI (Visor, 2009). Las citas de Bazin provienen de Qué es el cine (Rialp, 2001) y del artículo Farrabique ou le paradoxe du réalisme (1947). El libro aludido de Pierre Hadot es El velo de Isis (Alpha Decay, 2015). Las citas de Gimferrer están tomadas de Rimbaud y nosotros (Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2005). La imagen de Rimbaud viene de Pierrot le fou de Godard. Las citas de Mekas son de Movie Journal (The MacMillan Company, 1972). La frase de Barthes procede de La cámara lúcida (Paidós, 1989) y la de Val del Omar de sus Escritos de técnica, poética y mística editados por Javier Ortiz-Echagüe (Ediciones de la Central, 2010). El fragmento del poema The Tattooed Man viene de aquí.

El abanico de la dama de Gion

Shin Heike Monogatari

Este abanico, este polvillo: imágenes pintadas de una pradería, el tornasol de alguna juventud que se aventa, disfraces de colores en un país de laca quemada bajo el vendaval.

Pere Gimferrer

Aquest ventall, aquest polsim: imatges pintades d’una praderia, el tornassol d’alguna joventut que s’esventa, disfresses de colors en un país de laca cremada sota el vendaval.

La tensión del poema de Gimferrer (que va más allá de una mera sucesión de imágenes orientales, cuya falta de densidad se alía a una suprema capacidad de evocación) reside en su desplazamiento de ventall a vendaval. La relación sonora se pierde en la traducción castellana -salvo que se optara por la palabra «ventalle», con sus reminiscencias de San Juan de la Cruz, a costa de introducir un factor de extrañamiento ausente del original.

En la película, en ese Japón tan estilizado como cargado de una tensión a punto de estallar, los abanicos se blanden como espadas -armas cargadas de pasado (1). Entre todos ellos hay un protagonista, que incluso merece un plano de detalle: este abanico es probablemente el de la dama de Gion, que lleva inscrito, en su finísimo papel translúcido, un poema que tiene cierta importancia en el desarrollo de la trama.

***

(1) En la tradición japonesa existe el abanico de hierro (tessen), cuyo manejo constituye una de las artes marciales, y también un estilo de baile tradicional con espadas llamado kenbu; al término de la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas de ocupación prohibieron el uso civil de armas, de modo que durante unos años el kenbu tuvo que adaptarse sustituyendo las espadas por abanicos, lo que dio lugar al nuevo género shibu. Para más información, se puede consultar este artículo de Deborah Klens-Bigman: The Fan and the Sword: Exploring Kenbu.

El poema de Gimferrer forma parte del pequeño ciclo A Kenji Mizoguchi que forma parte del libro El diamant dius l’aigua. Se puede leer aquí.

Luz maestra

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… las primeras afecciones
y borrosos recuerdos,
que, sean lo que fueren,
son aún manantial de luz de nuestro día
son aún luz maestra de todo nuestro ver
y levantan y amparan, haciendo que parezcan
los bulliciosos años momentos en el ser
del eterno silencio, verdades que despiertan
para no morir más;
que ni la indiferencia, ni los empeños locos,
ni el hombre, ni el muchacho,
ni aquello que es hostil a la alegría,
podría enteramente borrar ni destruir.

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Imágenes de Lloyd’s of London (Henry King, 1936).

Texto de William Wordsworth: Atisbos de inmortalidad en los recuerdos de la primera infancia. Cito la traducción de Marià Manent y Juan G. de Luaces, que se puede leer completa aquí.

Y aquí la versión original del pasaje citado:

… those first affections,
Those shadowy recollections,
Which, be they what they may,
Are yet the fountain-light of all our day,
Are yet a master-light of all our seeing;
Uphold us, cherish, and have power to make
Our noisy years seem moments in the being
Of the eternal Silence: truths that wake,
To perish never:
Which neither listlessness, nor mad endeavour,
Nor Man nor Boy,
Nor all that is at enmity with joy,
Can utterly abolish or destroy!

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Si te descubren los iguales,
huye a mí,
ven a mi ser, mi frente, mi corazón distinto.

 


Palabras de Juan Ramón Jiménez (Una colina meridiana). La imagen de Té y simpatía (Vincente Minnelli, 1956)

Esa goma que pega el azogue al adentro

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La última semana ha estado llena de acontecimientos para la filmoteca de Cantabria. Algunos no saldrán en los periódicos: son los que no tienen relación con la actualidad –lo destinado al olvido–, sino que permanecerán en la memoria de los asistentes.

El sábado 26 de enero las últimas sesiones de cineinfinito agruparon a Jonas Mekas, Warren Sonbert y HHK Schoenherr. Lo de Mekas fue una coincidencia “fatal” porque, como ignoran quienes detentan el poder, la programación de películas es un proceso lento que requiere eso que constituye la materia prima del cine: tiempo.

Después de la presentación de José Luis, a la altura de las circunstancias, Julius leyó, con su voz resonante y delicada, una bella carta póstuma de Mekas: “querido infinito”. Fue una emocionante, inmejorable introducción a Walden. Mekas es una especie de poeta místico cuyos rasgos, su figura, tienen algo del porte inseguro de las aves migratorias; él naufragó en el Nueva York de 1949, y todos sus escritos, todas sus películas, son como cartas o fragmentos lanzados al mar en botellas de formas suavemente meteorizadas, de colores indiscernibles porque contienen una multiplicidad de matices, sombras y reflejos.

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Él solo escribía, ya sea con la cámara, el bolígrafo o la máquina de escribir, sobre lo bello en todas sus manifestaciones, desde las más canónicas a las más humildes. Sobre lo que era bello no tuvo dudas ni titubeos (y, cabría decir, no se equivocó nunca): la seguridad de su instinto se revela en la precisión entusiasta de sus escritos y filmaciones, de su labor de antólogo y programador. Fue como el Henri Langlois del cine de vanguardia americano.

Entrar en sus películas es como hacerlo en uno de esos viajes álbumes de fotos que antes tenían las familias, cuyos lomos sugerían una antigüedad venerable; aquí, mágicamente, las fotos cobran vida y movimiento durante unos segundos, antes de dar paso al despliegue de la siguiente instantánea. Mekas escribió sobre y para sus amigos y seres queridos, y de este modo, al acercarnos a su obra, todos somos recibidos también sin restricciones como amigos y seres queridos.

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Muchos de los amigos de Mekas se han convertido con el paso del tiempo en celebrities, pero sería un error ver estas películas con mentalidad mitómana. Si algo muestra el cine de Mekas es que el paraíso está en cualquier parte. Walden no solo existe en algún lugar de Massachussets en el siglo XIX, sino dondequiera que seamos capaces de atrapar los destellos de luz que surcan la oscuridad. Ayer el techo de la filmoteca de Cantabria se convirtió también en un pequeño lago, en el que vibraban los destellos que fijó la cámara de Mekas, y las de otros colegas que trabajaron desde presupuestos análogos como Warren Sonbert (acompasados a la música, infinitamente nostálgica, de grupos de chicas de los 60, the Xirelles, the Ronettes, the Shangri-Las) y la más sutil y contrapuntística de HHK Schoenherr (“Heard melodies are sweet, but those unheard are sweeter”, escribió Keats).

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Las Notas sobre el circo, al principio del segundo rollo de Walden, están en sintonía con los versos de César Vallejo, otro poeta místico nacido en el siglo XX:

Cual mi explicación.
Esto me lacera de tempranía.
Esa manera de caminar por los trapecios.
Esos corajosos brutos como postizos.
Esa goma que pega el azogue al adentro.
Esas posaderas sentadas para arriba.
Ese no puede ser, sido.
Absurdo.
Demencia.
Pero he venido de Trujillo a Lima.
Pero gano un sueldo de cinco soles.

Pero he venido de Semeniskiai a Nueva York.
Pero he conseguido un préstamo de doscientos dólares.


Fuente de las imágenes: cineinfinito / anthologyfilmarchives.org

En el camino

Path (Martha Davis, 1987)

“Todo es mío, nada en propiedad,
nada en propiedad para la memoria,
y mío solo mientras miro”.

La última sesión de cineinfinito nos trajo una película olvidada que casi nadie debe de haber visto fuera de Canadá desde la época de su creación: un descubrimiento, pues, que resultó serlo en todos los sentidos de la palabra.

Como resumen del contenido de la obra, lo mejor son las palabras de la propia autora en una entrevista con Mike Hoolboom: “mi segundo largometraje se llama Path (104 minutos, super 8, con sonido, 1987). Es una película centrada en la calle. Me llevó cinco años hacerla: empieza en mi casa, que está en el cruce de Palmerston y Harbord (en Toronto), y el destino es The Funnel (un club de cine alternativo que funcionó en aquella ciudad entre los años 70 y 90), en el 507 de King Street East. Cuando empecé sabía que caminaría a través de la ciudad. Daría un paseo una vez cada dos semanas, anunciado en la película por el sonido de un gong. Dibujaba una línea en un plano de la ciudad y luego recorría esa misma ruta en la calle, filmando mientras caminaba. Registré muchas partes de la ciudad, zonas residenciales y calles con tiendas, parques y centros comerciales, llenas de actividad o tranquilas. Luego volvía a mi casa, donde se me ve reimaginando los paseos a través de lo que yo llamo mapas y modelos: son reinterpretaciones de los sucesos de la calle. Midi Onodera y Karen Lee filmaron estas secciones. Para mí, retrospectivamente, las mejores partes de Path son los sucesos callejeros. Atravesé la Necropolis, donde ahora están enterrados mis padres. Asistí a un festival de espantapájaros en la granja Riverdale, me encontré con un ciego en Yonge Street. Tuve un pequeño incidente con los Hare Krishnas. Cuando finalmente llego a The Funnel al final de la película hago un poco de danza delante de los mapas. Esta danza gestual recuerda todas las distintas secciones del viaje, y luego la película termina”.

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Cada sección de la película se ajusta a la estructura tripartita que describe la autora: primero, el dibujo del itinerario con un rotulador sobre un plano nadarde Toronto pegado en la pared, acompañada de una música con un cierto sentido de parodia de aventuras exóticas (algo a lo que también alude la caricatura que hizo Daumier de Nadar tomando fotos desde un globo aerostático, “Nadar elevando la fotografía a la altura del arte”, que aparece al final de la introducción); luego el recorrido por la ciudad, que muestra ambientes y personas muy variados, en estaciones diferentes; finalmente, la performance de la autora en que, a través de juguetes mecánicos, dibujos y otros elementos simbólicos de estilo naíf, reconstruye de forma poética (imprevisible y justa), algunos de los encuentros que antes vimos en formato documental.

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Este resumen no hace justicia a la película, como tampoco la visión de unos minutos aislados: pese a su apariencia inocente, su desarrollo se va cargando de fuerza acumulativa; el juego adquiere seriedad, sin hacerse pesado; igual que el paseo de la maza por el xilófono, acaba produciendo una música ingrávida, cuya sorpresa se renueva constantemente. La riqueza de asociaciones desafía la capacidad de nuestra memoria, y el caminar de la autora permite que los opuestos se den la mano, anulando todas las contradicciones: estructura e improvisación, esquema conceptual y mirada infantil, arduo trabajo manual y aventura. Los números de los portales se precipitan hacia el suelo, los reflejos de las personas en un escaparate juegan al escondite con sus siluetas reales, los libros de fotografías fijas se convierten en lápidas funerarias.

Martha Davis insufla nueva vida en el viejo género humanista de la fotografía de calle, y nos muestra que el cine experimental (que, siguiendo a los vendedores de libros, podríamos catalogar también como «no ficción/poesía») abarca un territorio más amplio que el de la abstracción formal o la investigación telúrica. A través de su mirada, envuelta en la música de Bill Grove (un pariente jazzístico de Nino Rota), la realidad adquiere la ligereza de un sueño; aunque, como escribió Wislawa Szymborska:

“Para los sueños hay llaves.
La realidad se abre sola
y no se deja cerrar.»

Martha Davis le dijo también a Mike Hoolboom: “Mis obras permiten al espectador ver cómo trabajan la memoria y la asociación y cómo se crean vecindades a través de historias. Cómo evolucionan las comunidades, cómo cambian los entornos a través de las estaciones. Las películas experimentales nos muestran cómo experimentamos nuestras vidas y atrapan al espectador en un proceso activo: estoy interesada en eso.”

Y podría haber dicho, como Wislawa Szymborska:

“Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta.
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente
a amar a la humanidad.
Prefiero tener a mano aguja e hilo.
Prefiero no afirmar
que la razón es culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir antes.
Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.
Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas
a lo ridículo de no escribirlos.
Prefiero en el amor los aniversarios no exactos
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas
que no me prometen nada.
Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado
a muchas otras tampoco mencionadas.
Prefiero el cero solo
al que hace cola en una cifra.
Prefiero el tiempo insectil al estelar.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.
Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad
de que el ser tiene su razón.”

manos

Las citas están tomadas de “Poesía no completa” de Wislawa Szymborska. Traducción de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia. Fondo de Cultura Económica. México D.F., 2002.

El grabado de Daumier procede de revistafakta.wordpress.com, y las imágenes de la película de cineinfinito.

Trabajos manuales

The painting (Robert Beavers, 1972/1999)
Ruskin (Robert Beavers, 1975/1997)

Uno de los mitos con los que convivimos es el de la total disponibilidad; en la era de las comunicaciones e internet, olvidamos que la propia red tiene su cara oculta, impermeable e inaccesible. Aunque la tecnología moderna facilita el contacto con películas remotas en el espacio o el tiempo, aún quedan muchos agujeros negros en el universo del cine. En su décima sesión, Cineinfinito (1) prosiguió con su labor de hacer visible lo invisible; el empeño se centró en esta ocasión en dos películas de Robert Beavers –un cineasta que controla exhaustivamente la exhibición de su obra, que no existe en versión digital.

La precisión en la observación equivale a la precisión en el pensamiento

El tema de The painting es la ruptura, el desmembramiento de la realidad implícito en la captación cinematográfica (entre otras formas de percepción). La metáfora inicial es un tríptico flamenco que representa el martirio de San Hipólito, cuyo cuerpo aparece atado a cuatro caballos que están a punto de arrancar en direcciones opuestas. Esta imagen de ruptura aparece ella misma troceada: Beavers nunca muestra la pintura completa, sino que la descompone en imágenes más o menos abstractas –arquitecturas lejanas, contrastes de colores puros, rostros pensativos o grotescos…

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Estas imágenes se alternan con otras del tráfico en un cruce del centro de la ciudad de Berna; los caballos son sustituidos por tranvías, automóviles y bicicletas, y la descomposición espacial adopta una nueva forma: la inmutabilidad del punto de vista y el ángulo de toma subraya la ruptura que suponen el encuadre y el montaje, el modo en que imponen sus límites a la realidad.

Un tercer grupo de imágenes, de carácter íntimo, interacciona con las anteriores: una fotografía de un joven (el propio Robert Beavers) aparece sobre una mesa rasgada por la mitad, y atravesada oblicuamente por un rayo de luz; también vemos una máscara elíptica sobre una pantalla en blanco, un cristal quebrado, y partículas de polvo cayendo; un hombre de más edad (Gregory Markopoulos) aparece tendido en una cama, mientras el hombre más joven, Beavers, se balancea rítmicamente, cambiando la exposición de su rostro a la luz.

Como la razón destruye, el poeta debe crear

La sutil banda de sonido, en la que aparecen ruidos del tráfico, de látigos y cascos, la nota “la” de una orquesta afinando, un cristal que se quiebra, constituye una cuarta dimensión adicional, que se organiza de forma independiente de las imágenes.

Para Beavers, la labor del cineasta consiste en unir. Los tres grupos de imágenes se concilian mediante el montaje en un orden musical, que los abstrae de sus respectivos sistemas de referencia, más próximo a la respiración de un organismo vivo que a una pauta mental.

El poema se revela solo al hombre ignorante

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Ruskin es una película más larga y compleja: el autor, que viajó a Venecia en los años 70 con la intención de trasponer en imágenes algunos fragmentos del libro Las piedras de Venecia de John Ruskin, decidió borrar, en su segunda edición de 1997, las huellas textuales. El proceso de creación continua de Beavers ha supuesto en este caso un deslizamiento hacia el hermetismo –pero un hermetismo que no nace como un fin en sí, sino como un medio para que la atención se desplace hacia dominios no verbales, objetivos (ese es el nombre que damos al mecanismo de la cámara que es atravesado por la luz); un trabajo en última instancia manual, como el ensalzado por Ruskin, en contraposición a la industria moderna, en su ensayo Unto this last, cuyas páginas cierran la película.

La nieve borra los caminos predeterminados, destruye las perspectivas, convierte todos los puntos en puntos de fuga; y de la misma forma en que las palabras de la poesía caen sobre la realidad, en que las imágenes vuelan como si fueran hojas de árboles o reflejos que desaparecen súbitamente con la vibración del agua, la coda final de la película muestra copos de nieve en el espacio vacío, puntuando el paso aleatorio de las hojas de ese libro –en el que alcanzamos a leer al vuelo términos nada etéreos, relacionados con la producción, el valor, el precio.

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Se lee poesía con los nervios

Ruskin se inicia con imágenes horizontales de las marismas, en las que aparece de pronto el reflejo de la torre de la catedral de Torcello. Como en los inicios de la fotografía o el cine, Beavers utiliza máscaras para reencuadrar, y de este modo crea extrañas perspectivas y efectos de luz; el espacio se vuelve plano entre las casas de piedra de un pueblo de montaña, o curvo sobre el ábside del duomo de Murano.

Unidas con paisajes de los Alpes y con vistas de una calle de Londres, las imágenes del gótico veneciano parecen tomadas con una cámara primitiva de mediados del siglo XIX, la época en que Ruskin visitó la ciudad; al mismo tiempo, el juego con los objetivos y la libertad del montaje resultan inequívocamente modernas.

Por mucho que una época difiera de otra, siempre tenemos a nuestra disposición las dotes del pasado, pero siempre renovadas y vitalmente poderosas, como fuentes de perfección hoy y mañana

Ruskin se alimenta de esas fuentes y, al margen de todo designio informativo, trata de ser solo un objeto

Que estimula la piedad del hombre piadoso,
Como un libro al atardecer, hermoso pero falso,
Como un libro sobre el alba, hermoso y verdadero

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(1) La proyección de Santander se organizó en paralelo con la del CCCB de Barcelona, sobre la que he encontrado esta reseña.

Las citas son de Wallace Stevens (Adagia, Dos o tres ideas, Las auroras de otoño).

Las imágenes proceden de: elumiere / thebookoflife

El mundo es una ventana

Sayat Nova (Sergei Paradjnanov, 1968)

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La semana pasada se proyectó en la Filmoteca de Cantabria, en la sesión del cine-club de los sábados, una versión de Sayat Nova restaurada por la Cineteca de Bolonia y la Film Foundation de Scorsese, distribuida en España por Capricci Cine. Frente a la edición soviética que se había visto hasta ahora, esta suprime la división artificial en capítulos y restaura algunos cortes: quizá lo más importante es que la película que hundió y consagró a Sergei Paradjanov recupere actualidad, y pueda verse en algunas pantallas de cine. Soy consciente de que esta reseña podrá contribuir poco o nada a la difusión de esta película excepcional, sin antecedentes ni consecuentes, pero al menos puede servir como muestra de gratitud.

Es un tópico decir que una película no se parece a ninguna otra, pero esta vez es verdad: Sayat Nova se podría comparar con una iglesia románica o un retablo medieval antes que con el resto de las películas: parece como si su amor por el pasado hubiera secuestrado a Paradjanov de su propia época, como si ignorara toda la historia del cine hasta convertirse en el contemporáneo de Muybridge o Meliés.

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Todo es relativo, y de la misma forma que Sayat-Nova, el personaje histórico, prolonga los modos de la poesía medieval en pleno Siglo de las Luces (europeas), Paradjanov evoca el pasado asiático de Armenia, refinado y brutal a un tiempo, con las herramientas de un primitivo: cámara inmóvil, mirada frontal, simetría obsesiva, representación naïf (más atenta a transmitir visiones o epifanías que a la idea de narración). De hecho, el mecanismo formal de la película parece el más idóneo para traducir un verso del último poema de Sayat-Nova, que aparece citado en ella: “El mundo es una ventana”.

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Pero el carácter remoto y, al decir de los comentaristas (desde Serge Daney, que la consagró para las miradas occidentales), casi extraterrestre de esta película tiene raíces más profundas, en la medida en que da la espalda al logos, al pensamiento abstracto: lo que falta en ella no son únicamente los recursos del lenguaje cinematográfico que forjaron Griffith, Chaplin, Eisenstein y sus herederos, sino la síntesis racional de las sensaciones puras, la idea, por ejemplo, de que exista un sujeto y tenga continuidad a lo largo de una vida.

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Así, Sayat-Nova está encarnado por diferentes actores, entre ellos una mujer (Sofiko Chiaureli), que es al mismo tiempo él y su amada. En este mundo anterior a la lógica, no hay masculino ni femenino. El protagonista podría ser Sayat-Nova, Sergei Paradjanov o cualquiera de nosotros: el pseudo-relato de su vida se inicia con las palabras del Génesis sobre la creación del mundo y del hombre, que recomienza con cada nuevo ser; la historia no existe y el yo no es centro de nada, no es más que un simple lugar atravesado por imágenes.

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Esas imágenes no son simples y directas, sino que están elaboradas para que la vista y el oído (la banda de sonido es aquí tan importante como la visual) puedan captar las sensaciones que el cine no puede entregar directamente: la humedad que nos hace conscientes de los huesos, el viento (que es una sensación física pero también invoca el espíritu del conocimiento, haciendo pasar las páginas de los libros), la soledad del niño que se refugia en el tejado de una iglesia (una imagen que vuelve en el momento de la muerte), el calor de un cuerpo sobre el que se desliza agua, jabón o leche, el rezumar de las uvas bajo los pies recién lavados, la dulzura de las granadas que comen unos monjes, el rumor del mar encerrado en una caracola, el tacto de la seda y los tejidos preciosos.

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Sayat Nova no es una película sobre un poeta, sino sobre la poesía: hermética en algunos momentos, y en otros directa y evidente. No hay que pensar que su comprensión requiera un profundo conocimiento de las peripecias de Sayat-Nova o de la cultura armenia, ni caer en la tentación de buscar significados esotéricos en todos sus signos. Por ejemplo, la imagen de unas ovejas que llenan una iglesia en el episodio de las invasiones persas (que nos recuerda como cinéfilos al final de El ángel exterminador, de Buñuel) podría tener un valor literal: si me permitís la anécdota personal, y sin necesidad de remontarnos al siglo XVIII, en un viaje que hicimos hace tres años a la provincia de Kars pudimos ver cómo las iglesias medievales armenias que ahora están en territorio turco son utilizadas por los campesinos anatolios como habitáculos para sus ocas y sus cabras. (Dicho esto, no creo que mi admiración por esta película tenga que ver con la nostalgia cultural del turista).

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Sayat Nova es estática y repetitiva: hasta los caballos caminan en ella a cámara lenta. Si la vena folclórica de Paradjanov pudo convencer a los populistas jerarcas soviéticos hasta el punto de permitirle, no sin dificultades y censuras, preparar y rodar esta película, es comprensible que su negación del tiempo como abstracción, su total ignorancia de la noción de progreso, terminara por indignarlos como una herejía. Recordemos cómo expresa la película el paso del tiempo: el niño se esconde simplemente detrás del adolescente (Sofiko Chiaureli), después de entregarle la kamancha (el instrumento musical que caracterizará al poeta-trovador); cuando el poeta entra en el monasterio, se quita su vestido de fuego y lo cambia por uno negro, en una imagen extrañamente plana, sin perspectiva, ante la fachada de una iglesia: pasamos así del mundo abigarrado de las mil y una noches al blanco y negro del ascetismo cristiano (Armenia se convirtió al cristianismo en el año 301, y se ha aferrado a esta religión como seña de identidad frente a los ataques de turcos, persas y soviéticos).

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Paradjanov, como el fotógrafo checo Miroslav Tichy, tiene algo de clochard; su estética desordenada es la del coleccionista de objetos que se convierten en mágicos: un coral rojo como la miniatura de un árbol, una caracola nacarada como metáfora de un pecho, astas de ciervo, pedrerías, alfombras, plumas de pavo real.

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También, por qué no, podemos encontrarle parentesco espiritual con las formas del teatro preconizadas por Antonin Artaud: “No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible. Y parece que, en el escenario (la pantalla), que es, ante todo, un espacio que llenar, y un lugar en el que algo ocurre, el lenguaje de las palabras debe ceder la primacía al lenguaje de los signos, cuyas apariencias objetivas nos impresionan de un modo más inmediato.” (1)

Quizá Sayat Nova no logra mantener el nivel del arranque, y tiene algunas caídas en su desarrollo; en el balance final, el sentimiento que transmite es, no obstante su sensualidad, de tristeza: coronas de espinas, truchas que se agitan fuera del agua, las entrañas de los corderos sacrificados que caen en grandes platos metálicos igual que al principio lo hacían las telas recién teñidas de azur, rosa y púrpura, los tejidos que envuelven a los muertos como crisálidas, el sonido balsámico del duduk, la asociación del puñal con la dulzura de la granada, o el pan relleno de tierra que entrega al poeta el ángel de la muerte, ciego y vestido con una casaca roja cubierta de extrañas condecoraciones.

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El mundo es una ventana
Estoy cansado de tantas ventanas
El que mira a través de ellas está herido
Estoy cansado de tantas ventanas
Ayer era mejor que hoy
Estoy cansado de mañanas. (2)

La música es otra de las señas de identidad de la cultura armenia. Para quien tenga curiosidad por el sonido del kamancha, incluyo aquí una versión instrumental de un poema de Sayat-Nova dirigido al rey de Georgia antes de su exilio, en el que afirma (como podría hacerlo el cineasta) que su arte “es de una escritura diferente”. (3)

(1) Antonin Artaud: El teatro y su doble. Edhasa. Barcelona, 1999.

(2) Agop J. Hacikyan, Gabriel Basmajian, Edward S. Franchuk, Nourhan Ouzounian: The Heritage of Armenian Literature: From the sixth to the eighteenth century. Wayne State University Press, 2002.

(3) Esprit d’Arménie. Héspèrion XXI. Jordi Savall. Alia Vox, 2012.

Fuentes de las imágenes: worldscinema.org / dvdclassik.com / deadpassarita.blogspot.com theguardian.com / americansuburbx.com

Libertad color de hombre

La pirámide humana (Jean Rouch, 1960)

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Hace unos días, los asistentes al curso “La revolución cinematográfica de los años 60” que imparte Paulino Viota en la Filmoteca de Cantabria pudimos ver La pirámide humana, una película diferente a todas las demás. En ella, Jean Rouch encuentra cómo el roce de lo distinto crea fuerzas de atracción hasta entonces desconocidas: los chicos blancos se sienten atraídos por las chicas negras, los chicos negros por las chicas blancas, y recíprocamente, rompiendo el apartheid «light» de la sociedad poscolonial de Costa de Marfil; a otro nivel, el documental se siente atraído por la ficción, con el mismo ímpetu irresistible con que las olas rompen contra un barco abandonado, y ambos cruzan a otro umbral a través de la poesía,

aquella tarde, ya cerca
de los últimos follajes
con sus cimas de palmeras.

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La pirámide humana es una de las más bellas películas surgidas de la inspiración surrealista, y la que mejor encarna la idea de André Breton de que solo a través de la poesía se puede transformar la vida. Lo dice Denise, mientras vemos a Nadine y Baka que andan juntos en bicicleta: “la poesía lo cambió todo, entró en nuestros corazones como un veneno maravilloso.”

Una parte del contenido de la película está escenificada a partir de algunas de las imágenes del poema de Éluard La dame de carreau (tomado de la colección Los bajos de una vida, o la pirámide humana), del que incluyo una traducción más abajo (1). Los préstamos del poema no están tratados a modo de ilustración (lo que sería una especie de traición surrealista), sino de libre asociación: así, vemos cómo el protagonista masculino del poema se traduce en algunos momentos en el personaje de Baka (que, sentado en el banco de delante, se da la vuelta para pasarle a Nadine su examen), y en otros en el de Raymond (que la acompaña en la noche, sosteniendo su mano); pero finalmente es Nadine la que encarna la figura central, deslumbrada por la luz, de ese amante del amor que vive las mismas experiencias con amantes siempre diferentes: desde su posición inicial de inocente recién llegada –une debarquée-, sentada en la primera fila en el instituto, hasta que se embarca en la aventura sin preguntarse, al igual que el cineasta, qué fuerzas desencadenará.

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Rouch se atreve también a poner en imágenes el poema de Rimbaud que he citado antes (2), Realeza. Se trata de uno de los textos más accesibles de Las iluminaciones; aunque desarrolla una metáfora con elisión del término real, es fácil encontrar un buen candidato para este: una boda, en la que los novios se sienten reyes por un día. Rouch se atreve incluso a mostrar ese término real (aunque, dentro de la compleja red de niveles de realidad que teje la película, no como un suceso, sino como imagen mental), y lo asombroso es que su versión no resulta una trivial “explicación” de Rimbaud, sino que mantiene su temperatura poética gracias a la utilización de los escenarios, la luz, los ídolos sincréticos, y el misterioso gesto último en que Nadine se oculta el rostro con el pelo, como si se convirtiera en una figura de Magritte.

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Nadine es una de las presencias de mujer más atractivas que pueden verse en una película: quizá por no ser una actriz, se limita a reflejar con desnudez conmovedora la mirada de Rouch, el deseo del hombre maduro por su espontaneidad juvenil, su inconsciencia que acabará desatando el drama (que sentimos como real a pesar de que todos, actores y espectadores, lo sepamos ficticio: porque tal es el poder de las imágenes, que lo convierten todo en verdadero).

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La pirámide humana es una película sobre el deseo y la indecisión; sobre los tabúes y sobre el racismo; sobre el amor como necesidad; sobre la ausencia del padre (ni siquiera los profesores aparecen más que como voces en off); sobre jardines abandonados y otros lugares secretos de la infancia; sobre la música (el rasgueo de unas guitarras, el silbido de un barquero, un nocturno de Chopin sobre el fondo de los pájaros y las cigarras del atardecer, o una canción lenta y lejana, aprendida de marineros españoles); sobre los cuerpos: bailar, por supuesto, ya que estamos en África, pero también bañarse, andar juntos en bicicleta, abrazarse en una piragua, tocarse, andar descalza en un barco o por la ciudad; sobre las formas de transformar la realidad; sobre la contundencia con que los jóvenes se enfrentan a los problemas de los adultos y su fragilidad ante los propios de su edad; sobre adolescentes que son a un tiempo muy viejos y muy jóvenes; sobre el contraste entre las aguas calmadas de la laguna y las embravecidas del mar abierto.

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La primera imagen de la película está partida en dos: opone la inercia de una terraza parisina que parece una jaula de cristal (en la mitad izquierda) con las figuras de Denise y Nadine, caminando entre otros transeúntes, a la derecha.

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A diferencia de los padres y maestros, quien sí aparece en imagen, insólitamente, es el director: para ello debe convertirse en un mero agente provocador (como diría Gimferrer), abandonar la pecera del afán de control y la posición de dominio, igualarse con los jóvenes como uno más de los admiradores de Nadine. De este modo, lo que en otra película serían fallos de técnica (de raccord, sincronía, composición, exposición, enfoque…), aquí forman parte del juego -cuya única regla es la improvisación espontánea, como declara al principio el propio cineasta.

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Rouch no se pierde en el reflejo de la bella apariencia de las cosas, sino que aspira a otra veracidad -iba a decir que más profunda, lo que, en este contexto, es un ejemplo de escritura automática muy poco surrealista-, pero que en todo caso no existiría sin la propia película, alejada de toda noción preconcebida de perfección formal, y en la que, a pesar de todo, la belleza hace acto de presencia dando la mano al azar.

(1) Paul Éluard: La reina de diamantes
Cuando era muy joven, he abierto mis brazos a la pureza. No fue más que un batir de alas en el cielo de mi eternidad, un latido de corazón amoroso que bate en los pechos conquistados. No podía caer más. Amando el amor. En verdad, la luz me deslumbraba. Retengo bastante de ella en mí para mirar a la noche, toda la noche, todas las noches. Todas las vírgenes son diferentes. Sueño siempre con una virgen. En el colegio, ella está en el banco delante del mío, con un delantal negro. Cuando ella se vuelve para preguntarme la solución de un problema, la inocencia de sus ojos me confunde hasta tal punto que, tomando mi turbación con piedad, ella pasa sus brazos en torno a mi cuello. En otros lados, ella me abandona. Sube a un barco. Somos casi extranjeros el uno para el otro, pero su juventud es tan grande que su beso no me sorprende. O bien, cuando está enferma, aprieto su mano entre las mías hasta morir, hasta despertarme. Corro a sus citas con tanta rapidez como miedo tengo de no tener tiempo de llegar antes de que otros pensamientos me roben a mí mismo. Una vez, el mundo iba a terminar y nosotros lo ignorábamos todo de nuestro amor. Ella ha buscado mis labios con movimientos de cabeza lentos y acariciantes. Yo he creído, aquella noche, que podría traerla hasta el día. Y es siempre la misma confesión, la misma juventud, los mismos ojos puros, el mismo gesto ingenuo de sus brazos en torno a mi cuello, la misma caricia, la misma revelación. Pero no es nunca la misma mujer. Las cartas han dicho que yo la encontraré en la vida, pero sin reconocerla. Amando el amor.

El procedimiento de Rouch puede recordar a la «versión cinematográfica» que hizo Man Ray del poema de Robert Desnos L’etoile de mer.

(2) Rimbaud: Realeza. Cito la traducción de Jorge Guillén (Homenaje), que convirtió la prosa del original francés en un poema en metro castellano:

Era una mañana clara,
Y una soberbia pareja
Alzaba en la plaza gritos.
« ¡Yo quiero que sea reina!»

Ella temblaba riéndose.
A los amigos él, mientras,
Habló de revelación
Y de victoriosa prueba.

Reunidos como a solas
Un solo goce ya eran,
Y radiantes, inocentes,
Daban al día más fuerza.

Sin disputa fueron reyes,
Una mañana de veras,
Cuando hacia el sol se tendían
Altos carmines de telas,

Y reyes fueron aún
Aquella tarde, ya cerca
De los últimos follajes
Con sus cimas de palmeras.

Fuentes de las imágenes: elindefilocinesnable.blogspot.com / bfi.org.uk / youtube.com