Stage Struck (Allan Dwan, 1925)

Al principio de Love Streams (1982), el personaje al que interpreta John Cassavetes interroga a una de las escort girls que andan por su casa, sobre la base de que “una chica guapa tiene que brindarle a un hombre sus secretos”. “Dime qué es para ti pasarlo bien”. El rostro de ella, filmado a contraluz, aparece en penumbra. No sabe muy bien qué decir. Él le va haciendo sugerencias. Ni el sexo, ni ir a clase, ni los libros, la música, las películas, la hacen reaccionar. Ella contesta de improviso: “Cocinar. Me encanta cocinar”. Él no se lo cree. “¿Cocinar es lo que prefieres? Venga, dime otra cosa”. Ella responde: “Puede que soñar”. Él le dice: ¿Con qué sueñas?”, y la escena termina con un corte brusco, a otra chica filmada a contraluz en un escenario.


Han pasado muchos años, y todo ha cambiado salvo lo esencial, desde que Gloria Swanson y Allan Dwan colaboraran por última vez en Stage Struck (1925): una película centrada en una chica guapa cuya vida está muy alejada de sus sueños. Jennie (Gloria Swanson) es un personaje con algo de quijotesco –si bien ni las convenciones del Hollywood de aquella época ni el talante del cineasta permiten que abandone la realidad y traspase el umbral de la locura. Sueña con ser una gran actriz, como Zaza (1). Su huida hacia el ideal se despliega al principio en su intimidad, en momentos de ensoñación de los que despierta de forma abrupta: las broncas de sus jefes en el restaurante en que trabaja como camarera, el olor a quemado de la plancha olvidada sobre una camisa que ni siquiera es suya.


Por su sorprendente inicio, Stage Struck puede ponerse en conexión con Sherlock Jr., de Buster Keaton, una película del año anterior. En todo caso, su escena inicial tan larga y descontextualizada desborda las necesidades narrativas, y se convierte en una parodia de los «libros de caballerías» de Jennie: las películas grandilocuentes basadas en motivos históricos o míticos (cuyo paradigma podría ser la Cabiria de Pastrone, que tanto impresionó a Griffith). Como en el cuento del emperador desnudo, el prestigio (artístico) impide advertir el ridículo –que se hace evidente cuando las cosas se ven con la distancia justa.


Pero no se trata solo de cine o teatro: la representación forma parte de la sustancia de nuestras vidas. Como Orme (Lawrence Gray), el colega y objeto del amor secreto de Jennie, todos pasamos insensiblemente de un lado a otro del escenario.


Jennie se hunde cuando más se empeña en ponerse por encima de sí misma: su desesperación por huir de la realidad la convierte en un esperpento.




La mirada de Allan Dwan es como la del niño del cuento, que aporta en cada momento la distancia justa. La película se mantiene en todo momento ahí, sin caer del lado de la crueldad ni del sentimentalismo. Lo patético está unido a lo ridículo de forma inseparable. Dwan filma todo con una claridad que no tiene nada de primitiva, y se sitúa al lado de Chaplin o Lubitsch. Su «línea clara» viene de la mano con una capacidad inagotable para la creación de rimas argumentales o visuales, reflejos y ambigüedades que hacen de este «retrato de Jennie» un refinado mecanismo. Más aún, todo encaja milagrosamente, como en un organismo vivo: la precisión con que se disponen en el guion los polos dialécticos que hacen progresar la trama contrasta con la fuerza instintiva que transmiten los encuadres, la recurrencia de detalles concretos, el ritmo de los planos.




Aparte de la distancia con que Dwan observa a su protagonista en sus acciones, la ironía se despliega también en otra dimensión que confiere a la película su peculiar modernidad: el sueño de Jennie consiste precisamente en llegar a ser alguien como Gloria Swanson.

(1) Las tres películas que se conservan de Dwan y Swanson tratan sobre la representación; pero la protagonista va descendiendo socialmente desde una famosa actriz francesa (Zaza, 1923), pasando por una dependienta que consigue un trabajo mejor pagado haciendo de condesa rusa para una tienda de alta costura (Manhandled, 1924), hasta llegar a la soñadora Jennie de Stage Struck.
Minnelli siguió el ejemplo en una de las escenas oníricas de «Un americano en París», aquella en la que Oscar Levant, «as himself», sueña despierto con su triunfo en las salas de conciertos, interpretando a Gershwin, antes de volver a la prosaica realidad de su ático. Tal y como apuntas al final, el personaje de Swanson sueña en ser alquien como la actriz, y Levant sueña con ser él mismo, pero infinitamente mejor, multiplicándose como solista, director y público. Y es que cuando imaginamos el éxito nos vemos con los ojos admirativos de un público que somos nosotros.
Si el cine de Hollywood pretendía servir de espejo ideal para los deseos de un público lo más amplio posible, Dwan (y luego MInnelli, como comentas) coloca otro espejo enfrente del espejo. La comedia rebaja a la actriz semidivina hasta la condición humana de los espectadores. Ella escenifica su aspiración de convertirse en Gloria Swanson, y para ello se separa de la imagen ideal de Gloria Swanson. Nos reímos, y al mismo tiempo nos compadecemos, de la que sueña con ser una persona distinta de la que es –sin olvidar nunca que, en otro nivel, es realmente Gloria Swanson.