Apache Drums (Hugo Fregonese, 1951)

Apache Drums es la última película en que intervino Val Lewton, uno de los productores más reputados de Hollywood gracias a su ciclo de películas de terror de bajo presupuesto para la RKO en los años 40. Lo primero que destaca en ella es la belleza del color: la paleta de Hugo Fregonese, aquí con Charles P. Boyle como director de fotografía, no es inferior a la de otro antiguo colaborador de Lewton, Jacques Tourneur. No se trata de una causalidad, porque un refinamiento cromático comparable tendrá después The Raid (1954), con otro gran director de fotografía que también trabajó con Tourneur, Lucien Ballard.
Después, si uno lo piensa, llama la atención la estructura de la película. Su exposición, que abarca dos tercios de su longitud, es simétrica. Empieza con un hombre que abre por la mañana la puerta de la iglesia del pequeño pueblo llamado Spanish Boot y barre el polvo del umbral. Vemos desde el interior las primeras imágenes del lugar: una calle solitaria flanqueada por construcciones de adobe y árboles sin hojas; hay dos caballos atados a la entrada del bar, y luego aparece por la derecha un perro, y por la izquierda, dirigiéndose hacia el bar, un mexicano con un par de burros que saluda con el sombrero (no se sabe muy bien si al perro o al hombre que barre en la puerta de la iglesia).

Todo el gran segmento inicial de la película se clausura con el cierre de esa puerta, tras la que los habitantes del pueblo se han refugiado a toda prisa; un pequeño desplazamiento del punto de vista respecto a la toma del inicio muestra a los apaches chiricahua avanzando al galope hacia la iglesia por la calle principal de Spanish Boot.

Todos los caminos de la película confluyen en el interior de la iglesia sitiada, que no abandonaremos ya hasta el final. La clave del western como género no radica tanto en los espacios abiertos como en el conflicto entre el individuo y la comunidad incipiente que asume el papel de civilizar un territorio virgen (aunque no deshabitado); el hogar (la mujer) y la iglesia representan el núcleo inicial de esa comunidad.
Desde el punto de vista argumental, la película juega con soltura con ese conflicto, escenificado aquí en la relación del jugador cínico al que encarna Stephen McNally (un hombre tan masculino que, según los recuerdos de Fregonese, era incapaz de hacer dos cosas al mismo tiempo, por ejemplo, coger un sombrero y decir dos palabras) y Sally (Coleen Gray, que encarnó a la novia perdida de John Wayne en Río Rojo). Nadie como un jugador comprende hasta qué punto el azar rige nuestras vidas. Como él mismo aprendió con el ejemplo de su padre, el trabajo honrado no siempre recibe la recompensa de la hormiga de la fábula; y, al contrario, ante ciertos encuentros o sucesos decisivos, es difícil sustraerse a la sensación de que se nos dan gratuitamente, sin haber hecho nada por merecerlos. Él se va transformando por amor, pero también ella (a la que se ofrece como alternativa otro modelo de hombre: el herrero y alcalde del pueblo interpretado por Willard Parker) comprende que el temple y la osadía del jugador que no se da por vencido antes de terminar la partida (1) pueden resultar más ventajosos que la rigidez del hombre honrado ‒en el fondo no menos egoísta que el truhan, pero sí más intolerante.
La injusticia y los prejuicios acompañan también al párroco galés interpretado por el gran Arthur Shields: un personaje que, como los demás, es capaz de evolucionar y así se libra de caer en la caricatura. A través de cuatro frases en el prólogo, y de los personajes del teniente del ejército al que interpreta James Griffith y del indio Pedro Peter (Armando Silvestre), la película no se limita a utilizar a los apaches como una fuerza maligna cuya revuelta propulsa la trama, sino que intenta esbozar sus motivos, comprender sus reacciones como producto de una cultura diferente. Todo esto a vuelapluma, pues las limitaciones de duración y presupuesto no dejaban lugar a florituras.
Como decía Stravinsky, las limitaciones crean estilo, impiden que la imaginación creadora se abandone al capricho (una verdad olvidada a menudo tras el triunfo de la “política de los autores”):
“La función del creador es pasar por el tamiz los elementos que recibe, porque es necesario que la actividad humana se imponga a sí misma límites. Cuanto más vigilado se halla el arte, más limitado y trabajado, más libre es.
Por lo que a mí se refiere, siento una especie de terror cuando, al ponerme a trabajar, ante la infinidad de posibilidades que se me ofrecen, tengo la sensación de que todo me está permitido. Si todo me está permitido, lo mejor y lo peor; si ninguna resistencia se me ofrece, todo esfuerzo es inconcebible; no puedo apoyarme en nada y toda empresa, desde entonces, es vana.”
Igor Stravinsky: Poética musical
Hugo Fregonese asumió limitaciones, aunque en su paso intermitente por Hollywood no aceptó todos los proyectos que le ofrecían. En su juventud, aconsejado por un productor, dejó los estudios de publicidad para asistir a una escuela de técnica cinematográfica en Los Angeles, que no cumplió sus expectativas.
“Entonces decidí hacer mis propios cursos: si había una película que me gustaba la iba a ver quince y veinte veces seguidas, todos los días, y entonces trataba de ir al origen de la película, a la novela o el cuento, y como en Estados Unidos se publican todas estas cosas podía seguir una película desde el origen hasta que se llegaba a hacer; la veía muchas veces para aburrirme de la película y solo ver cómo se había realizado. Creo que este sistema propio fue en realidad mi enseñanza.”
Entrevista publicada en el nº 188 de Film Ideal (1966).
Esta anécdota dice mucho sobre Fregonese, y lo cierto es que su método de aprendizaje dio maravillosos frutos. Las películas como Apache Drums, igual que los relatos breves, deben tener una construcción muy estricta: no permiten nada accesorio, nada que no resuene de alguna manera en la estructura general. Sin ceder a la rutina, buscando en todo momento una chispa de vida a través de pequeños detalles no escritos, el director nunca olvida la arquitectura global; mantiene una visión sintética, centrada en ganar la partida y no una mano concreta. No pretendo elaborar una cartografía detallada al modo de Paulino Viota (quien, por cierto, aprendió el oficio de la misma forma que su colega argentino), pero la simetría que he comentado antes no se limita a esa puerta (mucho más olvidada que la que abre y cierra The Searchers): al inicio, en su primera aparición, McNally acaba de disparar a un hombre en el bar, y lo vemos al fondo de un plano amplio, con una potente composición guiada por la diagonal de la barra del bar y las vigas del techo; al final de la primera parte, justo antes de que corran a refugiarse en la iglesia ante el ataque de los apaches, Coleen Gray lo ayuda a soltarse de la barra del bar, a la que lo ha esposado el alcalde, y Fregonese muestra una perspectiva similar, aunque un poco más cercana, con un leve desplazamiento del punto de vista. Es solo otro ejemplo de hasta qué punto la voluntad formal de Fregonese carece de rigidez; de cómo el dinamismo y el cambio de perspectivas son claves en esta película sencilla pero nada simple.
(1) «Una cierta predisposición a morir no es del todo infrecuente, pero sí lo es dar con hombres cuyos espíritus, revestidos con la armadura impenetrable de la resolución, estén dispuestos a luchar hasta el final en una batalla perdida. El anhelo de paz se va haciendo más fuerte conforme se pierden las esperanzas, hasta que, al final, supera incluso al mismo deseo de vivir.»
Joseph Conrad: Lord Jim (Traducción de José Manuel Benítez Ariza). Ed. Pre-textos. Valencia, 1997.
En mi opinión, una de las dos o tres mejores obras de Fregonese, su mejor «western» y una de las maravillas olvidadas del género. Lo que HF dice a propósito del conocimiento en profundidad de las grandes películas es algo a lo que deberían aplicarse no solo los cineastas noveles, sino los críticos, por lo general inclinados al saber líneal, esto es, superficial. Muy de acuerdo por esta vez con Stravinsky. Como escritor, Sabato reflexionó en el mismo sentido: relatar consiste también en acotar.
La ausencia de límites da como resultado lo informe. Aunque no es propiamente un «western», porque transcurre en Vermont, «The Raid» me parece incluso un poco por encima de esta.
Es asombrosa la cantidad de ideas y detalles que Fregonese y Lewton aportan a un argumento que en principio (y sobre todo al principio) parece clásico y que, apoyado, como tan bien señalas, en esa estudiada, pero no remarcada, arquitectura narrativa dan lugar a uno de los westerns más insólitos y sorprendentes que conozco.
Por ejemplo: la recurrencia desde el comienzo a mostrar techos (incluso en exteriores: emparrados), haciéndolo incluso de forma muy evidente (llegan a ocupar más de un tercio del cuadro), provocando un efecto inquietante. Luego, en la escena de la iglesia (de la que precisamente no se nos muestra el techo), notaremos que en ésta no hay ventanas y que la ausencia de ellas queda remarcada por las huellas de cuadros y tablas ausentes. Solo más tarde veremos que en la parte superior de los muros hay oberturas.
Y por esas oberturas (oberturas negras en el oscuro techo) en el claustrofóbico tercio final surgirán los terroríficos indios amarillos, rojos y verdes.
Es el teniente de caballería (James Griffith) quien primero llama la atención sobre esas aberturas, único contacto con el exterior para los sitiados -que ven irrumpir a través de ellas las figuras apocalípticas de los indios y el resplandor del fuego devastando el poblado.
La posterior «Ulzana’s Raid», dirigida por Robert Aldrich, hará explícitas algunas de las cosas que aquí permanecen al otro lado de esas ventanas. La comparación de ambas puede ser interesante para comprobar que la distancia entre una buena película como la de Aldrich y una excepcional no puede medirse en términos de realismo, lucidez o conciencia histórica. Y, enlazando con el comentario de José Andrés, hay que recordar que muchos críticos tuvieron que aguardar a «El desierto rojo» o «Gritos y susurros» para descubrir el uso expresivo del color en el cine.