Este es el título de una conferencia pronunciada por William Morris en Oxford en 1883 (publicada en castellano por Pepitas de calabaza). En ella, el autor establece un diagnóstico de la situación del arte y plantea la tesis de que sus problemas están relacionados con los de la sociedad; de modo que se requiere una transformación de esta para que pueda recuperarse el sentido de la belleza que nutre el arte en sus dos manifestaciones: la intelectual, dirigida únicamente al espíritu, y la artesanal o decorativa, que satisface también necesidades materiales.
Es discutible extrapolar estas ideas a un arte industrial y capitalista (en la mayor parte de sus manifestaciones) como el cine, pero creo que resulta productivo leer una parte de la exposición de Morris pensando en el desarrollo posterior de una historia que él, que falleció en 1896, no pudo intuir. En comparación con la fragmentación y el personalismo actual, y pese a todas sus contradicciones internas, el cine clásico consiguió ser un arte cooperativo y popular, con una tradición compartida entre el público y sus artífices, en una línea próxima a lo que soñaba Morris; esto le proporciona, desde un punto de vista seguramente ingenuo, un valor simbólico equiparable al del ferrocarril: el de ser un residuo romántico en el núcleo mismo de la civilización industrial.
“Muchos hombres de talento y de genio se dedican, en la actualidad, a realizar obras de arte intelectual, pintura y escultura principalmente. No es asunto mío, ni aquí ni en otro lugar, criticar sus obras, pero el tema que me ocupa me obliga a decir que quienes se dedican a las artes intelectuales se dividen en dos grupos, el primero compuesto por hombres que en cualquier época del mundo hubieran ocupado una posición relevante en su oficio; el segundo, por hombres que ocupan su posición de caballeros-artistas bien por accidente de nacimiento, bien por su diligencia, laboriosidad u otras cualidades semejantes que no guardan relación alguna con sus dotes artísticas. Creo que las obras que producen estos últimos son de poco valor para el mundo, aunque nutran un mercado floreciente y su posición no sea digna ni beneficiosa; sin embargo, y en su mayoría, no deben ser culpados personalmente, puesto que en muchos casos poseen auténticas dotes artísticas, aunque no sean grandes, y probablemente no habrían tenido éxito en ninguna otra actividad. Son, en realidad, buenos trabajadores decorativos, viciados por un sistema que les obliga a ambiciosos esfuerzos individualistas, al aislarles de toda oportunidad de cooperación con otros, de mayor o menor capacidad, para la producción del arte popular.
Respecto al primer grupo de artistas, aquellos que ocupan su lugar con todo merecimiento y enriquecen el mundo con sus obras, debemos decir que son muy pocos. Estos hombres, que han logrado la maestría en su oficio mediante increíbles esfuerzos, sufrimientos y preocupaciones, gracias a sus cualidades anímicas y a su fuerza de voluntad, no pueden por menos que producir algo de valor. Sin embargo, también ellos son víctimas del sistema que insiste en el individualismo y prohíbe la cooperación. Porque, en primer lugar, se les aísla de la tradición, de esa maravillosa y casi milagrosa acumulación de la experiencia de todas las épocas, de la que los hombres se sienten partícipes sin ningún esfuerzo de su parte. El conocimiento del pasado, y la simpatía que los artistas actuales sienten hacia él lo han adquirido, por el contrario, gracias a su propio y agotador esfuerzo personal; y como ya no existe esa tradición que les ayudaría en la práctica del arte y se ven muy lastrados en la carrera por tener que aprenderlo todo desde el principio, cada cual por su cuenta, así también –y esto es lo peor– la ausencia de esta tradición les priva de la existencia de un público que comprenda su trabajo y lo aprecie.
Dejando a un lado a los propios artistas y a unas cuantas personas que también serían artistas de haber tenido oportunidades y suficientes dotes manuales y oculares, no hay en el público de nuestros días ningún conocimiento real del arte, y existe escaso amor por él. Nada salvo, en el mejor de los casos, ciertas vagas inclinaciones, que no son sino el fantasma de esa tradición que en otros tiempos ligaba al público con los artistas. De ahí que los artistas se vean obligados a expresarse, por así decir, en un lenguaje que el pueblo no entiende. Claro está que no es culpa suya. Si intentaran, como algunos sugieren, rebajar su nivel para llegar al público y trabajar de un modo destinado a satisfacer al coste que fuera esas vagas inclinaciones de hombres que ignoran el arte, echarían por la ventana sus dotes especiales, y traicionarían la causa del arte, que tienen el deber y la gloria de servir. No tienen otra opción que llevar a cabo su trabajo individual, sin ningún auxilio del presente, estimulados por el pasado, pero avergonzados e incluso en cierto modo obstaculizados por él; deben mantenerse a un lado, como si fuesen los poseedores de un misterio sagrado que, pase lo que pase, deben, como mínimo, salvaguardar a toda costa.
¡Qué duda cabe de que tanto sus propias vidas como su obra se ven perjudicadas por este aislamiento. Pero ¿cómo podremos valorar el detrimento que esto supone para el pueblo? ¡Que existan grandes hombres viviendo y trabajando en su seno y que este ignore la misma existencia de sus obras, y sea incapaz de entenderlas si puede llegar a verlas!”
Las imágenes proceden de: hechosdehoy.com / unostiposduros.com
No hay época en la que el diagnóstico sea optimista. Ya sabrás que en los últimos tiempos el concepto de «cine clásico» está contestado, pese a lo cual algunos, entre los que me encuentro, porfíamos en mantenerlo. ¿Un arte capitalista? Yo diría que un arte necesitado de recursos técnicos, económicos y humanos (con las servidumbres que ello implica), aunque recuerdo cómo un viejo documentalista inglés me enseñó su cámara como prueba de que solo hacía falta «eso» para hacer cine. No sé si hoy esgrimiría un teléfono móvil.
Los movimientos sociales son lentos y complicados, llenos de corrientes secundarias y regresivas, pero Morris acertó a definir la tendencia principal, hasta el punto de que su análisis es hoy más exacto de lo que fue en su propio tiempo. Lo que conocemos como «cine clásico» se hizo, salvo las consabidas excepciones, bajo sistemas de estudios regidos por una lógica capitalista; podemos poner énfasis en las luchas con los productores que mantuvieron creadores sensibles como Ford o iluminados como Stroheim; o bien destacar que, pese a todas sus imperfecciones, estos sistemas llegaron a generar, y no solo en los mejores casos (Hollywood, Japón, Italia), entornos cooperativos de los que salían buenas películas sin necesidad de que hubiera al frente un gran “artista”.
En la actualidad, las cosas son muy distintas. Ahora estoy trabajando en un texto sobre la primera película de Ellie Epp, una cineasta canadiense, de la que he encontrado estas palabras que expresan con precisión y honestidad la ruptura moderna: “Mi obra no es popular y nunca lo será. Es una obra experimental. Es una forma de vida. Es marginal en el sentido de que está en el límite. Pienso que empecé a hacer películas yo sola porque era la única forma en que podía trabajar. No podía trabajar en un equipo, porque nunca habría llegado a saber lo que quería, nunca habría descubierto nada. Y entonces llegaron las cosas que descubrí, trabajando yo sola, la satisfacción del auténtico aprendizaje, que me impulsó a seguir trabajando de esa manera. Pero luego, cuando he descubierto cosas, quiero que otras personas las vean también, quiero compartir mi placer por ellas. Y la mayor parte de las personas nunca las verá a menos que ellos sigan de algún modo el mismo proceso. En eso consiste ser cineasta experimental.”