La voz de la montaña (Mikio Naruse, 1954)
Esta película es un proyecto personal de Naruse, que quiso ser escritor antes que director de cine: adapta una de las novelas más importantes de la posguerra en Japón, publicada por entregas entre 1949 y 1954, y traducida al castellano como El rumor de la montaña, de Yasunari Kawabata. Se trata de una novela lírica, en la que el relato se construye desde el punto de vista del personaje principal, Shingo Ogata, que pasados los sesenta años empieza a tener fallos de memoria. El relato nos introduce en su subjetividad, sus sueños y recuerdos del pasado, sus visiones de la naturaleza; la prosa de Kawabata resulta extremadamente precisa a nivel de detalle, pero, de forma coherente con el punto de vista elegido, y también con la tradición literaria japonesa (por ejemplo, del haiku), se caracteriza por su reticencia a la hora de expresar conclusiones: la novela tiene una trama argumental muy tenue, y progresa a partir de escenas sueltas, cuya única ubicación cronológica se encuentra en las referencias al paso de las estaciones, llenas de imágenes que crean asociaciones solo apuntadas.
Si los pioneros novelistas de la era Meiji tomaron como modelos a sus homólogos europeos del XIX (Zola, Dostoievsky), esta obra de Kawabata podría ponerse en relación con las de Virginia Woolf; como en ellas, la visión poética y subjetiva no impide que el conjunto sea una auténtica novela: los personajes experimentan una transformación a lo largo del relato, y este transmite una visión de la sociedad japonesa de su tiempo, a la que la catástrofe de la guerra conduce a una nueva moral, una ruptura incipiente de las tradicionales relaciones de poder.
Al terminar de leerla tuve curiosidad por ver cómo Naruse planteó su adaptación: una versión que pretendiera dar cuenta de toda la complejidad de la novela de Kawabata (que ocupa, en su edición española, unas 300 páginas) debería durar bastantes horas, y además demandaría un estilo de narración subjetiva como el que empezarían a cultivar en esos años cineastas como Buñuel, Bergman, Resnais, etc.
La película de Naruse es muy diferente a la novela de Kawabata, y no trata de sustituirla ni de agotar todas sus sugerencias, como si de la visión del ojo compuesto de un insecto pasáramos a una clara y distante, en blanco y negro: una narración clásica en la que todo está visto desde fuera, y que excluye todos aquellos elementos de la novela incompatibles con ese formato –ni siquiera explica el porqué del título, el misterioso sonido de la montaña que, en las primeras páginas, el anciano Shingo cree percibir como un anuncio de muerte:
Quería preguntarse, con calma y determinación, si había sido el sonido del viento, el rumor del mar o un zumbido dentro de sus oídos. Pero había sido otra cosa, de eso estaba seguro. Había sido la montaña.
Como si un demonio a su paso la hubiera hecho sonar.
El actor Sō Yamamura, que entonces tenía 44 años, interpreta a un Shingo menos anciano que el de Kawabata; no solo por esta rebaja de su edad, el personaje resulta en la película más digno, pero también más tenue y lejano: lo comprendemos menos, pese a que sus contradicciones éticas quedan menos en evidencia (la novela sugiere que las culpas de los hijos proceden, aunque ello no las justifique, de las de sus padres); la componente siniestra de su obsesión por la belleza quizá habría sido mejor resaltada por un cineasta como Mizoguchi, que hizo de esa asociación una de las claves de su obra.
Su nuera Kikuko está interpretada por la gran actriz Setsuko Hara, que el año anterior había interpretado un papel muy diferente de nuera devota en Cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu. La película de Naruse muestra con claridad desde el principio algo que en la novela de Kawabata está solo sugerido: la familia de Shingo tenía una criada, pero cuando esta se marcha Kikuko ocupa su lugar.
En oposición a Kikuko se sitúa el personaje de Kinu, que representa un nuevo modelo de mujer: su independencia hace que el embarazo ilegítimo se convierta en legítimo, al contrario de lo que sucede con el de Kikuko. La película hace de esa oposición el centro del relato, y se mantiene muy fiel a la novela en este punto. Aunque solo se haga presente al final, la fuerza de Kinu gravita en todo momento sobre los demás; pero su libertad tiene una dimensión trágica –que se hace visible en la figura de su mensajera, la secretaria de Shingo, Eiko Tanizaki (interpretada por Yōko Sugi).
Todo el arco de la película, que traza un retrato colectivo de familia, se desenvuelve entre dos escenas simétricas protagonizadas por Shingo y Kikuko: al inicio, después de una breve escena en Tokio, donde trabaja el primero, ambos se encuentran y vuelven juntos al hogar familiar de Kamakura, a través de una sucesión de estrechos callejones rodeados de muros y frondas que parecen metafóricos por la forma en que condicionan su trayecto.
En la secuencia final, que transcurre en el parque Shinjuku de Tokio, asistimos a un nuevo encuentro y paseo de los dos personajes: la repetición de los mismos recursos visuales que el del comienzo (suaves travellings de retroceso, primeros planos de sus rostros), en contraste con la amplitud del espacio, resalta en términos visuales que ellos ya no son los mismos. Esta evolución resulta mucho más marcada en la película –que modifica, de hecho, el desenlace de la novela. En esta, la escena del parque Shinjuku queda lejos del final, seguida por cuatro capítulos adicionales; contiene pasajes descriptivos casi cinematográficos, y la película se limita a sintetizar algunos de ellos, variando sutilmente ciertos detalles del texto. Kawabata escribe:
La vasta extensión verde le transmitió a Shingo una sensación de libertad.
– Uno siente que se expande aquí. Es como estar fuera de Japón. Nunca me hubiera imaginado que existía un lugar como este en medio de Tokio –y miró hacia el horizonte que trazaba el verde hacia Shinjuku.
Y también:
Nadie les prestaba atención mientras caminaban por el campo, sorteando aquí y allá la presencia de las jóvenes parejas. Shingo se mantenía tan lejos de ellas como podía.
¿Qué pensaría Kikuko? Un hombre viejo paseaba con su joven nueva por el parque, era solo eso, pero había algo en la situación que lo ponía nervioso.
Cuando Kikuko le había propuesto por teléfono que se encontraran en el parque Shinjuku no se había detenido a pensar en el asunto, pero ahora que estaban allí todo le parecía extraño.
En la película el desenlace resulta más radical y progresista que en la novela, como si los personajes, al ser trasvasados a un medio más popular y dinámico como el cine, se vieran impulsados por nuevas alas. La criada se libera de su servidumbre, pero la escena resulta agridulce, con un toque sutil de melodrama: una despedida de dos seres que renuncian a su amor imposible y, para evitar males mayores, se separan con dignidad.
Las citas de la novela de Kawabata proceden de la edición española, traducida por Amalia Sato (Emecé. Barcelona, 2007).
Las imágenes de la película están tomadas de: cinematalk.wordpress.com / cinemasparagus.blogspot.com / coffeecoffeeandmorecoffee.com / avxhm.se
Hace más de quince años que no he vuelto sobre esta admirable película, de la que recuerdo haber salido con un regusto amargo, lo que no es inhabitual en Naruse, aun cuando las películas no terminen estrictamente mal. Quiza sea el momento de releerla «desde» Kawabata, como propones, y aún mejor disponer del guión de Yôko MIzuki, por los cambios que detectas.
Te agradezco la referencia a Yôko MIzuki, una colaboradora esencial en esta y otras películas de Naruse. En cuanto a los cambios, no creo que la película traicione el espíritu de la novela, sino que se limita a tomar algunos atajos, y lo hace con rigor y coherencia.
Por ejemplo, en la novela Shingo comprueba con su hijo la pronunciación correcta de la expresión que le ha traído a la memoria a la criada (que utilizaba un dialecto de otra región, lo que que le llevó a un equívoco), mientras que en la película lo hace con su nuera, acentuando así el paralelismo entre ambas. Y en la escena del parque de Shinjuku, Kawabata la hace llegar a ella primero, mientras que en la película sucede lo contrario (ya que el resultado de la cita es opuesto).
En todo caso, las variaciones más importantes son intrínsecas al cambio de medio: la sonrisa triste de Setsuko Hara se adueña de la película, ganando protagonismo frente al declinante Shingo, metáfora del viejo Japón que agoniza.
Otro cambio mínimo pero significativo que se me olvidó comentar en la secuencia del parque de Shinjuku, que en la novela transcurre a principios de verano, es que en la película aparece traspuesta a finales de otoño o invierno, ya que los árboles están sin hojas.
Es solo una muestra de cómo Yôko MIzuki y Naruse no se limitaron a modificar un giro del argumento, sino que alteraron todo el sistema de referencias que lo acompaña.
Leí la novela hace casi diez años (disculpa por eso si yerro) pero recuerdo que me decepcionó un poco al, inevitablemente, compararla con la película. Al estar contada, como ya señalas, desde la perspectiva de Shingo, sus motivos están claros y, desde su punto de vista, se explican los procederes del resto de los personajes. La película mantiene la distancia ante los caracteres de forma que sabemos qué dicen y qué hacen pero no qué verdaderamente piensan. Una lectura del libro creo que basta para comprender su sentido y las razones de los caracteres. En cambio es necesario ver más de una vez la película para entender lo que mueve y lo que sienten sus protagonistas en cada momento. Con cada nueva visión mi opinión sobre ellos se ha ido matizando, a la vez que he ido descubriendo o intuyendo nuevos aspectos, e incluso mi mirada hacia parte del carácter y del comportamiento de suegro y nuera se ha hecho más crítico.
En este tipo de disquisiciones (no por inevitables menos odiosas) no se trata tanto de la verdad y el error como del punto de vista, que suele estar muy condicionado por la obra a la que hemos accedido en primer lugar. A mí, que vi la película justo después de terminar la novela, me sucedió justo al contrario que a ti: fue aquella la que me decepcionó, y he tenido que hacer un esfuerzo y alejarme de mis imágenes mentales del libro para empezar a valorarla en su justa medida.
En cuanto a la comprensión de los personajes en la novela, puedo estar de acuerdo respecto a Shingo, y esto en parte, porque él también es, parcialmente, un enigma para sí mismo (como nos sucede a todos, en mayor o menor medida); su sensibilidad obsesiva por la belleza resulta a un tiempo admirable y maligna (en una sociedad como la suya, en la que los padres decidían el destino de sus hijos a través de los matrimonios concertados), y una cosa no destruye la otra… Pero creo que el personaje de Kikuko resulta más enigmático aún en Kawabata; ¿en qué sentido tu mirada se ha hecho más crítica sobre ella?
Kikuko es, ante todo, un ser noble y bondadoso. Como me lo preguntas, hablaré de los aspectos suyos que me parecen discutibles, pero no olvido nunca lo primero que acabo de decir.
Kikuko es buena, aunque quizás demasiado buena: en la primera escena con el suegro ríe en exceso las gracias de éste, aguanta las impertinencias de su cuñada, calla ante las ausencias y desconsideraciones del marido, es solícita, trabajadora y sufrida… en demasía.
Es, como antes se consideraba, una niña buena, o la hija perfecta: dulce, callada, sumisa, laboriosa… tanto que acaba resultando la criada ideal: un ser al que se utiliza y que responde obedeciendo con sonrisas. Siendo tan solícita no da, o no sabe dar, al marido (para no extenderme, no entro en este personaje) lo que éste le pide: le gustaría que fuera más activa en todos los sentidos.
Y justo cuando el marido trata de acercarse, ella se echa atrás. Kikuko, como la Ida de “Honrarás a tu esposa”, está al borde del colapso y eso explica que, de la sumisión (poco menos que total), pase a tomar drásticas medidas. Pero creo que antes, o mucho antes, al menos debía haber intentado hablar con el marido. Un paso, aunque sea mínimo, para intentar arreglar su relación con el marido o para comentar con éste su situación, no lo da.
Sí, claro. Las cualidades positivas también tienen su cara oscura, y Kawabata contempla con ambivalencia tanto la sensibilidad de Shingo por la belleza como la bondad sumisa de Kikuko; son personajes individuales pero también espectros del viejo Japón en trance de desaparecer, que el autor describe con distancia crítica y nostalgia al mismo tiempo. En las sonrisas forzadas de Setsuko Hara hay una sobreactuación que no pertenece a la actriz sino al personaje.
En contraste con ella, la «buena» que se equivoca, está Kinu, la «mala» que tiene razón (porque ha aprendido con la guerra adónde conduce la obediencia).
Una oposición similar se da en otros relatos de Kawabata: la señora Ota y su hija frente a Chikako en «Mil grullas»; Otoko frente a Keiko en «Lo bello y lo triste» (una novela quizá más famosa pero muy inferior, para mi gusto, a las anteriores). Otro motivo recurrente es el incesto, más o menos sublimado: las relaciones amorosas de padres e hijos se mezclan de forma perversa, a imagen de las relaciones de poder de una sociedad corrompida desde su misma base familiar. Desde la perspectiva del novelista, dudo que los problemas del matrimonio de Kikuko pudieran solucionarse hablando: ellos no decidieron casarse libremente, y estamos muy lejos de «Apur Sansar»; Shuichi (perfectamente retratado en la película) es una especie de hombre superfluo, al estilo de los jóvenes nihilistas rusos del siglo anterior, que se aprovecha de sus privilegios como varón aunque ya no comparta los viejos valores.