The naked kiss (Sam Fuller, 1964)
“Si no existiera la provocación, el relato se cristalizaría en formas estereotipadas. Y si no hay riesgo, ¿para qué escribir?” (Juan José Saer)
Esta es quizá la película más extraña y provocadora de Sam Fuller. Él, que fue de los primeros en cultivar el terreno del cinismo y el desencanto en el cine americano, se despidió casi de Hollywood con esta película montada a hachazos y narrada de la misma forma, sin transiciones ni desarrollos, construida sin ningún temor al ridículo o a parecer inverosímil, y que solo resulta coherente en su recurso a la ley del máximo contraste, para que en medio de la oscuridad pueda brillar la luz más pura.
Es lógico que Godard se sintiera fascinado por la obra de Fuller, un arte de aluvión en el que todo, incluyendo las películas ajenas, podía ser integrado y re-presentado (1). En Banda aparte, Godard hizo que Anna Karina interpretase su personaje como si fuera Lillian Gish en una película de Griffith. En The naked kiss, del mismo 1964, Fuller hace algo parecido: el personaje de Kelly (admirable Constance Towers), una especie de Sadie Thompson, parece sacado de un melodrama de los años 20 –aunque sus rasgos y su estilo son modernos.
Kelly ocupa un lugar destacado entre las mujeres desdichadas del cine, pero la originalidad de Sam Fuller consiste en no hacer de ella una víctima; es, en cambio, un ángel de la venganza, y su energía no es incompatible con la inocencia. Heredera, con variantes, de su homónima la reina Kelly, de la Vienna de Johnny Guitar y la Jessica Drummond de Forty guns, su descendencia posterior puede encontrarse, con distintos matices, en Kill Bill de Tarantino, Inland Empire de Lynch, y hasta la reciente Elle de Verhoeven, aunque ninguno de estos seguidores, ni siquiera Lynch, supera en lirismo a The naked kiss.
Mucho se ha escrito sobre la escena inicial, que se abre con una agresión al espectador por parte de la protagonista; como si Fuller pusiera al espectador que espera una película convencional de cine negro, una de esas en las que hombres románticos son traicionados por mujeres pérfidas, en el lugar del chulo golpeado. El retrato de Kelly tiene como fondo el entramado social de una pequeña ciudad de provincias, y la mirada de Fuller sobre ella recuerda a la de Stroheim, aunque sustituyendo los decorados centroeuropeos por la grisura del medio oeste. La corrupción y la hipocresía de la pequeña ciudad se muestra en todos sus matices: desde la sordidez sutil del policía Griff (Anthony Eisley) o de Candy, la dueña del club (Virginia Grey), a la abismal de otros personajes; como en las películas de Stroheim, vemos cómo el abuso de poder se ejerce no solo por los grandes magnates (equivalentes de los nobles austrohúngaros de aquel), sino en todos los niveles de la pirámide social. El dinero está siempre presente y visible, como el carburante de todas las corrupciones.
Otro rasgo de originalidad de la película es que su trama amorosa tiene poco peso en el relato, y es posterior a la decisión de cambiar el rumbo de su vida que efectúa la protagonista: la redención de una mujer no pasa necesariamente por la protección de un hombre. En este sentido, Fuller es más moderno que Stroheim, en cuyas películas el cuestionamiento del orden social y sus relaciones de poder solo es posible cuando surge un amor imposible –cuya misma inverosimilitud resulta significativa. Esta película de Fuller pertenece a esa estirpe, en la que también se integra, a través de Buñuel, el Oliveira de Los caníbales, aunque aquí el ambiente social es muy distinto al de aquellos cineastas que provenían de la alta burguesía europea (o al menos lo fingían, como en el caso de Stroheim).
La película está totalmente centrada en Kelly, y en algunos momentos, sin transición, nos hace partícipes de su visión subjetiva (sus miradas a los espejos, los momentos musicales, el sofá convertido en góndola); pero en general el punto de vista es más amplio, lleno de ironías que el narrador dispone a modo de piedras brillantes para que no perdamos el buen camino: después de acostarse juntos, mientras Kelly se peina, Griff interpreta erróneamente la satisfacción de ella; más tarde la casera le dice a Kelly, sin saber que ha sido prostituta, que pasamos más de un tercio de nuestra vida en la cama; la canción Little child, que parece concebida para provocar hiperglucemia, completa su sentido en su segunda aparición, mostrando lo que se esconde a veces detrás de los “buenos sentimientos” –y al mismo tiempo, Kelly demuestra que la bondad existe, y que su defensa no está reservada a los héroes masculinos.
(1) En Fuller, las referencias vitales directas se mezclan con las procedentes de novelas, películas, artículos de prensa, cómics, etc. La suya no es una posición culturalista: la experiencia estética ¿no forma parte de la vida?
Fuentes de las imágenes: altscreen.com / classicfilmtvcafe.com / dvdbeaver.com
Magnífico texto. Pensé justo tras el debate-charla que dedicamos a la película y al que asististe (¡siempre se termina uno corrigiendo en la memoria, qué pena!) que la aparentemente extraña rueda de reconocimiento de las niñas sí tendría sentido realista: se plantea como un juego para que la situación no sea violenta para las niñas, como habría sido de haberse hecho dentro de la comisaría. El efecto de extrañeza (tan característico de toda la película) se debe a que la secuencia no es naturalista en absoluto… el encuadre casi de representación, el campo-contracampo tan claramente rodado en espacios y tiempos distintos… En realidad, nada tan distinto a sus películas Fox más “normales”, pues Fuller hace lo de siempre pero esta vez con mucho menos dinero: partir del realismo para pegar un salto hacia su estilización característica. No digamos ya al final, cuando Kelly se marcha, la inmovilidad de los habitantes que la despiden y contemplan, el carrito de bebé en la acera… En sus películas de guerra todo eso es perfecto y característico. A diferencia de las películas de guerra malas, que nos tratan de «meter en la brutalidad del combate», Fuller sabe que tal cosa es imposible y transmite ese conocimiento valiéndose de detalles puramente cinematógrafos, de observación y de contrastes estéticos. Es un cineasta al que le encanta sacudir y crear sensaciones (es sensacionalista), pero la sensación es para él la mitad del camino entre una idea primera y su comprensión por parte del público.
Muchas gracias por el comentario, José Luis. Yo reconozco que soy más bien lento de reflejos, y necesito cierto tiempo después del final de la película para ordenar ideas y establecer asociaciones.
En lo que comentas sobre la escena de la rueda de reconocimiento creo que tienes toda la razón, y de cualquier forma siempre tendríamos que centrarnos en el resultado final (al margen de las circunstancias de producción, que pueden tener interés histórico pero no «redimir» una mala escena, ni desde luego una mala película). En las escenas que citas, y en otras de «The naked kiss», el efecto de extrañamiento responde a una decisión estética (del mismo modo que en el cine de Godard, o de otros cineastas con mayor prestigio cultural que Fuller), y no a torpeza o mera falta de medios.
Y como dices, la sensación representa solo el principio; es la acumulación y choque de sensaciones contradictorias lo que crea el significado final, y en esto reside la cualidad dialéctica del cine de Fuller, que se dirige tanto al sistema nervioso como al intelecto (de la misma forma que las impresiones vitales de primera mano pueden mezclarse con los recuerdos de viejas películas, etc.)
Fuller, siempre que podía, procuraba noquear al espectador en el primer minuto del primer asalto, justo tras sonar la campana. Por eso, sus películas arrancan casi siempre con una escena fuerte y repentina que nos coge desprevenidos. En ésta, vemos a una mujer en una habitación de hotel golpeando con rabia a un indivíduo (en realidad nos golpea a nosotros en virtud de una cámara agresiva y subjetiva) que en el forcejeo consigue arrancarle la peluca, dejando al descubierto el craneo rasurado de la agresora; ella continúa su ataque rociándole con un sifón, luego coge el dinero que la debe, se incorpora y recupera su peluca, se la pone, se maquilla mirando al objetivo de la cámara y se va del lugar. Entran los títulos de crédito. Lo que viene a continuación son noventa minutos de cine cortado a cuchillo en el que se nos narra el espinoso trayecto de la prostituta Kelly a través de la podredumbre moral de una sociedad que no consigue, sin embargo, hacerla desistir en su intento de emerger a la luz.
Magnífica, como siempre, Constance Towers que ya había trabajado con Fuller en su anterior película, “SHOCK CORRIDOR”. Una actriz que empezó con los grandes (dos películas con Ford) y que lastimosamente pronto tuvo que refugiarse en la televisión.
Fuller consigue mantener la tensión del explosivo arranque en una narración reducida a lo esencial, en la que los tiempos muertos son más aparentes que reales. Y a través de Constance Towers tiende un puente hacia John Ford, un cineasta formalmente en las antípodas, pero con el que comparte una misma visión moral, así como la alergia a dar sermones –por ejemplo, la visión de la guerra y el racismo en «The horse soldiers» y «Sergeant Rutledge».
La poética sensacionalista de Fuller está sostenida por una base ética, y por eso Godard, en «Pierrot le fou», lo presentaba como si estuviera preparando una adaptación de «Las flores del mal»: «lector hipócrita, mi prójimo, mi hermano». El personaje de Kelly tiene también relación, a través de «Bola de sebo» de Maupassant, con «La diligencia» y «Siete mujeres».