La ideología del traidor

La casa de bambú (Sam Fuller, 1955)

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Fuller no es el más exquisito de los cineastas porque para él la exquisitez era un valor ajeno, algo que no podía permitirse un huérfano que antes de alcanzar la mayoría de edad se abrió camino como periodista de sucesos y escritor para revistas pulp, y más tarde como soldado de infantería en la Segunda Guerra Mundial. Su tiempo, cuando empezó a hacer películas, fue el de Jackson Pollock y James Dean, el que vio el nacimiento del rock and roll. Si hubiera muerto entonces se habría convertido acaso en una figura legendaria, pero él tuvo la energía de sobrevivir sin que su concepción del cine envejeciera.

A pocos directores como a él les resulta tan adecuada la denominación de manierista, con todas sus connotaciones de modernidad conflictiva, artificio, virtuosismo, parodia, movimiento y desmesura; en palabras del crítico italiano Achille Bonito Oliva, “el artista manierista adopta la coraza del estilo para afrontar la catástrofe generalizada que atraviesa su tiempo, y abandona la pose heroica inscrita en el interior de la obra del artista clásico, con sus categorías de mito, drama y tragedia, dirigiéndose hacia una cultura de la lateralidad que evita el conflicto y el encuentro frontal; cambiando a otra posición que juega en torno al devaneo, a la reserva mental y a la oblicuidad de la figura del traidor.” (1)

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La casa de bambú está protagonizada por un traidor, Eddie Spanier o Kenner (Robert Stack). Es una de las películas más perfectas de Fuller (lo que puede parecer en su caso un elogio envenenado), y constituye un entretenimiento apasionante y una excelente muestra de su estilo, en condiciones óptimas de producción. La rapidez de la escena más famosa de la película, en la que Sandy (Robert Ryan) acribilla a Griff (Cameron Mitchell) en la bañera, resume la pasión impulsiva del director, identificado aquí con su personaje; inconscientemente asociamos la figura del muerto a la de Eddie, porque antes habíamos visto a este en la misma situación, desnudo y desvalido en un tonel humeante, tratando de defenderse de los cuidados de la abnegada Mariko (Shirley Yamaguchi). Mucho se ha escrito, desde los trovadores hasta los surrealistas, sobre el amor y la muerte; Fuller los une sin ninguna retórica, yuxtaponiendo brutalmente las dos escenas. Griff es víctima del amor, y sustituye a Eddie como presunto culpable de la misma forma en que aquel lo ha desplazado en el afecto de Sandy.

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El desarrollo de la trama cuestiona el pensamiento binario característico del cine clásico: no hay aquí ya buenos y malos, y parece difícil no suscribir la condena moral que hacia el final Sandy dirige indirectamente a Eddie, que está sentado, impasible, en una mesa de billar. El cine posterior ha progresado mucho en vulgaridad y cinismo, así que la ambigüedad moral de La casa de bambú nos puede resultar arcaica; pero hay que recordar que esta película surgió en un mundo anterior a le Carré y sus imitadores, y fue capaz de renunciar a la visión sentimental de El tercer hombre, quizá su principal referente entonces. Es verosímil que Fuller concibiera al personaje de Eddie como un avatar irónico de la mujer fatal típica del cine negro, que arrastra a la perdición a sus enamorados; el psicópata Sandy se convierte poco a poco en una figura patética, a medida que comprobamos cómo el amor lo ciega.

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La película puede verse también como una observación de la capacidad destructora de los americanos cuando, en su afán de llegar a la cima del mundo, se infiltran en culturas ajenas: ese, y no el de la postal turística, es el sentido de la escena inicial, en la que el asalto a un tren que transporta municiones interrumpe la calma del paisaje nevado presidido por la silueta del monte Fuji; más tarde, la primera aparición de Sandy tiene lugar cuando Eddie es golpeado por uno de sus sicarios, y cae destrozando un shoji.

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Dos escenas simétricas afirman esta visión crítica que no necesita de discursos, y unen a Eddie y Sandy como dos caras de una misma moneda: al principio, apenas desembarcado en Tokio, el primero irrumpe sin ninguna empatía en un ensayo de que tiene lugar en la azotea de un teatro; la escena final de la película, que hace pensar en Bresson por su sequedad, transcurre en otra azotea en la que hay un parque de atracciones para niños.

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(1) Achille Bonito Oliva: L’ideologia del traditore. Electa. Milán, 1998.

Fuentes de las imágenes: jonathanrosenbaum.net / streamline.filmstruck.com / dvdbeaver.com / thisislandrod.blogspot.com / cranesareflying1.blogspot.com

4 comentarios en “La ideología del traidor

  1. Luis S.

    Está bien eso de la «coraza del estilo» para definir al manierista, un concepto que creo que se utiliza de manera diversa e incluso contradictoria. Hace años a mí me despistó muchísimo que el crítico C. Losilla utilizara este término para definir «La regla del juego» de Renoir, que a bote pronto a mí se me presentaba como una película equilibrada, vital y clásica, adjetivos que a mí modo de ver constituirían lo más opuesto a lo manierista que se me ocurre. ¿Sería Bresson manierista, entonces? No sé, no sé; para mí manierista podría ser, en cambio, Cocteau. Y, pegando un salto de varios kilómetros cinematográficos, un Jeunet, un Wes Anderson, un Lührmann, un Sorrentino. Pero quizá no utilice bien el término…

    A mí también me gusta mucha esta película, que tengo más o menos reciente pues vi hará unos cuatro o cinco años. Escribí en ese momento que me parecía un festival de formas, sobre todo, y me recordó curiosamente «Lost in Translation», con la que le vi extrañas similitudes japonesas.

    Un saludo.
    Luis S.

    Responder
    1. elpastordelapolvorosa Autor

      Hay que recordar que el término «manierista» ha tenido para ciertas épocas y gustos un sentido peyorativo, mientras que su uso contrario está asociado al de «moderno» como una forma de elogio crítico. La ambigüedad del término radica en su carácter relativo, puesto que se define en contraposición a lo «clásico», y esto es algo que puede variar con el tiempo (como ha ocurrido con «La regla del juego»).

      En el ámbito del cine, Jesús González Requena tiene un extenso libro llamado «Clásico, manierista, postclásico», que pude hojear en una biblioteca pública de Castilla, en el que analiza el cine narrativo de Hollywood proponiendo como modelo de cada una de esas fases «La diligencia», «Vértigo» y «El silencio de los corderos».

      Estoy de acuerdo en que «La casa de bambú» es todo un festival de formas, color y movimiento, pero no le encuentro contacto con la minimalista «Lost in traslation». No comprender Japón parece el menor de los problemas del personaje de Robert Stack, que aparece perdido en una suerte de esquizofrenia, entre Spanier y Kenner, con tendencia a la agresividad; bajo el gran buda de Kamakura, o arrastrándose tras el personaje de Robert Ryan al final, su figura es pequeña y mezquina.

      Un saludo, y gracias por el comentario.

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  2. Teo Calderón

    Estamos ante un terso, enérgico remake de «LA CALLE SIN NOMBRE» que dirigió el acomodaticio William Keighley en 1948, con Richard Widmark y Mark Stevens. Superior a su prede­cesora en muchos aspectos (o en todos), ofrece además un insólito trasvase de escenario con respecto a aquella y el suculento añadido del carácter homosexual en la relación del personaje de Robert Ryan con el del esquinado Stack. Eso nos llevaría a otras comparaciones: James Cagney-Edmond O’Brien en «WHITE HEAT» (Al rojo vivo, 1949) de Walsh.
    Como casi todos los que admiramos el percutante y expeditivo estilo del cine de Fuller, yo tampoco renuncio a destacar la sensacional y fulminante secuencia (resuelta en un solo plano) de la «ejecución» de Cameron Mitchell, a manos de su encelado jefe.
    Un saludo.

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    1. elpastordelapolvorosa Autor

      No he visto la de Keighley, así que no puedo comparar. La escena final en la versión de Fuller, «en la cima del mundo», también parece una parodia de la equivalente de «White heat».
      Un saludo

      Responder

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