Pitfall (Andre DeToth, 1948)
Pitfall se abre con la imagen de unos huevos que la bella Sue Forbes (Jane Wyatt) está friendo para el tradicional desayuno americano de su marido en una cocina que parece sacada de una revista de época. La primera frase de él, que responde al aviso de ella de que el desayuno está en la mesa, denota sin rodeos su posición en el mundo: ¿Y en qué otro lugar podría estar?
Él toma su lugar en el centro de la mesa, entre su esposa y su hijo pequeño Tommy, frente a una ventana a través de la que se ven otras casas de su urbanización, todas idénticas, mientras mantienen una conversación que remacha con frases lapidarias e ingeniosas la sensación de aprisionamiento de este John Forbes (un Dick Powell adecuadamente gris), emblema del americano medio que, una vez alcanzados los objetivos burgueses de familia, casa y coche, ansía una vida aventurera que esté a la medida de la consideración en que se tiene a sí mismo. Este motivo continúa en las escenas siguientes, que transcurren en el coche familiar (todavía único: estamos en 1948), y en la oficina de John, que trabaja para una compañía de seguros.
Con semejante planteamiento, es fácil adivinar lo que sucederá en cuanto John conozca a Mona Stevens (Lizabeth Scott) por un delicado asunto laboral –incluso antes de su primer encuentro, John ya está fascinado por la idea que se hace de ella a partir de las palabras y la mirada anhelante del detective MacDonald (el tan corpulento como sutil Raymond Burr), de las medidas del cuerpo de la chica que descubre en su currículum de modelo (cuando irrumpe como un merodeador en el apartamento de ella) y de las fotos de su book, a las que sigue prestando atención incluso después de su encuentro con la mujer real.
El hecho de que esta película dirigida por el excelente André de Toth, un director sin aura pero casi a la altura de los mejores, sea aún tan desconocida –salvo en los círculos de conocedores más inquietos– cuando otras mucho más mediocres conservan intacta su categoría mítica, demuestra la necesidad de revisar la historia del cine negro americano, dejando atrás tópicos y prejuicios.
Quizá el olvido tenga en este caso relación con un punto de vista incómodo. En el tratamiento de la historia, Pitfall se adelanta a algunas películas de la década siguiente dirigidas por Nicholas Ray (On dangerous ground) y Fritz Lang (The big heat) que subvertirían el machismo clásico del género: aunque la aparición incitante de Mona Stevens en pantalón corto, con dos paquetes de compra que ocultan sus pechos, se atiene a los moldes convencionales y hace inequívoca la tentación sexual que supone para los hombres, y en concreto para John Forbes, de ello no se sigue su condena automática como mujer fatal.
Por el contrario, Pitfall hace visibles los mecanismos que subyacen bajo esa etiqueta. Ya hemos visto que el protagonista la desea antes incluso de conocerla, y Mona resulta básicamente honesta e inteligente, al menos en comparación con los hombres de los que es víctima –egoístas y violentos, con la cabeza solo llena de vanidad sin causa, infantiles en última instancia; la película evidencia cómo la opinión que John Forbes tiene de sí mismo es similar a la de su hijo Tommy, que lo tiene ingenuamente por un héroe de guerra y un antiguo campeón de boxeo.
Como la protagonista de Vorágine de Otto Preminger, un año posterior, pero sin complicaciones paranormales ni psicoanalíticas, John Forbes se muestra incapaz de escapar de sus silencios y sus engaños, lo que sugiere que toda su vida se construye sobre una gran mentira –que también cimenta ese deseo de aventura que termina provocando lo que para él no será más que un «incidente» (pitfall). En sus deseos, John se sueña superior a lo que es en realidad, y la película lo desenmascara de forma implacable: su incapacidad como remero (posible sugerencia de sus aptitudes como amante) se ve compensada por la sensación de dominio cuando Mona le cede el volante de su lancha motora (después de que ella lo ha llevado, como hace siempre su mujer en el rutinario trayecto a la oficina); la mezquindad con la que engaña a ambas, así como a la empresa para la que trabaja, demuestra que las desprecia de forma más o menos consciente; finalmente, su torpeza al enfrentarse a la amenaza de MacDonald y de Smiley (el antiguo amante de Mona, interpretado por Byron Barr) eleva la temperatura dramática, que el doble final (que confronta a John sucesivamente con Mona y Sue) hace descender muy a ras de tierra.
En un momento en que John estaba a punto de sincerarse con su esposa, su hijo Tommy, que acaba de despertarse por una pesadilla, le pregunta: «Papá, ¿quién hace los sueños?» John Forbes contesta: “La mente es como una cámara de fotos maravillosa… desde el día en que nacemos, hace fotos y las almacena. En uno u otro momento, una de esas fotos se suelta por la noche y se convierte en un sueño; así que el truco es: haz solo buenas fotos, y tendrás solo buenos sueños”.
Después de esta interrupción, John renuncia a la sinceridad y se mantiene en el mundo de las buenas fotos y los bellos sueños. Esta es su auténtica prisión, más que la de la rutina y la sensación de asfixia en que lo encontrábamos al inicio. El plano más llamativo de la película, tomado desde el interior de la doble reja que, en otro ámbito social, separa a presidiarios y visitantes, a Smiley de Mona, resume la esencia de los espacios en que transcurre toda la acción. Las rejas que desenfocan el rostro de los antiguos amantes condenados a hablar lenguajes inconciliables son evocadas por las sombras de las persianas venecianas del apartamento de Mona y del despacho de John, por los papeles de pared barrocos o geométricos de las casas y los bares, o los elegantes cortinajes del salón comercial lleno de gente en el que Mona debe dejar que MacDonald la devore con los ojos.
El desenlace de la trama en el despacho del fiscal del distrito resume sin necesidad de grandes discursos cómo una misma acción puede tener diferentes consecuencias éticas y penales en función de sus protagonistas y circunstancias. La deriva previa de John, que camina como sonámbulo, adquiere una cualidad onírica: esto supone un salto llamativo en una película realista, diurna y cotidiana, y tiene lugar paradójicamente cuando John despierta de su sueño; al soñador perpetuo, devuelto a la realidad por la gravedad de los acontecimientos que desencadena, esta parece resultarle fantástica.
Vista en la Filmoteca de Cantabria el 4 de agosto de 2016
Fuentes de las imágenes: divxclasico.com / dvdbeaver.com / peterburnett.info
Magnífica película, como tantas otras del «húngaro». Creo que no hay ni una sola película suya que no me gustara en su momento. «Play dirty» era una película muy interesante de un género que nunca me despertó ningún entusiasmo. «Last of the comanches» un western «de asedio» apasionante, de esos pequeñitos y olvidados. Bueno, y muchas más.
Esta es una de mis favoritas (del género y del director) junto a «Day of the outlaw» y «Crime wave». Magistral cómo a lo largo de la película cambia toda la escenografía sin, realmente, cambiar. Qué bien funcionaba el «noir» cuando se convertía en un asunto doméstico. Ese ventanal, ese escaparate familiar y social, roto. No sé si existe doblaje al español, pero de haberlo intuyo que será un crimen contra la humanidad, contra la voz, contra el susurro incomparable de Lizabeth Scott.
Un saludo, muy acertado el texto.
Como decía aquel airado filósofo alemán, para el que busca el conocimiento la regla es siempre más interesante que la excepción. Entonces, nada de festejarse a uno mismo («yo, que soy la excepción»), sino que hay que ponerse en camino hacia abajo, es decir, «hacia adentro». De Toth fue un cineasta discreto, que se atuvo a esto mejor que otros más interesados en la autoafirmación.
Gracias por el comentario, y por recordar la voz grave y susurrante de Lizabeth Scott.