En el libro clásico de Truffaut El cine según Hitchcock, este último hace autocrítica, en relación con su película de 1936 Sabotage, sobre la escena que muestra la muerte de un niño que lleva una bomba sin saberlo. Truffaut dice: “Es muy delicado, me parece, que se vea morir a un niño en una película. Es casi un abuso de poder por parte del director. ¿Qué piensa usted?” Hitchcock responde: “Estoy de acuerdo. Es un grave error”.
Puede sorprender esta condena retrospectiva en un analista tan atento a los impulsos sádicos del inconsciente como el autor de Vértigo o Psicosis. Pienso que Hitchcock, que quizá ocultaba por pudor, a esta altura de la entrevista con Truffaut, sus verdaderas concepciones, no pretendía expresar un tabú general, sino reconocer que en ese caso particular la unión de contenido y forma no resultaba lograda: su virtuoso juego de montaje crea un espectáculo de suspense que se aviene mal con la ausencia de sorpresas en el desenlace.
Quizá a lo que se refería Hitchcock es que la representación de la muerte o la corrupción de menores no debe hacerse en vano, como un simple recurso para generar la emoción o la sorpresa del público. Es siempre un acto de acusación: incluso cuando apunta a un adversario concreto –un enemigo nacional o político, como en buena parte del cine soviético, o en el Chaplin desencantado de Un rey en Nueva York, una de las películas más tristes del mundo– puede proyectarse también a una escala mayor, metafísica: una protesta contra Dios o contra la injusticia del universo, como en las novelas de Dostoievski.
La nómina de grandes películas que contradicen a Hitchcock y Truffaut es inmensa, e incluye ilustres ejemplos anteriores a 1936: sin pensar mucho, se me ocurren El nacimiento de una nación, Lirios rotos, Fausto, The crowd, El acorazado Potemkin, M; poco después, en Alexander Nevski, la desmedida crueldad de los caballeros teutones se manifiesta en sus sacrificios de niños, que parecen inmolados a un Moloch invisible (quizá Pasolini se acordara de esas imágenes cuando escogió la música de Prokofiev para aquella película como fondo de la escena de la matanza de los inocentes en su adaptación del Evangelio de Mateo).
Podría decirse, aunque lamento caer en la retórica para hablar de una película que casi carece de ella, que el cine moderno comienza pocos años después con el trayecto que precede a la muerte de otro niño: es el final de Alemania, año cero, que vimos la semana pasada en el curso que imparte Paulino Viota en la Filmoteca de Cantabria sobre “La revolución cinematográfica de los años 60”. Desde el punto de vista del cine clásico, Rossellini lo hace todo de forma negligente: su película carece de una historia bien construida, y sus imágenes de pobreza franciscana resultan doblemente pobres si las comparamos con el virtuosismo formal de Hitchcock.
Ambos directores muestran trayectos interrumpidos por distracciones y juegos de niños; pero en Hitchcock hay otras formas de interrupción: la mirada del director está demasiado presente, hasta resultar invasiva con sus imágenes recurrentes de relojes, sus insertos continuos del paquete-bomba.
En contraste, recordemos lo que André Bazin escribió sobre Alemania, año cero: “el neorrealismo tiende a devolver al film el sentido de la ambigüedad de lo real. La preocupación de Rossellini ante el rostro del niño en Alemania, año cero es justamente la inversa de la de Kuleshov ante el primer plano de Mosjukin. Se trata de conservar su misterio.
Sin embargo, si nosotros sabemos algo de lo que piensa o siente ese niño no es nunca por signos directamente legibles sobre su cara; ni siquiera por su comportamiento, ya que sólo lo entendemos a saltos y por conjeturas. (…) Un profesor ha pronunciado delante de él determinadas palabras, que se han abierto en su espíritu y lo han llevado a esta decisión, pero ¿cómo? ¿a costa de qué conflicto interior? Eso no es asunto del cineasta, sino del niño. Rossellini sólo podía proponernos una interpretación recurriendo al truco, proyectando su propia explicación sobre el niño y consiguiendo de él que la refleje para nuestro propio uso. Y es evidentemente en el último cuarto de hora del filme cuando triunfa la estética de Rossellini, desde que el niño inicia su búsqueda pretendiendo encontrar un signo de confirmación y de asentimiento, hasta que se suicida al término de esta traición del mundo. (…) Sólo el acto final nos dará retrospectivamente la clave. Y es que en realidad los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre el rostro de un niño, los mismos al menos para nosotros que no podemos penetrar en su misterio. (…) Nuestra emoción está limpia de todo sentimentalismo, porque se ha visto obligada a reflejarse en nuestra inteligencia. No nos conmueve ni el actor, ni el acontecimiento: tan solo su sentido, que nos vemos obligados a extraer. En esta puesta en escena, el sentido moral o dramático no se hace aparente nunca en la superficie de la realidad; sin embargo, no podemos dejar de saber que existe si tenemos conciencia. ¿Y no es esta quizá una sólida definición del realismo en el arte: obligar al espíritu a tomar partido sin engañarnos con los seres y las cosas?”
Rossellini, que había vivido en primera persona la muerte de un hijo, reiteró el tema poco después en Europa 51, protagonizada por Ingrid Bergman -que había sido la actriz favorita de Hitchcock (1): como si advirtiera a los supervivientes de la posguerra, representados en una mujer burguesa llamada Irene (en griego: paz), con los mismos términos que la escultura arcaica de un torso le sugirió a Rilke: “has de cambiar tu vida”.
La muerte de los niños y adolescentes volverá en otras muchas formas en la obra de cineastas tan distintos como Buñuel, Mizoguchi, Donskoi, Bresson, Satyajit Ray, Dreyer, Borzage, Tourneur, King, Fuller, Bergman, Fellini, Pasolini… Pero el ejemplo de Rossellini germinó ante todo en una extraña planta oriental: El río de Jean Renoir.
El personaje de Arthur Shields nos recuerda que todos los niños mueren: pueden hacerlo como niños, lo que es una tragedia, pero también convirtiéndose en adultos, lo que no se sabe si es una tragedia mayor. Escuchemos cómo lo dice Arthur Shields, cómo parece acariciar las palabras: “El mundo es de los niños, el mundo real”, porque “ellos saben lo que es importante: ha nacido un ratón, una hoja cae en el estanque”. El cine que surgió de aquel nuevo realismo, y que en parte lo antecede porque este es tan viejo como la humanidad, no es patrimonio de un lugar, ni de una época o unas determinadas elecciones de rodaje: está en todas las películas que atienden, aunque solo sea un poco, a cosas importantes y verdaderas como las que menciona Arthur Shields, en lugar de hacerlo solo a la necesidad de “evasión” de los adultos, a sus tabúes, malentendidos y sueños irreales.
Fuentes de las imágenes: youtube.com / criterioncollection.blogspot.com / pinterest.es
(1) Aunque apenas cabe concebir dos directores más diferentes, me gusta pensar que Hitchcock, celoso por descubrir lo que movió a Ingrid Bergman a dejar su posición de actriz mejor pagada de Hollywood, vio con atención las películas de Rossellini y llegó a tomar de él (quizá inconscientemente) algunas aportaciones estructurales: la idea de “matar” a la protagonista a mitad de la película (Psicosis: Roma, ciudad abierta), o la de no aguardar al final para revelar visualmente, sin necesidad de explicaciones verbales, el complot de dos personajes (Vértigo: La paura).
Mira por dónde, me has arrojado algo de luz sobre uno de mis dilemas existenciales. Siempre pensé que Hitchcock no había tenido tiempo de ver «La aventura» para hacer «Psicosis», pero es a Rossellini a quien había que mirar
La que sí vio de Antonioni fue «Blow up», y parece que le fascinó (lo que dice mucho de la apertura de miras de Hitchcock).
Gracias por el comentario: está bien arrojar luz, aunque sea indirecta e hipotética, sobre dilemas existenciales.
Parece ser que se seguían y se gustaban. «El reportero» es a su vez muy Hitchcock y no recuerdo qué proyecto abortado de Hitch tenía el toque sixtie de «Blow up». Bien pensado, aunque de tradiciones culturales diferentes, no son cineastas tan en las antípodas.
Creo que algo de ese proyecto abortado quedó, años después, en la londinense y setentera «Frenesí».
Hola, me gustaría proponerte una entrevista que luego subiría a mi web. Es una entrevista-modelo que alguna gente que escribe sobre cine en internet ha aceptado completar (p.e. Sergio Sánchez, que veo que ha estado por aquí hace poco). Puedes ver aquí cuáles son las preguntas y el formato (con foto), para hacerte una idea:
http://www.elcineenquevivimos.es/index.php?pag=otros&type=1
Si aceptas, me puedes escribir a luisserranofernandez@gmail.com o contactarme a través de mi web.
Saludos y ánimo con la página:
(yo reconozco que la muerte en pantalla de un niño es un asunto siempre tan duro que uno nunca se acostumbrará a ello…)
Luis S.