Pájaros en la cabeza

Castillos en la arena (Vincente Minnelli, 1965)

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Desde su mismo inicio, The sandpiper contrapone dos espacios que representan dos morales completamente diversas: la naturaleza abierta en la que un niño puede correr libre como un ciervo; y el escenario angosto de la autoridad -el despacho del juez de instrucción, forrado de libros, en el que la única apertura es un mezquino lavabo (que la cámara muestra sin que ello responda a ninguna necesidad narrativa).

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La pintora Laura Reynolds (interpretada por Elizabeth Taylor) ha pretendido construir una vida de idilio en el Big Sur de California, en una cabaña de gusto kitsch situada junto al mar, y educar allí a su hijo en una vida “natural” al margen de la sociedad: un sueño en parte uterino y en parte rousseauniano que el juez corta de raíz ordenando el traslado del niño a un internado religioso de prestigio.

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Richard Burton interpreta al director de ese centro, y su despacho supone un escenario de transición: subsiste en él la autoridad de los libros y diplomas, pero tiene más amplitud, y grandes ventanas a través de las que se ven los árboles y el cielo. Por otra parte, y a diferencia del juez, el personaje no parece impermeable a la duda.

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Una vez más, como en la obra de Douglas Sirk o en las películas precedentes del mismo Minnelli, el melodrama sirve para una visión autocrítica de la sociedad americana: The sandpiper refleja los rituales y corrupciones de sus clases altas, su forma de hacer negocios, de evadir impuestos, de financiar sus colegios exclusivos. La clave de la historia, en cuya escritura intervino el lefty Dalton Trumbo, es irónicamente escandalosa: una atea con la cabeza llena de pájaros despierta los principios morales olvidados de un sacerdote de elevada posición.

La película contiene también una crítica del machismo de esa sociedad: empieza por cómo los hombres hablan de las mujeres en el vestuario del club de golf, y más adelante muestra sus comportamientos derivados de esas conversaciones. El discurso feminista del personaje de Laura cobra vida, paradójicamente, en la posición de la esposa del personaje de Richard Burton tras el adulterio de este -del que ella adquiere conciencia mientras lleva una taza en una reunión social, en un momento de planificación milimétrica.

Vincente Minnelli no era lo que se dice un director de actores: parte de la potencia crítica del guión se deslíe en la débil interpretación de Elizabeth Taylor, a la que resulta difícil creer en su papel de artista alternativa y madre soltera en lucha con el sistema; pese a sus esfuerzos, o quizá por ellos, no puede dejar de ser Elizabeth Taylor, la mayor estrella de Hollywood, y su gesto de no enjaular a un correlimos (1) con un ala entablillada resulta tan convencional como si lo hiciera posando para una revista del corazón. No se trata sólo de un problema interpretativo, sino que la inadecuación de su protagonista apunta a la línea de flotación de una película que, como tantas de John Ford, pretende mostrar que la ética y la respetabilidad asociada al rol social son cosas bien distintas: con sus aires de burguesa rica, Taylor interpreta una película diferente, y bastante menos interesante.

No ocurre lo mismo con Richard Burton y Eva Marie Saint, que se pliegan como un  guante de terciopelo a sus personajes y transmiten sutiles emociones.

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El método de Minnelli consiste, una vez más, en hacer hablar a los objetos y a los encuadres: lo que no puede expresar Elizabeth Taylor lo hace su talla desnuda en madera, a la que Richard Burton da sistemáticamente la espalda; en sus visitas a la casa de Laura, el juego de los planos/contraplanos lo reúne a él, también de forma sistemática, con las llamas del hogar -que representan no solo su pasión, sino también el infierno, en el que el personaje cree firmemente. A medida que aumenta la temperatura de la relación (que el amigo negro de Laura, al que interpreta James Edwards, advierte antes que ellos mismos), el escenario se llena de símbolos sexuales que harían las delicias de un aficionado al psicoanálisis: la punta de un cardo que asoma entre un ramo de flores silvestres; un elevado promontorio que se eleva sobre el mar; una oquedad en el acantilado por la que penetra el oleaje.

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Hacia el final de la película, el último encuentro de la pareja tiene lugar en el patio del internado: expulsados del paraíso, pero aún junto al árbol del bien y del mal.

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(1) Ese es el significado del sandpiper del título original: un ave limnícola de esas que corretean por las orillas de las playas y acantilados. El título con que se estrenó en España, Castillos en la arena, expresa la idea de algo fugaz, pero sin ningún apoyo en el contenido de la película. Por una de esas casualidades que ocurren (¿o tal vez el culto traductor español quiso señalar esa referencia?), Iris Murdoch escribió una novela de título similar (El castillo de arena), que también narra una relación entre un profesor casado (en este caso universitario) y una pintora.

Fuentes de las imágenes:
– dvdbeaver.com
– youtube.com

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