Adiós al lenguaje (Jean- Luc Godard, 2014)
Esta reseña parte de la visión de la película (en dos dimensiones, ya que la versión 3D no parece haberse distribuido comercialmente en España) en la Filmoteca de Cantabria, en una sesión presentada por Paulino Viota el pasado sábado. La referencia es obligada, y este comentario surge, en primer lugar, como un testimonio de reconocimiento: la película es hermética, pero lo ha resultado menos para quienes pudimos verla tras la presentación de Paulino Viota -quien nos ha ahorrado el trabajo realizado por él, desentrañando la estructura de la obra (1).
Pese al adiós del título, no me parece encontrar en esta película ningún giro radical, ningún testamento anticipado: Godard sigue siendo previsiblemente imprevisible y continúa buscando la aventura, los fuegos nuevos colores nunca vistos de que hablaba Apollinaire en su poema (en este caso sí testamentario) La bella pelirroja.
El cine de Godard se refiere siempre a sí mismo, tendencia que se acentúa en esta última obra, que demuestra y refuta al mismo tiempo el argumento de la limitación del lenguaje conceptual, con su recurso constante a la paradoja lógica, al collage de citas, a la combinación de ideas muy abstractas con imágenes y sonidos de extremada concreción; es quizá la película más sensual de Godard desde Prénom: Carmen.
Como en aquella, la reflexión abstracta toma cuerpo en una relación de pareja, que en este caso es doble: la misma historia se narra dos veces (con distintos protagonistas), como en una suerte de variación musical.
La primera parte se titula Naturaleza (término con el que, hasta comienzos de la Edad Moderna se denominaba a lo que ahora tendemos a llamar «realidad”), y la segunda Metáfora: la única explicación que se me ocurre para estas denominaciones habría que buscarla en el significado original griego de metáfora: desplazamiento.
¿Cómo encaja en este esquema la técnica de grabación en 3D? Hay que recordar que, al igual que la tridimensionalidad de la imagen se obtiene mediante la grabación con dos cámaras (con un ligero desplazamiento), en el interior de la pareja coexisten las visiones próximas, pero diferentes, de cada uno de los amantes. Podemos pensar que si la pareja logra superar, idealmente, esa diferencia y alcanzar la unidad, las visiones desplazadas se unen para formar una tercera visión.
El planteamiento de la película es que esa visión ideal sería, en último término, comparable a la de un perro (o también a la de un niño; aunque la experiencia de tener un niño es aún más complicada, como afirma la mujer de la segunda parte): una percepción continua, no filtrada por un cerebro que tiende a separar la unidad de las cosas mediante conceptos, último refugio del ego. A esta última modalidad de pensamiento se refiere Valéry en su aforismo que cita Godard: “Nadie podría pensar libremente si sus ojos no pudiesen abandonar el cortejo de otros ojos. Cuando las miradas se engarzan ya no somos plenamente dos. Tenemos dificultad para permanecer solos”.
Como es habitual en Godard, la historia íntima aparece enmarcada por la social: en la primera parte del prólogo un filósofo advierte a sus alumnos sobre la continuidad del Estado totalitario, pese a la derrota bélica de Hitler y la ideológica de la URSS (debida a la pluma de Solzhenitsyn), en las burocracias modernas: nuestra guerra es la de la sociedad contra el Estado (según el título del libro de Pierre Clastres que cita Godard en su esquema explicativo). La herramienta de dominio del Estado es la televisión, inventada en la URSS en 1933. Por eso los amantes, aprendices de filósofos, no ven televisión, sino cine: historias de otros amantes rodadas por Hawks, Barnet, Mamoulian, Lang o Melville. Hacia el final, el perro se enfrenta a la niebla de una pantalla vacía, tras las sillas vacantes de los humanos.
El epílogo muestra una reconstrucción, en estilo camp, de la escritura de Frankenstein por Mary Shelley. Cuando Percy B. Shelley se vuelve hacia la cámara y dice: «Todos hablan de revolución… Pero también está la posibilidad de la tiranía… Soldados alemanes, campamentos, confusión… Tumultos… azares… indignación… desilusión…«, es imposible pensar que no está hablando de nuestro presente.
La progresión narrativa de la historia de la doble pareja está adelgazada hasta su esqueleto teórico (encuentro, pasión sexual, ruptura y reconciliación, según el esquema que, como recordó Paulino Viota, elaboró el propio Godard en Elogio del amor), sin mostrar sus resortes ni explicar sus causas: como en el campo de exterminio, según la cita de un oficial nazi que recoge la película, tampoco hay en ella lugar para los porqués. Pero no por ello el cine de Godard es totalitario (como quizá piensen sus detractores que sólo admiten la posibilidad del cine-novela). Adiós al lenguaje se nos presenta como un enigma, pero no uno que pueda resolverse de forma unívoca, a la manera de una fórmula o de un truco intelectual. La última palabra no la tiene aquí el autor: la película termina con gritos inarticulados de un niño y ladridos de un perro.
Los títulos de crédito finales nos informan que el perro es en realidad una perra: Roxy, que pertenece a la mujer de Godard, Anne-Marie Mieville; en una pirueta final, la película abstracta y altiva se convierte en íntima. No hace falta ninguna reflexión teórica para apreciar la belleza de los episodios protagonizados por Roxy, que anteceden a la reconciliación de las respectivas parejas (como una suerte de resurrección que tuviera lugar por mediación del animal); es como si en ellos Godard se adentrara (volviendo a la cita de Apollinaire) en el país enorme y silencioso de la bondad.
(1) Para los interesados, la presentación fue grabada y está disponible, por cortesía de la Revista Lumière:
Fuentes de las imágenes:
– davidbordwell.net
– ojosabiertos.otroscines.com
– parismatch.com
– bag-apart.com
– shihlun.tumblr.com
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