Un cuento lleno de ruido y de furia

Arsenal (Aleksandr Dovzhenko, 1929)

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Al hilo del centenario de su estallido, el recuerdo de la Primera Guerra Mundial ha estado muy presente en este año 2014. La gran eclosión del cine tuvo que aguardar al término del conflicto bélico: el lenguaje del nuevo arte se desarrolló a enorme velocidad en la estela de los pioneros (Lumière y Méliès en el cambio de siglo, Feuillade, Sjöström y Griffith en los años 10), y la Gran Guerra (como se la conoció hasta el estallido de su sucesora) fue glosada a posteriori en ambiciosas producciones “históricas” de los años 20 y 30: tras la senda del propio Griffith (Corazones del mundo) y Chaplin (Armas al hombro), ambas de 1918, vendrían títulos tan importantes como Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Rex Ingram, 1921), El gran desfile (King Vidor, 1925), Alas (William Wellman, 1927), The Woman Disputed (Henry King, 1928), Cuatro de infantería (G.W. Pabst, 1930), Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), Adiós a las armas (Frank Borzage, 1932), Broken Lullaby (Ernst Lubitsch, 1932), Okraina (Boris Barnet, 1933), Today We Live (Howard Hawks, 1933) The World Moves On (John Ford, 1934), La gran ilusión (Jean Renoir, 1937)… Estas últimas demuestran cómo, a medida que nos acercamos a 1939, la evocación de la guerra pasada cobra también una dimensión de advertencia hacia el futuro.

En contraste con esa mirada hacia atrás (sin perjuicio de su intensidad), el cine vivió la Segunda Guerra Mundial en tiempo presente: en ese caso, la participación precedió al juicio y el análisis. Quizá por eso, la primera gran guerra del siglo XX ha retrocedido en la memoria colectiva como si fuera más remota de lo que en realidad es: las películas citadas (sin perjuicio de su calidad) nos resultan en primera instancia “antiguas”, y ello en mayor medida que otras contemporáneas suyas: pensemos por ejemplo en The crowd (Vidor, 1928), Tres páginas de un diario (Pabst, 1929), Design for living (Lubitsch, 1933), El juez Priest (Ford, 1934), La bestia humana (Renoir, 1938)…

Una excepción en este panorama lo constituye Arsenal, película soviética dirigida por Aleksandr Dovzhenko en 1929, en la que lo primero que llama la atención es su radical modernidad. Arsenal describe en su primera parte los devastadores efectos de la Primera Guerra Mundial sobre los pueblos de Ucrania (recordemos que el hastío popular frente a la guerra fue una de las causas que determinó el triunfo de la revolución soviética, y la caída tanto del régimen zarista como del posterior gobierno provisional); y a continuación el inicio del conflicto civil (muy simplificado en la película) entre las fuerzas conservadoras ucranianas que proclamaron su independencia de Rusia, y los bolcheviques partidarios del poder de los sóviets.

Desgraciadamente en este año 2014 también ha vuelto a la actualidad el enfrentamiento entre Rusia y Alemania por el control de Ucrania; así que la visión de esta película puede interesar no sólo a los aficionados al cine -aunque estos últimos sacarán el mayor provecho.

La cita de Macbeth que propongo como título de esta reseña superficial y meramente introductoria trata de describir el tono de la película, no de sugerir que Dovzhenko fuese un simple (como han insinuado algunos críticos malévolos): ucraniano de extracción campesina, es posible que su obra resulte más ingenua y brutal, menos sofisticada que la de los otros grandes directores soviéticos, que provenían de entornos burgueses; pero Arsenal reúne la extrema complejidad intelectual de Eisenstein con un aliento poético entonces, y hasta mucho después, inédito en el cine.

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La oposición entre cine de prosa y cine de poesía se hizo expresa en los años 60, merced a un célebre debate que entablaron Rohmer y Pasolini; quienes escribimos sobre cine con menor nivel tendemos a emplear el término “poético” al referirnos a obras que admiramos, especialmente de carácter contemplativo; y observamos escépticamente su uso cuando otros lo aplican a películas que no nos han gustado. Al margen de estos usos y abusos terminológicos, Arsenal, que no tiene nada de contemplativo, bien podría marcar el inicio de un auténtico cine de poesía, en el que la expresión se impone a la narración y la lógica de la metáfora al principio de causalidad.

Frente a la dramaturgia sutil y equilibrada de Pudovkin, el programa artístico de Dovzhenko (que empezó, al parecer, como caricaturista) parece apuntar únicamente a la potencia expresiva, quebrando con impudor las normas del buen gusto burgués; en esta película las metáforas cobran vida, como el retrato del general ucraniano al que un reaccionario independentista enciende una vela (la cual el homenajeado apaga). Más logrados me parecen otros ejemplos de metáforas puras, en las que el término real está elidido: por no hablar del final, citaré la escena del tren sin frenos en el que regresan a la patria los soldados desmovilizados del frente, imagen de la guerra que deben abandonar saltando violentamente antes de que se produzca el descarrilamiento (momento en el que el tren es comparado, de forma más convencional, con un acordeón); o las imágenes de la maquinaria del arsenal de Kiev, que da título a la película, las cuales parecen aludir a los engranajes sociales por los que se transmite la revolución -a través de su expresión primordial, la huelga.

La guerra y sus efectos son expuestos con una intensidad demoledora: desde luego en la célebre escena que muestra los efectos del gas de la risa sobre un soldado al que le faltan varios dientes, que en sus convulsiones llega a perder el casco que lo identifica como alemán (“¿Dónde está el enemigo?”)…

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… pero también en aquella otra, más sutil pero de inesperada violencia, en la que un policía se pasea por las calles solitarias de un pueblo y de repente acaricia el pecho de una mujer que está a la puerta de su casa (la cual, comprendemos, ha tenido que prostituirse para subsistir):

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En vez de una supuesta plasmación objetiva de la realidad, aquí esta se descompone en encuadres oblicuos con marcadas diagonales, composiciones fuertemente asimétricas y desequilibradas hacia los extremos del encuadre, siluetas dramáticas a contraluz, sombras, progresiones armónicas de imágenes de una misma figura unidas por raccords en el eje, expresivos retratos iluminados lateralmente en los que pueden verse hasta los poros de la piel: casi cualquiera de ellos podría elegirse al azar como cifra y resumen del espíritu de la época.

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Arsenal es testimonio de un nuevo arte que, más allá de la esfera conceptual de las palabras, se apoya en el mundo visible y nos redescubre los gestos de los hombres: “los primeros planos pueden mostrarnos una cualidad en el gesto de una mano de la que nunca antes nos habíamos percatado… Un primer plano te muestra tu sombra en la pared, con la que has vivido durante toda tu vida y a la que apenas conoces” (Béla Balázs: Teoría del film).

La historia demuestra que las autoridades soviéticas nunca pretendieron hacer realidad las palabras de Lenin sobre Rusia como el país más libre del mundo, y estuvieron más cerca de lo contrario; pero los artistas sí pudieron, al menos durante un breve periodo, explorar nuevos territorios de libertad. Dovzhenko nos arrastra, sobre unos caballos al galope que devuelven a su tierra natal el cadáver de un soldado caído, a una parte especialmente remota de ese territorio, que ningún otro cineasta volvió a pisar hasta más de treinta años después.

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Fuentes de las imágenes: dvdclassik.com / youtube.com

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