Sobre los ángeles

El crimen de Monsieur Lange (J. Renoir, 1936)

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El crimen de Monsieur Lange, como otras películas francesas de los años 30, requiere quizá una cierta complicidad para adentrarse en su particular retórica, que puede resultar demodée para el espectador educado en el realismo más estilizado del cine posterior a los años 40: hay placeres o disgustos que no atienden a razones, y yo no las tengo para convencer a quien se sienta extranjero ante su vitalidad autodemostrativa, su irrealismo “poético”, su espontaneidad más o menos trabajada, la sobreactuación de sus actores. Renoir hace cine ante todo para sí mismo y para los suyos.

Con esto no me refiero a la ideología, sino al estilo: nada más lejos de la catequesis para adeptos que esta película (a pesar de estar financiada por el Frente Popular), cuya historia parece un sueño de su personaje principal: un sueño que se resuelve en la creación de una comunidad idílica que no excluye a nadie sino que reúne a todos (en la cena del final), desde el conserje reaccionario y racista, hasta el hijo del acreedor capitalista Meunier que da el visto bueno a la fórmula de la cooperativa.

Por otra parte, la película va más allá de una problemática social o política, y refleja la vida erótica de sus protagonistas con franqueza, sin idealismo, como una parte esencial de su experiencia ética, modelada a base de errores y rectificaciones. Renoir y Prévert no son, como Lange, narradores de sueños colgados de un mapa de la imaginación, sino que hablan de las cosas importantes que suceden a diario, justo a nuestro lado.

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Monsieur Lange vale por Monsieur L’ange: el ángel, sí, en un mundo lleno de hombres nada angélicos, y ello tanto entre los que tienen el poder (Batala y los suyos), como entre los que carecen de él (el conserje). La maravillosa interpretación de René Lefèvre plasma perfectamente su simplicidad y pureza, como una suerte de moderno Perceval, un trasunto de su propia criatura literaria Arizona Jim. No se trata sólo de un paralelismo de guión: Renoir se las arregla para mostrárnoslo visualmente en dos escenas: la primera al inicio, cuando escribe en su habitación por la noche, y siente con ingenuidad las vivencias de su personaje; la segunda, más explícita, cuando posa vestido de vaquero para la fotografía de la portada de su revista.

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Para mantener el idilio al que me refería es necesario el crimen revolucionario que da título a la película: su representación se resuelve con dos llamativos movimientos de cámara que completan una trayectoria circular de 360º. Estamos muy lejos del esteticismo gratuito: estas imágenes hacen participar a la comunidad entera del acto de Lange.

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Así lo prefigura el momento en que este, respondiendo (como recuerda Santos Zunzunegui en un artículo publicado en el último número de la revista Caimán) a la pregunta de Meunier sobre qué es una cooperativa, empieza a arrancar el cartel de propaganda que Batala había hecho colocar, clausurándola, sobre la ventana de Charles, el hijo accidentado del conserje. La cámara se eleva en una panorámica hacia las ventanas del patio, desde las que todos observan, y siguiendo a Meunier, se acaban uniendo a él (salvo el propio conserje, atenazado por su sumisión reverencial ante la autoridad), de modo que consiguen al fin que penetre en la habitación del herido la luz del día -y también que pueda hablar con su amada Estelle y poner término a sus dudas.

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Frente a la ingenuidad de Lange, o la de Estelle y Charles, o la de Edith (la secretaria a la que interpreta Sylvia Bataille, que sería protagonista de Une partie de campagne, rodada también en 1936), destaca la sabiduría de Valentine: ella es el único personaje positivo realmente lúcido, la única capaz de enfrentarse a Batala y, con la ayuda de Lange, de vencerlo; ella es, significativamente, la que narra para nosotros la historia en un hostal de frontera, sustituyendo al narrador de sueños que duerme mientras tanto en su habitación.Captura de pantalla 2014-07-14 a las 23.50.14

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Batala es una mezcla de seductor a lo Dominique Strauss-Kahn y de empresario sin escrúpulos que se mantiene a flote gracias al engaño (hay tantos paralelismos en nuestra historia reciente que no citaré a ninguno para que podáis escoger al que más os disguste): no es ninguna figura simbólica sino, gracias a la interpretación de Jules Berry, un ser más real que los que se mueven a nuestro lado, a un tiempo admirable por su habilidad y repulsivo por su comportamiento.

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Película coral en el mismo sentido que La marsellesa o La regla del juego, habría que ver El crimen de Monsieur Lange al menos una docena de veces para poder ver y apreciar todos los gestos, todos los detalles de interpretación de los actores nunca secundarios que se amontonan en los encuadres, que van y vienen, quizá no tan perfectamente colocados pero tan expresivos como las figuras de las imágenes documentales de Cartier-Bresson. Como él, que fue su colaborador, Renoir permite que todos sean lo que son, sin tratar de desplazarlos ni de redimirlos, de modo que el conjunto (más que los detalles) dé una idea de ese drôle de monde en el que vivían, en el que vivimos.

Cartier-Bresson: Sevilla (1937)

Cartier-Bresson: Sevilla (1937)

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