Sobre la banalidad del mal (1)

El último de los injustos (Claude Lanzmann, 2013)

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El concepto de la banalidad del mal que acuñó Hanna Arendt en su reportaje sobre el juicio de Eichmann en Jerusalén ha sido polémico y creo que no siempre bien entendido: al margen de la idoneidad de su aplicación al caso concreto de Eichmann como estrategia de defensa frente a su ejecución (idoneidad que rebate el protagonista de esta película con buenos argumentos), me parece una idea valiosa, próxima en algún modo a las reflexiones posteriores de Foucault sobre la naturaleza sutil y multiforme del poder.

El último de los injustos es como un apéndice de Shoah: una exploración ética de unas vivencias que están en el límite de lo pensable, guiada por una visión ascética y rigurosa, que renuncia a toda dramatización, a todo recubrimiento estetizante.

Al principio de la película, su protagonista, el rabino Benjamin Murmelstein, le recuerda al entrevistador y realizador Claude Lanzmann la historia de Sherezade: el sultán había hecho matar a todas sus antecesoras, pero ella consiguió sobrevivir porque tenía una historia que contar (1).

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La película muestra cómo él experimentó la narración en tanto que forma de supervivencia en un doble sentido: por una parte, colaborando con los nazis en la construcción de la historia que ellos pretendían contar (la presentación propagandística del campo de Theresienstadt como un asentamiento modélico para los judíos), y haciéndose imprescindible para ellos en ese cometido; en el otro lado, siendo capaz de crear para sí mismo y los suyos una historia distinta a la del desánimo, un trabajo dirigido a objetivos concretos: como dice él mismo, “si el médico que está operando al paciente se pone a llorar por él, lo mata.”

La figura de Murmelstein es ambigua (en tanto que dirigente judío nombrado por los nazis y por tanto sospechoso de colaboracionismo), pero el retrato que de él hace la película transmite una innegable simpatía. Ello no implica que la visión de Lanzmann sea simplista y unilateral, sino que su ambigüedad está en otra parte, en los fallos y flaquezas de otros; como recuerda el protagonista, que no acusa a nadie directamente, “un mártir no es necesariamente un santo”. Está claro que los nazis eran los verdugos, pero los judíos no eran únicamente víctimas: su relato muestra cómo los lazos del poder se extienden a todos los niveles, y corrompen en todos los bandos.

El ejemplo de Murmelstein transmite una visión en cierto modo socrática, en la que la ética está ligada a la inteligencia: parece alguien que fue capaz de distinguir con perfecta nitidez y en todo momento sus objetivos personales de los de su pueblo y los de sus enemigos, para nunca anteponer los terceros a los segundos en beneficio de los primeros; y ello en las más difíciles circunstancias exteriores, sabiendo calcular fríamente la estabilidad de su posición, el alcance de su red de trapecista.

La película no acusa a quienes fallaron en esas circunstancias, pero sí, indirectamente, a quienes se permiten juzgar a Murmelstein desde fuera. El propio acusado se revuelve frente a los fiscales de su propio pueblo (Arendt, Scholem), y resulta triste recordar que la primera abogaba de alguna forma por rebajar la culpabilidad de Eichmann, y el segundo por rebajar su condena… La capacidad de autocrítica es esencial para una vida ética, pero quizá a veces nos hace ser más tolerantes con los enemigos que con los nuestros.

Murmelstein no sólo consiguió sobrevivir al Holocausto sino también, y a diferencia de otros supervivientes, a su conciencia: en la película se juzga a sí mismo sin contemplaciones (nunca se presenta como un héroe desprendido, ni oculta su fascinación por el poder), pero tampoco parece tener nada verdaderamente grave que reprocharse. Aguantó todas las críticas y condenas, convenció a alguien tan poco sospechoso de tibieza o ingenuidad como Lanzmann (que quedó tan fascinado por el personaje que ha rescatado las entrevistas, que realizó durante la preparación de Shoah, para construir esta película casi 40 años después), y murió tranquilamente a los ochenta y tantos años en Roma, como (la comparación es suya) “un dinosaurio en medio de la autopista”. La idea la toma de Kierkegaard, que escribió en su diario íntimo: «como Scherezade salvó la vida contando historias, así salvo yo la mía o la mantengo a fuerza de escribir».

La película tarda en arrancar: las dos primeras horas pesan mucho, y parecen no aportar nada a quien recuerda, aunque lejanamente, la tremenda impresión de Shoah. El estilo germánico de Lanzmann se basa en la acumulación, en la despreocupación por el ritmo y el tempo, en la falta de complacencias con el espectador: como en una ópera de Wagner o un novelón de Thomas Mann (salvando las diferencias de medios y estrategias), hay que sobrellevar ascéticamente la sensación inicial de aburrimiento sabiendo que más tarde llegará el momento de las revelaciones; entonces, la impresión que estas producen no es la misma que si vinieran en el minuto diez; el peso de lo anterior no aplasta, sino que eleva el conjunto como el pedestal de un monumento que conmemora a Murmelstein, “el último de los injustos”.


(1) La idea la toma quizá de Kierkegaard, que escribió en su diario íntimo: «como Scherezade salvó la vida contando historias, así salvo yo la mía o la mantengo a fuerza de escribir«.

Fuente de las imágenes: youtube.com

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